LECTOR:

Si piensas que esta obra viene a continuar la tradición literaria que va de Cervantes a nuestros días, vuelve sobre tus pasos.

Esto no es una novela de caballerías, ni romántica, ni histórica, ni realista, ni psicológica, ni de aventuras, ni pseudocientífica a lo Julio Verne o a lo Wells, ni "tremendista", etc.

Aquí y a lo largo de una fábula que no tiene antecedente alguno en la literatura universal, en cuanto se refiere a su pensamiento central-la música como lenguaje de la verdad inefable-, se conversa sobre diferentes temas filosóficos y literarios.

El estilo es dilatorio a ratos, morosas las descripciones y el lenguaje, deliberadamente, pomposo y declamatorio, como corresponde a un poema épico-burlesco en prosa.

Dos cosas pueden ocurrir: que desprovisto quien leyere de curiosidad intelectual se sintiera fatigado, a través de la lectura, o bien que nuestra desmaña no hubiese sabido dar al arte todo el hechizo que se necesita para la realización de la belleza.

En el primer caso, que Dios haga el milagro de que se abra en el espíritu del lector el surco de la emoción estética, y en el segundo, perdóneseme por la falta de habilidad.


¡Ah!, y que los críticos se quiten las antiparras de la crítica tradicional y se acerquen a estas páginas con amor y simpatía.


Si he conseguido alcanzar el utile dulci del poeta latino, estaré muy contento y satisfecho.

 

INDICE

Capítulo I.- Una asamblea de sabios
Capítulo II.- El paraíso
Capítulo III.- Mientras tanto, en la Tierra
Capítulo IV.- Melpómene
Capítulo V.- El Infierno
Capítulo VI.- Satanás
Capítulo VII.- Miss Fox
Capítulo VIII.- Euterpe
Capítulo IX.- Prometeo
Capítulo X.- Flautos
Capítulo XI.- La meditación de Itacos
Capítulo XII.-El Cielo
Capítulo XIII.-La clave

PASAJES DE LA OBRA

 

Capítulo I

UNA ASAMBLEA DE SABIOS

Cada cinco años se reunían en París los sabios más famosos del mundo. Era un congreso de singular resonancia. La flor y nata del saber tenía allí su representación: físicos, matemáticos, naturalistas, psicólogos, pensadores...Aquel año todos los periódicos de la gran ciudad publicaron el retrato del filósofo Itacos, natural de San Marino. Era un hombre de expresión vulgar, pero simpática. Los ojos miopes o fatigados por el intenso estudio. La nariz breve, cabalgando sobre ella unos quevedos de oro. Ancha la frente, como corresponde a un sabio, y fruncida a ratos si alguna idea genial forcejeaba por fijar su contorno. Sobre la boca, de labios carnosos y sensuales, la sombra de un bigotillo, y un lunar en la mejilla izquierda, desdecía de la blancura de la piel, tersa y brillante. Por último, denotaba el indumento ese descuido propio de las personas apartadas de todo trato social, ya por ingénita hurañía, ya por falta material de tiempo para la vida de relación.

El presidente de la Asamblea de sabios, Mr. Lemonière, invitó a hablar aquella tarde al filósofo Itacos.

-No quisiéramos empezar nuestras tareas sin oír la docta palabra del filósofo Itacos. La fama de profundo pensador que le precede ha despertado en esta Asamblea la natural curiosidad, y, sin perjuicio de que al pasar a reunirnos en secciones se propongan a su estudio los problemas filosóficos que absorben hoy la atención del mundo sabio, desearíamos escucharle ahora.

El filósofo Itacos se puso de pie, y con voz dulce y sosegada exclamó:

-Todo mi saber, señor presidente, se encierra en estas brevísimas palabras: "Sé que no sé nada".

Tornóse a sentar Itacos ante la perplejidad del auditorio. Los sabios que tenía al lado le miraron con cierto asombro, Itacos, imperturbable, apoyó la barbilla sobre el pecho y cerró los ojos, abstraído en la contemplación de sus propios pensamientos.

Terminada la sesión se hicieron los más variados comentarios. ¿Modestia? ¿Orgullo? ¿Ignorancia? ¿Falsa reputación?

Pronto se desvanecieron estas dudas. Mr. Lemonière, con ladina intención, había designado a Itacos para que formara parte de la ponencia del Más allá. Bajo este título, tan sugeridor e inquietante, funcionaba una junta de filósofos. Itacos probó en seguida su saber vario y profundo; la originalidad de sus pensamientos; su método excelente para exponer las teorías más raras y atrevidas, y, sobre todo, el tono persuasivo de su palabra y el equilibrio y ponderación de su discurso, nimbado de una bondad íntima y entrañable.

En París no se hablaba de otra cosa. Las consideraciones del filósofo Itacos sobre la belleza, la verdad y el bien, y su teoría sobre la electricidad y el espacio, fueron tema preferente de conversación entre los hombres cultos de la urbe populosa; haciéndose todos cruces de que el entendimiento humano pudiera abarcar tanto, pues es lo cierto que no había rincón de la ciencia en el cual nuestro filósofo no hubiera puesto su firme y recia planta.

Al quinto día de asamblea, y en la hospedería "La estrella Azul", el espiritista eslavo Lavín se expresaba de este modo:

-Ningún filósofo antiguo ni moderno está por cima del sabio Itacos. Su saber atrae como un abismo. Juntad todas las mentes humanas, encerrad en un solo libro cuanto se haya escrito en este mundo, y no habréis llegado al hondo saber de nuestro filósofo. ¿Necesitábamos un sabio que reuniese en sí toda la sabiduría humana?... Esta rara avis es Itacos. De ahora en adelante no tendremos que evocar en nuestras experiencias el espíritu de Aristóteles, ni el de Platón.

Lavín interrumpió su discurso para echar una mirada en derredor suyo. Comprobó que la puerta estaba cerrada y que ningún ruido extraño venía de fuera.

-No debemos sentir el menor escrúpulo-reanudó con una voz insinuante, transida de emoción-. El fin justifica los medios.

Con una mirada escrutadora, inquisitiva, Lavín intentó bucear en el alma de sus compañeros. Después de este precipitado examen, y sin que el tono de sus palabras denotase ahora turbación, ni violencia alguna, observó:

-La muerte de Itacos nos depararía un magnífico porvenir en nuestros estudios. ¿Qué intermediario más apto que él entre el Más Allá y nosotros, para abrirnos un camino de luz en las tinieblas?

-¡Oh, oh, oh!- protestó, airado, el filósofo Helvius, de Ámsterdam-. Se nos propone un vulgar asesinato.

Lavín sonrió levemente, sepultando sus ojos azules, profundos, enigmáticos, bajo los párpados. Estaba tranquilo. Su semblante no revelaba la menor inquietud. Se incorporó del asiento y, a la vez que recorría la sala de una a otra parte, pasito a pasito, redarguyó a Helvius:

-Tiene usted la misma moral de hace veinte siglos, sin advertir que hay una fuerza cósmica, imperiosa, irresistible que nos arrastra en la consecución, deliberada o irreflexiva, de nuestros fines superiores. Preguntemos a los elementos cual es su moral. Al huracán y al rayo, por qué destruyen; y a los animales más fuertes, por qué devoran a los más débiles. Una ley desconocida e ineluctable rige sus actos. El hombre no es más libre que ellos. Su moral es la ficción de una norma universal que quiere avasallar lo que hay de indómito e ingobernable en la naturaleza humana. No me negará usted que la vida está pidiendo a todas horas sacrificios cruentos. ¿Cuántas muertes tiene a su cargo la civilización? Bastará leer la sección de sucesos de un periódico cualquiera. Un hombre atropellado por un automóvil. Un aeroplano se estrella contra el suelo y perecen carbonizados sus ocupantes. El químico X ha perdido la vida al hacer una nueva aplicación de los rayos ultravioleta. No digamos las invasiones bélicas a título colonizador. Es decir, que todos los días la ciencia, al conquistar posiciones más ventajosas, sacrifica muchas vidas. ¿Se puede determinar concretamente a quién corresponde la responsabilidad de estos crímenes? ¿No hay en todo esto una apetencia irresistible de lo sobrenatural? ¿No estimula el deseo de atrapar grandes verdades, sea como sea, que llenen de luz cegadora los senos oscuros, infranqueables de las cosas, sin que nos detengamos a reflexionar sobre la legitimidad de los medios que empleamos? Lleguemos al fin sin más dilación, grita nuestra conciencia, ávida de trasponer las fronteras de lo desconocido. Comparemos la muerte del filósofo Itacos con las victimas de un Napoleón, de un César, de un Alejandro... ¿Qué diferencias no podrían establecer, por último, entre la finalidad nuestra y la que persegían aquellos desalmados capitanes?

A este punto había llegado Lavín en su larga palabrada, y cuando se abrió precipitadamente la puerta de la habitación y apareció bajo el dintel la corpulenta figura del matemático Ossián. Un sabio escocés que, dadas sus proporciones descomunales, parecía un descendiente de los cíclopes. Se adelantó unos pasos y a bocajarro exclamó:

-El filósofo Itacos ha sido encontrado muerto sobre su lecho, en el cuarto del hotel. Hay algunos indicios para suponer que se trata de un envenenamiento.

La noticia, dicha así como un escopetazo, dejó atónitos a los presentes. Helvius miró a Lavín con ojos de espanto. Pero Lavín aguantó, impávido, aquella mirada terrible, acusadora. Una leve crispación contrajo sus labios. Se sentó tranquilamente en la silla que antes ocupaba; cruzó una pierna sobre otra, y con voz apacible, pero resuelta, aventuró:

-Lo imprevisto, la casualidad o el destino nos han relevado de cometer un acto repugnante y odioso a juicio de nuestro compañero Helvius. Congratulémonos, pues. Y ahora, mis dilectos colegas, a esperar las consecuencias, provechosas, sin duda, para el espiritismo, de la muerte singular de tan peregrino hombre de ciencia.

Al día siguiente los periódicos de París daban cuenta, con grandes titulares, de la muerte súbita y extraña de Itacos. Se tenía la creencia que el filósofo de San marino había sido envenenado. Descontado por inexplicable el suicidio, tanto la fantasía popular, como la fogosa imaginación de los periodistas, lanzáronse a forjar aventuradas hipótesis. No faltó quien atribuyera a rivalidades profesionales la muerte de Itacos. Junto a la admiración general podía darse algún caso aislado de criminal envidia. Otros suponían que nuestro gran filósofo había sido envenenado por un súbdito ruso. Itacos, en primoroso discurso de alta filosofía política, había atacado la propensión de Rusia a inmiscuirse en la vida interna de otros Estados. Este discurso tuvo una resonancia enorme. ¿Por qué no pensar en una mano homicida, bien pagada, o simplemente en un desinteresado iluso partidario del comunismo?

La Corporación municipal de París, reunida en sesión extraordinaria, acordó poner el nombre de Itacos a una de las calles principales de la ciudad. Los periódicos refirieron con toda prolijidad la vida del filósofo, entreverada, por cierto, de anécdotas y sucedidos admirables. En la Asamblea de sabios, el pensador japonés Chenius pronunció la oración fúnebre más hermosa que puede salir de labios humanos. Pero como la dijo en su lengua nativa, pocos pudieron saborearla. Itacos, pues, había partido de este mundo con todos los honores que correspondían a tan ejemplar celebridad.

 

Capítulo II

EL PARAISO

¿Cuánto tiempo llevaba bogando en los espacios estelares, entre la luz radiante de los astros? El espíritu del filósofo Itacos trató de poner en orden sus pensamientos. Lo primero que advirtió su ingravidez, la sutil y alada disposición de su persona moral.

¿ Pero hasta qué punto podía hablarse de su ser moral, con abstracción absoluta de toda manifestación sensible?

Cierto que se había desprendido de su envoltura física, que el alma estaba desasida de su antigua forma. Sin embargo, conservaba una reminiscencia de ella, algo así como una sombra vaga, etérea, imponderable, sin líneas ni contornos fijos, compuesta de sustancia tan sutil que casi escapaba del alcance de los sentidos.

Quiso reconstituir su propia conciencia. Cuantos esfuerzos hacía para descubrir la razón de este nuevo estado, eran inútiles. La fugacidad maravillosa del tránsito de una a otra vida sumíale en un profundo desconcierto. ¿Por qué había pasado del mundo conocido a esta situación inconsciente y errática? De todas maneras, no podía quejarse. Nunca había experimentado un bienestar tan grande como el presente. Ni las cosas en torno se mostraron como en este momento, tan iluminadas, tan precisas.

Al salir precipitadamente del cuerpo humano y remontarse sobre París en ascensión gloriosa y sobrenatural, había sentido la misma impresión deleitosa de quien emprende un largo viaje y paladea por adelantado sus incidencias. El cielo lleno de irisaciones, parecía una túnica japonesa: una verdadera orgía de colores. A medida que el sol se ocultaba en el seno del mar, las nubes bordeadas de una luz muy fuerte, adoptaban formas fantásticas, e incluso monstruosas. La marcha rapidísima que llevaba no le permitía ver las cosas sosegadamente. Era una sucesión de tonos, de matices y de imágenes, un vertiginoso pasar en que un solo espectáculo se transformaba mil veces. La Tierra aparecía ya como una masa informe, sin relieve alguno. En cambio, otros astros, hasta entonces perdidos en la inmensidad de los cielos, mostraban ahora la forma irregular de sus montañas, las vertientes profundas y las desoladas llanuras. Parecíanse unos a la Tierra. Idéntico el color de sus campos y la línea sinuosa de sus cordilleras , y el cauce, lleno de meandros y quebraduras, de sus ríos. Otros por el contrario ofrecían diferente aspecto. Las montañas eran como de nácar y despedían cegadores reflejos. Una atmósfera de fuego, impenetrable, circuía al astro protegiéndolo contra cualquier invasión estelar. Hasta ahora, por ningún lado se descubrían manifestaciones de vida. Sólo la naturaleza estática, petrificada, como dormida en una posición invariable y eterna. Simas profundas, donde se perdía la vista como en un abismo sin fondo. Montañas desgarradas, de agudas e hirientes aristas, sin vegetación y de mares helados, como pavoroso sudario. La Vía Láctea, que hasta este momento había parecido un río de leche, mostraba ya independientemente el enjambre maravilloso de sus astros. Primero, cual corpúsculo luminoso, de una claridad pálida y enfermiza. Después, con cegadora lumbrarada. Por los cambiantes destellos de los cuerpos celestes, supuso Itacos la asombrosa velocidad de su carrera a través del espacio. No todos despedían la misma luz. Unos tenían el fulgor de las piedras preciosas, hacían guiños y se columpiaban con movimiento rítmico y acompasado. Otros más lejanos, daban la impresión de esas luces mortecinas que amenazan apagarse cuando menos se piensa. Itacos reconoció dolorosamente que sus experiencias científicas de nada le servían en la actual situación.

Dotado de una sensibilidad extraña, no experimentaba la fuerza atrayente de los astros, ni el bienestar absoluto del vacío, ni había sentido tampoco, al abandonar nuestro planeta, el empuje del viento. El calor y el frío le eran por completo indiferentes . De pronto se veía arrastrado por una energía desconocida que le encaminaba hacia un punto determinado del espacio. Otras veces parecía como si se anegase en un océano de luz. Las estrellas se agrandaban o empequeñecían, súbitamente, hasta desaparecer del todo. Grandes masas cósmicas e incandescentes cruzaban el espacio con tremenda velocidad. Como una reminiscencia de la vida que acababa de abandonar, la primera vez que se vio venir encima, inesperadamente, uno de estos impetuosos aerolitos, experimentó un profundo terror y creyó advertir un movimiento de su antiguo cuerpo como para esquivar el golpe. Sin embargo, se dio cuenta de que estaba muerto, y de que estos fenómenos siderales eran inofensivos para su espíritu.

No podía quejarse de su fortuna. Aquel suave deslizamiento por el éter le llenaba de optimismo. Era un viaje encantador, sin las comodidades de cualquier viaje humano. Se acordaba de la larga espera en la cola de las taquillas de las estaciones; del peligro de la carbonilla; del polvo de las carreteras; de los baches y de los 'pasos a nivel, y no podía por menos de reconocer las ventajas de esta otra manera de viajar. Además, nada apetecía, porque todo se le daba por sorpresa. La mente había acabado por aquietarse. No se le ocurría ahora buscar la razón de ser de las cosas. Se sentía como desposeído de sí mismo, sin libertad, ni deseos, ni inquietudes. Supeditado a una fuerza ignorada, cuyo sentido y origen no trataba de discernir. Sumido en la Voluntad absoluta, cuyas leyes o principios desconocía. ¿No sería todo esto el trastorno propio de un lúcido y potente entendimiento al que fallan de pronto todas sus normas discursivas?

Reconoció la inutilidad de cualquier esfuerzo por desentrañar, en aquel trance maravilloso, el porqué de los fenómenos circunstantes. La ciencia que había conseguido almacenar tras muchos años de largas vigilias, iba dándose fuertes encontronazos en aquel piélago insondable, como desencajada de sus propios elementos. Asistía a un espectáculo de una remota afinidad, al parecer, con las cosas de la Tierra. Incluso sospechó Itacos que, si aún descubría semejanzas entre este mundo y el otro, obedecía simplemente a una falta de aptitud de sus sentidos para ver las cosas como eran realmente. A poco que los ojos se ejercitaran en la contemplación de esta naturaleza sideral, irían descubriendo formas y acaso dimensiones nuevas. Los colores se desdoblarían en una infinidad de matices. El sonido tendría muchas vibraciones, y una escala de tonos más rica y variada. Las figuras adoptarían distinta materialización con lo cual se enriquecía la ciencia del espacio.

Detúvose un momento a considerar la pequeñez de la Tierra y confirmó una vez más, la risible vanidad humana. Desde el punto que ocupa Itacos en el espacio, nuestro planeta no era mayor que Venus, Marte o Júpiter, tal como estos se nos muestran. La claridad que despedía no admitía comparación con la luz resplandeciente de Sirio. Aunque esférica, como todos los cuerpos celestes, su redondez dejaba bastante que desear, y la inclinación de su posición respecto del sol le daba cierto aire de indolencia, que la hacía desmerecer de los demás astros. Itacos no podía comprender cómo antiguas civilizaciones habían creído que astros de mucho mas peso y volumen que la Tierra iban a girar en torno suyo. ¿No era algo así como suponer que los cogotudos reyes estuvieran siempre haciendo reverencias a sus vasallos o que el elefante fuese humillado por el ratón? Sólo la vanidad humana, el ensoberbecido espíritu de los hombres podía haber forjado tamaño disparate.

Este eutrapélico divagar de Itacos, entreverado de juiciosos reproches para nuestro planeta, viose interrumpido por repentina e inesperada aparición, de cuyos labios, pues también tenía forma mortal, aunque de rasgos poco precisos por efecto de la intensa luz que los delimitaba, brotaron estas palabras, dichas en un tono suave, e incluso afectivo, si se quiere:

-Nada temas, sabio Itacos. Déjate conducir.

El filósofo de San Marino, al verse conocido en la inmensidad de los cielos, no pudo disimular su sorpresa, ligeramente teñida de vanidad.

-¿Quién eres espíritu inmortal, ángel o demonio, que conoces mi nombre?

-No es necesario que lo sepas por ahora. Bástete saber que me llamo Ios, que no recibirás daño de mí, y que el demonio a quien acabas de nombrar, no puede llegar a estas alturas. Comprendo tu curiosidad y me adelantaré a satisfacerla en aquello que me esté permitido.

Itacos miró a Ios sin temor alguno, pues la declaración explícita y solemne que acababa de hacer no podía ser más tranquilizadora.

Observó nuestro filósofo que su peregrino acompañante estaba envuelto como en un halo luminoso, contrastando la cegadora claridad que despedía su cuerpo con la incierta luz del suyo, que más bien parecía hecho de jirones de niebla. La vestidura, si así podía llamarse, que le cubría, era de un color rojizo, de suaves pliegues y cimbria como recamada de rica pedrería. Bajo esta clámide vaporosa descubríase un cuerpo de proporciones varoniles, arrogante y hermoso, como el de un dios pagano. Mas nada había en su atavío, tejido de alquitarados y sutiles resplandores, que denotase la presencia de un dios o héroe gentil, que por otra parte-pensaba Itacos-, no habían existido más que en el mundo de la ficción poética.

-¿Puedes decirme dónde estamos?- inquirió nuestro filósofo con la voz todavía turbada por la emoción.

-En las proximidades del primer cielo.

-Entonces, y de serme permitido ver a Dios, ¿aún tendremos que recorrer nueve cielos?

-Nada de eso-le corrigió Ios-.Hay dos cielos tan sólo. Este a que nos dirigimos y el verdadero cielo, donde está Dios. El primer cielo es como la antesala del otro. Las almas necesitan proveerse del sentido de las cosas divinas y conocer el lenguaje de la verdad.

-¿Pero siempre ha sido así?-pregunto Itacos, sorprendido-.¿O se trata de una reforma celestial por el natural prurito de simplificar las cosas?

-Itacos-exclamó Ios en un tono de severo reproche-,traes los resabios propios del tránsito de un mundo a otro; pero te advierto que esos chistes o extravagancias están aquí muy mal vistos.

-Perdóname, Ios, si incurrí en una torpeza impropia del momento-disculpóse Itacos-

-Entonces, La divina comedia...

-Es un poema admirable desde un punto de vista humano, y nada más-observó Ios, quizá con cierta displicencia.

Nuestro filósofo mostró deseos de cruzar el Paraíso si era posible, antes de penetrar en el primer cielo. También le hubiera gustado mucho visitar, uno por uno, aquella incansable multitud de astros que giraban en torno: Mercurio, Venus, Urano...Sería un viaje precioso, sobre todo en la amable compañía de un espíritu inmortal para quien, seguramente, ya no habría secretos.

-Tengo ordenes de no contrariar tus naturales inclinaciones-advirtió Ios, muy complacido-No todos los que llegan a este lugar merecen el mismo trato. Pero conocemos de sobra tu virtud. De tu saber no hiciste nunca mal uso. Lo adquiriste a fuerza de trabajo y sin pactar con el diablo.

-¡A propósito!-interrumpióle Itacos, profundamente emocionado de la gentileza de aquel mensajero o embajador de los cielos-.¿Qué piensas del Fausto y de su gran poeta?

-Nada bueno, Itacos. El doctor alemán es un mito sin realidad posible, y Goethe un soberbio endiosado, un Júpiter de pacotilla.

Pensó Itacos, que su excelso interlocutor era bastante adusto en sus juicios, más no se atrevió a insinuárselo siquiera.

Con lo animado de la conversación habían llegado a las puertas del Paraíso sin darse apenas cuenta de ello. ¡Qué inefable encanto aquel paraje maravilloso! En el camino recorrido por los espacios siderales la naturaleza ofrecía casi siempre un aspecto torvo, hostil, inhospitalario. Aparecía todo petrificado, muerto. Los mundos hallados al paso daban la impresión de no haber estado habitados nunca. ¡Qué diferencia ahora! El suelo tenía por encima una alfombra de verdor inmarchitable. Surcábanle de una a otra parte infinidad de arroyuelos que arrastraban en su corriente pétalos de rosas. El fondo, no muy profundo, de los cauces, era de finísima arena. A las orillas alzábanse robustos nogales y avellanos, cuyas firmes raíces desaparecían bajo el agua. Una luz copiosa y brillante filtrábase por entre las ramas, de dulce y beatifica sombra. A lo largo de rústicos y enarenados paseos crecían las flores más bellas y variadas, que prestaban al aire sutil su aroma embriagador y mareante. Se sentía la voluptuosidad de la naturaleza, el hechizo de una vida ardiente y desbordada. Fulgía la luz en la superficie clara de los regatos rumorosos y en el fastigio de los álamos. Sin temor alguno, con la seguridad de no ser perseguidos ni molestados, los cervatillos triscaban en los prados o se escondían en inexploradas selvas, donde jamás penetraba la luz. Legiones de pájaros entenebrecían momentáneamente el suelo al cruzar el aire. Saltaban sobre la hierba húmeda los herrerillos y las currucas, y los arañeros, y los papamoscas, picoteando las matas de tomillo, salvia y mastranzo. A lo lejos divisábanse onduladas colinas, y detrás como una barrera de montañas rocosas y centelleantes.

-No pensé jamás que la naturaleza pudiera ofrecernos un espectáculo parecido-proclamó Itacos, dando rienda suelta a su admiración-.La mano de Dios no puede estar más visible aquí.

Atravesaron delicioso collado, por medio del cual discurría un arroyo de linfa clara y plácida corriente. Unos ciervos saciaban su sed en las cristalinas aguas. Vino después un bosque de cedros por entre cuyas ramas apenas penetraba la luz. Itacos se paró a observar algunos insectos de policroma vestidura, que saltaban por el suelo. Abandonado tan refrescante paraje, salieron a un valle de vegetación espléndida y tropical. Carnosa y enracimada fruta pendía de los árboles. La sombra acogedora que éstos proyectaban era compartida por multitud de pacíficos animalejos. Todo el valle aparecía rodeado de altas colinas. La visión de tan hermoso lugar producía una impresión de misterioso sobrecogimiento. Llegaba hasta allí el rumor lejano de los arroyos, y la melodía del viento al precipitarse sobre los árboles y sacudirlos suavemente. La atmósfera era de una tenuidad asombrosa. Avanzaron hasta el centro del valle, cruzando las saucedas de dulce penumbra. Bandadas de estorninos y cuclillos discurrían bajo el cobalto del cielo. El aire encalmado, apacible, se llenó de sonoridad. Las aves canoras, henchidas de cósmico optimismo, alegres y dicharacheras, desgranaron en el espacio sus trinos cadenciosos. ¡Con qué raudo vuelo atravesaban por entre los abetos, descendían a despolvorearse las alas en los aguazales formados por las últimas lluvias, y acababan por perderse en lo alto!

Itacos se detuvo a contemplar la parsimoniosa comitiva de las procesionarias sobre la blanda hierba.

Iban andando con orden admirable, sin extraviarse en las desigualdades del terreno, ni adelantarse unas a otras. Del suelo subía un olor sofocante. Venía a ser como la cálida transpiración de aquella multitud de flores silvestres que se entrecruzaban en laberíntica formación. En el fondo de algunos arroyos había limpia arena, que arrastraba el agua saltarina o abandonaba en las floridas márgenes. Palmeras ingentes, cargadas de sabrosos dátiles, ofrecían contra los rigores del sol el octaviano asilo de su sombra. A la derecha y a través de un bosque de enhiestos pinos, llenos de majestad y señorío, con su ancha copa recortada en el azul del cielo y exhalando el tronco fuerte olor a resina, veíanse misteriosas grutas, donde las alimañas tendrían, de seguro su guarida. Un hermoso lago, como inmenso cristal que irradiase refulgente luz, servía de recreo a varios cisnes de níveo plumaje. El aire, blando y suave, rizaba el agua en las orillas, se recostaba sobre la fresca hierba de los prados y arrancaba a su paso por vergeles y frondas que la naturaleza improvisara como un tibio rumor de besos. Entre las grietas de las piedras, los lagartos, aletargados por la profunda claridad, estiraban el cuello al menor ruido, no por temor a un peligro que allí era imposible, sino por esa ingénita curiosidad propia de todos los seres creados. En la lejanía, confundido con el cielo, dilatábase el mar cual anchuroso estuario, ya que la enorme distancia no permitía la movilidad del agua, ni el rítmico galope de sus olas hacia la costa. De los oteros, resplandecientes como ascuas de oro, y en busca de la umbría, bajaban las ovejas, de blancos vellones, mientras un vientecillo burlón y mendaz, al cruzar los setos, simulaba la flauta de Pan.

Al borde de un ribazo alzábase un árbol de proporciones gigantescas, y a cuyo tronco, enroscada, había descomunal serpiente.

Itacos se paró a mirarla.

-¿Vive o está muerta?-inquirió sobrecogido.

-Duerme tan sólo, en la seguridad de que ninguna nueva doncella vendrá a turbar su sueño milenario-repuso Ios.

-Verdaderamente que nadie se explica la torpeza de nuestros primeros padres-aventuró Itacos.

Tras un breve silencio, y cuando ya abandonaban los linderos de aquel soñado paraje, que sirvió de marco a la liviandad de la primera mujer, observó Ios:

-Vamos a emprender una vertiginosa carrera a través del espacio. Para llegar al primer cielo, donde serás iniciado en los profundos secretos de la verdad, y sabrás, por último, cuál es el lenguaje de la ciencia divina, tenemos que recorrer una distancia que no podría ser medida por el pensamiento del hombre, en el tiempo que suele durar una vida, y en actividad constante. Cuantos cuerpos luminosos descubras en derredor, son desconocidos de los hombres. Hasta ellos no llega ni la simple vista mortal, ni la potencia de vuestros telescopios. La luz que irradian estos mundos tardará muchos siglos en llegar a la Tierra. Viven allí los filósofos y los poetas, cuyos espíritus son reformables. Pitágoras, Platón, Virgilio, Dante...Pasaremos de largo, porque, no purificados aún de sus errores, nos está prohibido comunicarnos con ellos. Están aislados, como en espiritual lazareto, sin que puedan trasponer los límites de su retiro, y pasarán muchos siglos sin recibir en los ojos la luz resplandeciente de la verdad.

Oyóle Itacos con singular atención y, llegado aquí su discurso, le interrumpió de esta guisa:

-No sé hasta qué punto será correcto hablar a estas alturas del espiritismo. Siempre me pareció una paparrucha impropia de filósofos sensatos. Pero la verdad es que en la Tierra se evoca constantemente el espíritu de estos grandes poetas y pensadores, y hay quienes aseguran entrar en comunicación con ellos.

-Haces bien prudentísimo Itacos, en repugnar esas creencias. Los espíritus que acuden a esas llamadas son absolutamente apócrifos. Ciertas regiones del espacio están pobladas de almas errantes, sin conocido destino, que extrañadas, por irreformables, de los astros habitados, van de una a otra parte, y en su vanidad ridícula adoptan nombres gloriosos.

-Es decir, que existe también la superchería en los espacios estelares-comentó Itacos.

Después, emprendieron la marcha. La tenue atmósfera que rodeaba el Paraíso, como vaporoso y sutilísimo velo, fue rápidamente traspuesta. Desvaneciéronse con fugacidad extraordinaria las imágenes de aquel inefable rincón, tan mal aprovechado por nuestros primeros padres. Los prados de fresca hierba, las temblorosas aguas de los arroyos, heridas por la luz cenital, los cervatillos, los pájaros y los insectos, allí quedaron sumidos en la dulce paz de una vida confiada y dichosa.

En el horizonte aparecieron varios puntos luminosos, de tan claros destellos, que nuestro filósofo pensó si sería la constelación de Orión. ¿No eral la más hermosa de cuantas ocupaban la bóveda celeste? Sin embargo, como no descubriera al sudoeste a Sirio, ni tampoco a Eridano, a su derecha, comprendió el error que padecía, del cual quiso salir con ayuda de Ios.

-Creí por un momento, amable Ios, estar a la vista del más bello asterismo de cuantos brillan en el cielo, pero reconozco mi equivocación. ¿Qué admirable grupo de estrellas es ese que tenemos delante? A medida que nos acercamos aumenta mi asombro. ¡Qué magnitud el de sus astros! ¡Qué radiante claridad lanzan en torno! ¡Qué tonalidades abarcan sus reflejos! Parece como si en su brillo cegador se hubieran fundido la esmeralda, el zafiro y el topacio.

-Has pensado que sería Orión-repuso Ios-porque, no atinando a desprenderte del todo de tu mísero bagaje científico, reputaste esta magnífica constelación como la más hermosa de cuantas brillan en el cielo.

Olvidas que, puesto a andar en el espacio a una velocidad superior a la que pueda concebir tu imaginación y durante miles y miles de años, nada habrías adelantado, ya que el espacio no tiene fronteras asequibles a tu esfuerzo. Despídete pues, de sus Hidras, de tus Aldebaranes, de tus Régulos y de tus Betelgues. Han quedado a la zaga, en una zona abierta a la observación de los hombres; hasta donde llegaron los cálculos y experiencias de vuestro ingenio. Renuncia de momento a saber si hay o no habitantes en Venus, en Marte o en Saturno. ¡Oh, mi respuesta confirmaría o desbarataría cuantas hipótesis construiste en largas actividades de tu espíritu soñador y afanoso!... Pero... no seas tan súbito y concentra por ahora tu atención en estos prodigios que nos rodean.

Nada exageraba Ios al hablar así. Los astros que brillaban sobre el horizonte, ora sueltos, ya agrupados en diversas figuras geométricas, avivaron en nuestro filósofo la punzadora inquietud de lo desconocido. Una de estas constelaciones tenía la forma de descomunal pentágono, de uno de cuyos lados arrancaba, como una cola o apéndice de centelleantes reflejos, cuatro hermosas estrellas. Con ser de poderoso atractivo la magnitud de estas individualidades celestes y la admirable disposición de cada una, llamaba más la atención de Itacos la variedad de tonos. Allí aparecían combinados con primoroso arte el azul, el ópalo, el rubí y el verde. Nunca se notó nuestro filósofo tan emocionado, tan sobrecogido, tan lleno de unción, como ahora, en presencia de este grande coloso del cielo. Junto a él había una infinidad de puntitos radiantes, que daban la impresión de partículas de oro desparramadas en el éter por mano invisible. Tras estos corpúsculos, muy refulgentes a pesar de su pequeñez, asociábanse otras estrellas en espaciosos cuadriláteros y triángulos. Más allá, enracimados confusamente, como apretado haz de piedras preciosas, divisábanse miriadas de astros, cuyo mecanismo inalterable expuso Ios en cifra y resumen. carecían unos de atmósfera, otros giraban con vertiginosa marcha y en dirección contraria a los más próximos. Los había también rodeados de un tupido velo de vapores que los colocaba fuera del tiempo, o con un hemisferio visitado por la luz solar y el otro en perpetua noche. ¡Qué cambiantes tonalidades¡ ¡Que contrastes más vigorosos¡ Anaranjado, opalino, rojo, como la sangre, verde eléctrico, escarlata, azul de zafiro. A ciertas distancias, en medio de esta muchedumbre de astros y como centro de ellos, mostrábanse otros de mayor magnitud y escintilización más opulenta, y derivando a la izquierda veíase una inmensa llanura despoblada de soles. Abismo insondable, ancho y profundo como un océano sin orillas.

Traspuesto en velocísima carrera este dilatado desierto, aparecieron nuevas constelaciones, de luz muy viva en su mayoría; y otras de desvaídos reflejos, como si un cendal las envolviera suavemente, para empalidecer sus irradiaciones. De súbito cruzaron el éter grandes masas cósmicas en ignición, y si deslumbraba la ráfaga luminosa, como cabellera al viento, que tras de sí dejaban, no era menor la sonoridad patética de su marcha. Itacos pensó si nuestro mundo sería también un fragmento desprendido del sol. ¿De dónde procedería aquella imponente ascua que acababa de pasar ante sus ojos? ¿Cuál sería su destino? ¿Disgregarse a su vez en sucesivos desprendimientos de materia y caer en algún otro planeta, o seguir las fases del nuestro e idéntico recorrido alrededor de su sol, y acabar en un mundo habitado por seres parecidos, con iguales ambiciones y miserias.

En este cavilar iba ensimismado cuando vio a su derecha ingente, proceroso, asterismo, que le dejó atónito. El paso presuroso que llevaban a través del grande océano del éter no le permitía ver con cierto sosiego cuantas hermosas unidades estelares o brillantes conglomerados surgían por doquiera. Más fue tal la impresión que recibió ahora, al advertir la figura de este nuevo titán del cielo, que detuvo la carrera para contemplarlo a sus anchas. Ios, que se había dado cuenta de su asombro, le dijo que aquella constelación descomunal se llamaba el Arbol de la Vida. No tuvo que hacer nuestro filósofo ningún esfuerzo para representárselo como tal. Una nebulosa, de luz blanquecina, era el tronco, muy corpulento y de arbitraria hechura. Partían del extremo inferior las raíces, formadas de asterismos luminosos que iban a perderse, como soterradas, en el infinito, y la ancha copa, con sus ramas cuajadas de hojas triangulares, se abría en abovedado dosel. Ninguno de nuestros signos zodiacales, proclamó para entre sí el filósofo de San Marino, tenía forma tan perfecta como este gigante. Ni el Toro, con la Pléyades encaramadas a sus lomos y la Hyadas sobre el testuz; ni Leo, amenazando devorar al Cangrejo; ni Escorpión, con su poderoso dardo y la bella Antares por su corazón, podían enfrentarse ventajosamente con el Arbol de la Vida, cuyas colosales proporciones, ancha y dilatada copa, tronco irregular y profundas raíces no admitían competencia alguna. Dos hermosos soles, como atraídos irresistiblemente uno por otro, giraban en sus amplias órbitas no muy lejos de la constelación de las Musas. Tenía ésta la forma de un dije hexagonal, que colgase de una cadena de tres eslabones. Diferían notablemente los destellos de estos nueve astros, así como su magnitud, a excepción de los que constituían la cadena, muy semejantes en el tono rojizo de su luz y en el tamaño. El último eslabón, por su claridad, recordaba a Venus visto desde nuestro mundo a través de la limpia atmósfera crepuscular. Sobre el fondo oscuro y aterciopelado del firmamento, las seis estrellas restantes despedían dulces resplandores. Además el nombre que Ios había dado a esta bellísima constelación evocaba imágenes idílicas y horacianas, juntamente con la severidad y crudeza de los hechos históricos, e incluso el pavor de la catástrofe. Allí estaba Euterpe, denotando en la transparencia de su luminosidad y en el verde esmeralda de sus reflejos de dulzura y el sosiego del campo, lleno de sonoridades y fragancia. Clío parecía un ojo muy abierto, escrutando los rincones más apartados del Universo, y Melpómene, con su luz roja, de sangre, ligeramente teñida de oro, predecía acaso un cataclismo sideral.

Como Itacos mostrase deseos de detenerse unos momentos-pues si bien no sentía fatiga ninguna, a pesar de la larga jornada interestelar, quería poner orden en sus ideas, bastante turbadas por las impresiones recibidas-,Ios decidió arribar al primer planeta que encontrasen en su camino.

 

Capítulo III


MIENTRAS TANTO, EN LA TIERRA...

La muerte de Itacos fue tema de conversación en todo París. La radio, con su gran poder ecuménico, difundió la noticia por el mundo entero, y la prensa, desde el artículo sesudo y la alta crítica, hasta el comentario frívolo de la hoja volandera o del periódico de buen humor, concedió atención preferente al extraño suceso. El caso no era para menos. ¡Ahí es nada la muerte de un filósofo en circunstancias rarísimas y sin que hubiera sido posible determinar, de momento, sus causas!

Excitada la curiosidad del público, todo eran cábalas y conjeturas. ¿Había muerto de muerte natural, si bien inesperada y de improviso? ¿Se trataba de un crimen, tan hábilmente preparado que hacíase difícil el descubrir el móvil y al asesino?

Periódico hubo que, ya en la pendiente de las hipótesis novelescas, dio por seguro que se trataba de un gran reclame a la americana, y que Itacos no estaba muerto, sino en estado hipnótico.

No nos sustraemos a la atención de transcribir el final del artículo:

"Mediten las autoridades y no cese la policía en sus investigaciones. Los sabios se han cansado de que la opinión pública no muestre el menor interés por las actividades científicas. En efecto, la gente se divierte demasiado. Se baila mucho, se come a dos carrillos, se frecuenta con exceso el cine y el cabaret. Pero nadie o muy pocos llevan cuentas con la labor paciente, callada y de todos los días, del hombre de ciencia. ¡Los sabios están hartos de tanto desvío y recurren a los grandes trucos de publicidad para ganarse la atención del mundo entero!

El gran filósofo de San marino no está muerto, duerme"

Muerto o no Itacos, el entierro se celebró si bien las autoridades dispusieron que el presunto cadáver quedase en el depósito durante cuarenta y ocho horas por lo menos. La ceremonia del sepelio tuvo singular resonancia. Formaban el cortejo nutridas representaciones del París oficial y culto. Autoridades, políticos, diplomáticos, académicos. En una palabra, todo lo de más viso y relieve que tiene su asiento en la gran urbe.

Iba envuelto el féretro en la bandera de San Marino. Rodeábanlo los bedeles de la Sorbona, y tras la presidencia, donde se veían chisteras y uniformes, una multitud heterogénea de hombres de ciencia, funcionarios públicos y curiosos. Sobre la caja, de caoba, con adornos de bronce, veíanse varias coronas. En una se leía esta dedicatoria: "El Colegio de Doctores de la Sorbona al primer sabio del mundo.” En otra: “Al súbdito más grande del Estado más pequeño". (...)

Mientras tanto, en el depósito del cementerio el doctor Laffayete , catedrático de Medicina legal de la Universidad de París, observaba a cada paso el presunto cadáver, si bien nada extraño advertía. Las autoridades habían creído conveniente, en vista de que el cadáver no presentaba señal alguna de descomposición, aplazar por veinticuatro horas más las diligencias de autopsia.

En cuanto Lavín se vió libre de las garras de la policía, se dirigió en compañía de Ossián, a la Estrella Azul.

Ardía Lavín de impaciencia. Su hipótesis científica de que la comunicación espiritual entre este mundo y el otro dependía no solamente de las aptitudes del médium, sino de la superioridad del espíritu evocado, iba a tener inmediata confirmación o habría que desecharla por irrealizable. Hasta ahora, y con la repulsa, quizás un poco impremeditada de algunos hombres de ciencia, el espiritismo se había reducido a experiencias vulgares. Un tintero que se vierte o la rotura de cualquier objeto de los que hay en la habitación. La mesa o la silla que se levanta incluso hasta seis pies. Unos instrumentos que suenan melodiosamente, sin que en el cuarto en que se hace la prueba haya ejecutante alguno. Y hasta fantasmas, si se quiere, que se filtran por las paredes, como en el Tenorio, y que mudos o picados del prurito de la elocuencia, dicen cosas sabias e imprevistas, o chirigotas para hacer reír a los presentes. Pero todo esto no podía satisfacer la curiosidad trascendental de un hombre de ciencia. Lavín pretendía otra cosa. De aquí que quisiese emplear en provecho de su teoría la muerte del gran Itacos. El era un filósofo de espiritismo y buscaba, si no la verdad absoluta, verdades fundamentales y eternas que nos son hasta ahora desconocidas. ¿Qué es el tiempo? ¿Qué es el espacio? ¿Existen otros mundos habitados? ¿Hay una cuarta dimensión? ¿Qué es la electricidad? ¿Qué es la materia?

Estas preguntas no podían ser contestadas por espíritus vulgares, sin preparación científica alguna.. Lavín estaba en la creencia, y así se lo había dicho a Ossián muchas veces, de que los espíritus que por lo general acudían a las evocaciones habrían pertenecido, en esta vida, a indoctos parlanchines: barberos, sastres, porteras... dados a la murmuración y al chisme. No había que esperar las mismas respuestas de Aristóteles, de un Laplace o de un Copérnico, si bien estos espíritus estaban más reacios a la evocación. ¿Qué ocurriría si el espíritu de un sabio en el que se juntaban todos los conocimientos humanos acudía a la llamada?

Lavín partía del principio de que una progresiva perfectibilidad del alma, aun cuando en el tránsito de un mundo a otro se pierda la conciencia del pasado, facilita la compresión de lo sobrenatural y la asimilación de todo orden nuevo científico, como un terreno bien abonado es promesa de fertilidad. Sin embargo, eran muchas las dudas que le asaltaban. ¿Qué tiempo tardaría un espíritu en conocer las verdades fundamentales? ¿Sería su lenguaje inteligible para nosotros? Lavín suponía que la pluralidad de mundos estaba encuadrada, por decirlo así, en una jerarquía científica. La transmigración de un mundo a otro respondía a un orden jerárquico de las almas. De igual modo que en esta vida no se puede pasar de teniente a general sin haber sido antes capitán, comandante etc., tampoco podía emigrarse de un mundo a otro sin atenerse a un orden jerárquico preestablecido. Creyente además, aunque a su manera, atribuía al espiritismo un rango de profecía divina, en virtud del cual se nos proporcionaban algunos conocimientos sobrenaturales.

Lavín y Ossián, tras mostrar al conserje de La Estrella Azul el carnet de socio, penetraron en la sala donde se realizaban las experiencias espiritistas. Ofrecía ésta singular aspecto. Unos paños negros tachonados de estrella, cubrían las paredes. El menos versado en astronomía habría reconocido varias constelaciones. En lo ángulos de la habitación había sendos maceteros de plantas exóticas. Un estrado o tabladillo al fondo, con una mesa en el centro vestida de terciopelo celeste, y sobre la mesa una esfera de cristal, tan grande como una pecera. Presidiendo la estancia había un retrato de Allán Kardec, que debía ser el presidente honorario de La Estrella Azul, y en medio de la sala un velador o mesa adivinatoria.

En la habitación adonde no llegaban los ruidos de la calle, reinaba un silencio absoluto.

Ossián estaba profundamente pálido y Lavín a pesar de su aparente serenidad, era víctima de terrible inquietud.

-¡Oh Itacos!... Espíritu inmortal; pozo sin fondo del saber humano; cofrecillo de sándalo con la quintaesencia de las ideas; luz clarísima; llama de inspiración; vértigo del alma; espejo de bruñida y tersa superficie a donde van a mirarse la poesía y la ternura... acude a esta evocación del más humilde admirador de tu ciencia-exclamó Lavín con emocionado acento, los ojos como en éxtasis, fijos en el hermoso Orión, que, de cuantos grandes asterismos brillaban en los cuatro lienzos de las paredes y el abovedado techo, era el más atrayente, y todo él dominado por un tremendo desasosiego.

Silencio absoluto.

Comprendo tu sorpresa, ¡oh filósofo de San Marino! - prosiguió Lavín, sin descorazonarse por la falta inmediata de respuesta-. Poner en ti la mirada, reclamar tu presencia aquí, y que sea yo el que te evoque, el más ignorante de los filósofos, gusanillo de luz que desaparece en el fulgor de tu sabiduría, ha de sorprenderte por fuerza. ¡Arrancarte de la meditación y del ensimismamiento, ahora que todo tu espíritu está bañado en claridades de orto!... ¡Oh Itacos! Asteroide ideal perdido en el inmenso cielo de la verdad absoluta ¿Qué secretos ignorarás ya? ¿Qué fronteras no has transpuesto aún? Las Madres de que nos habló Goethe te arrullarán en su seno. Brisas suaves y deleitosas refrescarán tu espíritu. Has abandonado para siempre las tinieblas y eres una partícula más del océano de luz que te rodea. Pero no olvides a tus amigos compañeros que se afanan por poseer, sino la verdad absoluta, inasequible a nuestra pobre inteligencia, las leyes o principios de ciertos fenómenos inescrutables para el hombre. Acude, pues, a nuestro llamamiento. Despréndete de la brillante Sirio, de la clara y hermosa Rigel, o de cualquiera de las centellicas del Cisne, con sus alas abiertas sobre el fondo blanquecino de la Vía Láctea...

Profundo y aterrador silencio.

-No desespere usted- le alentó Ossián, que junto a él, ardía de emoción-. Recuerde usted el caso de Bernardote Palissy-observó, en un alarde de erudición muy en su punto en momento tan trascendental como aquél-. Sólo después de echar al fuego el entarimado de su casa e incluso los muebles, que los haces de leña acumulados junto al horno, habían sido insuficientes, consiguió que el esmalte se derritiera. (...)

Aquel incipiente fantasma que tenían delante denotó ahora en su figura ciertos rasgos humanos. Parecía tener extremidades, alguna más consistencia y el color negruzco de una aparición fantasmal. Movíase de una parte a otra como un trozo de tul que el aire empujase a su capricho. Pero estos movimientos desordenados se hicieron tan inteligibles a la razón de nuestros héroes, que Lavín observó:

-Hay que desechar la idea de que este extraño ser que tenemos delante sea la nueva materialización de Itacos. Ni sus ademanes, ni esos movimientos oscilatorios a que con tal fruición se entrega, convienen con la sensatez de nuestro antiguo camarada. Más bien parece el espíritu de una odalisca o bayadera en quien, a pesar del tránsito de una vida a otra, se diesen algunas reminiscencias lascivas.

-Interroguémosle-propuso Ossián- y saldremos de dudas. Si eres un ser espiritual y aciertas a comprender nuestras palabras- añadió, a la vez que se encaraba con él-,dinos de dónde procedes, cual es tu naturaleza y el cometido que vienes a realizar junto a nosotros.

La respuesta fue una descarga de sonidos melódicos. Música extraña, desde luego, tanto por la confusa calidad de los sonidos, como por la voz o instrumento que los producía. Había, además, en ella algo de burlesco y zumbón que hizo exclamar al escocés:

-Si eres el espíritu de Offembach y quieres embromarnos con tu música bufa, pierdes el tiempo. Hemos venido aquí para cosa más trascendental. Déjanos, pues, que no está el horno para bollos.

-Permítame usted, Ossián, que le diga que con ese método simplista de usted no se va a ninguna parte-intervino Lavín, en un tono de suave reproche-. ¿No ha pensado usted que pudiera ser la música el lenguaje de la verdad absoluta? ¿Por qué no ha de ser el sonido la manifestación sensible de una idea abstracta?

-¡Raspas¡- exclamó el escocés-. Por si fueran pocos los problemas que tenemos planteados en este instante, viene usted ahora con una preocupación más. ¿En virtud de que ley física nos sostenemos en el aire? ¿Por qué somos insensibles a la temperatura que nos rodea? Si estamos en el vacío absoluto, ¿cómo oímos nuestras palabras? ¿Acaso necesitamos nuevos motivos de reflexión? Me dirá usted que todo lo que nos es desconocido pertenece en cierto modo a lo sobrenatural, ya que el hombre no es la medida de las cosas, sino en una parte ínfima de ellas, y nada importa que determinados fenómenos sean propiedades de la materia si ignoramos la naturaleza íntima de esas propiedades. Pero esta explicación no puede satisfacer a un filósofo. Pero si estuviera nuestra mente sin objeto adecuado en qué emplearse, me sugiere usted la idea de que la música sea el lenguaje de la verdad absoluta. Es decir: do, re, mi, sol. Ya tenemos la formula de la materia. Mi, fa, re, do : esto es el tiempo. ¿Que qué es la cuarta dimensión?...La, do, re, mi. La ocurrencia de usted no puede ser más peregrina- remató Ossián, lanzando como contera de su discurso una ruidosa carcajada.

-No sea usted chiquillo y venga usted a razones-le amonestó Lavín, sin tomar a mala parte aquel desahogo del escocés-. ¿Ha pensado usted alguna vez en las relaciones que podrían establecerse entre el número siete y las cosas? Pues siete son los signos del abecedario musical. Ve usted en el número un elemento de contar, pero no ve usted que es esencialmente metafísico. Los neoplatónicos procedían a la inversa. El Unum de Plotino es el principio y ser de todas las cosas. Los antiguos filósofos de la China, adelantándose a los pitagóricos, hacían del número impar un número perfecto y celeste, y del par número finito, incompleto y determinado. El tres servía de base a una de las más grandes concepciones teológicas, a la triada de Platón y al Macrocosmos, tal y como era concebido por la ciencia místico-cabalística de la Edad Media, con sus tres mundos: el terrestre, el celestial y el supradivino. El cuatro, como número par, es limitado y terreno, de aquí la teoría de los cuatro elementos, y el cinco, con la forma de una estrella, aparecía como signo cabalístico en el umbral de magos y hechiceros.

Otro extraño y maravilloso suceso vino a complicar la situación psicológica de nuestros héroes. El espacio se pobló de instrumentos de música que, envueltos en una claridad difusa, blanquecina, irradiaban dulces destellos. Bastaría ligera idea de los elementos de una orquesta y de su colocación para comprobar fácilmente que aquí se habían observado las mismas reglas. De una parte estaban los instrumentos de cuerda, de otra los de madera y a seguido los metales. Formaban un gran círculo, y en el centro, graciosa y alada, como vilano a merced del viento, una batuta. La particularidad de este fenómeno, más propio de la magia que de lo suprasensible, consistía que por ningún lado aparecían los ejecutantes. La misma batuta, sin mano alguna que la moviese, agitábase en el aire, como si de este modo avisase a los instrumentos para que estuviesen prevenidos. Los saxofones, con su cuellos de cisne, despedían reflejos metálicos. El fagot parecía un anteojo vigilando la inmensidad de los cielos. Cornucopias de oro semejaban las trompas, y un ventrudo y cuellerguido contrabajo, con su caja de resonancia, recordaba la barriga de un hidrópico. Clarinetes y flautas simulaban gruesas diagonales trazadas por la mano vigorosa de un geómetra invisible. Los platillos tenían relumbres de ascua y los timbales diríase que eran pequeños hemisferios flotando en el vacío, como demostración de una extraña teoría cósmica.

Lavín y Ossián, que habían ido de sorpresa en sorpresa, no se inmutaron ahora lo más mínimo. El espíritu acaba también por acostumbrarse incluso a las cosas más extraordinarias. No podían, sin embargo evadirse a la preocupación de ser objeto de una burla. ¿Se habían concitado contra ellos todos los músicos de la posteridad? Lavín desconfiaba un poco de que cuanto les ocurría fuera la confirmación práctica de una suposición como la suya del lenguaje de la verdad absoluta. Ossián estaba seguro de ser víctima de un chiste, todo lo ingenioso que se quiera, de los espíritus burlones.

Moviéronse de pronto los instrumentos, como si, empuñados por unas manos invisibles, se preparasen para sonar. La batuta subió y bajó en el aire, y al mismo tiempo que tan singular orquesta ejecutaba la obertura más rara y hermosa que se puede concebir, llenóse el espacio de corcheas, fusas y semifusas. Eran como garrapatos de luz. Aparecían y se ocultaban, pero denotando en su febril actividad que respondían a los dictados de una mente ordenadora. ¡Qué interpretación más brillante¡ ¡Qué frases melódicas, suaves como el armiño¡ ¡Qué acordes profundos patéticos, henchidos de majestad¡ Los arcos de los violines, ya se dormían perezosamente sobre las cuerdas en un tempo lento, ya galopaban sobre ellas en esguinces prodigiosos. Corrían a cargo de las flautas de arpegios más difíciles. El oboe, con su lenguaje de égloga, dulce y aterciopelado, decía una ternura o un requiebro, y el fliscorno, hiriente como una daga, hendía el espacio con sus notas agudas.

A medida que avanzaba la ejecución se iba tejiendo en torno de los instrumentos un halo de luz. Y al conjuro de brillante acorde se pobló el espacio de formas vagas, etéreas, que fueron tomando consistencia humana. Parecían ninfas coronadas de flores y envueltas en vaporoso vestido. Empuñaban fragantes tirsos y entonaban cánticos llenos de juventud y de poesía. Detrás, prendidos de la fimbria resplandeciente de sus túnicas, venían zagales y faunos, con sus caramillos adornados de pétalos. Traían la fragancia de bosques umbríos y los murmullos de los arroyos y del viento. Unos sátiros, de morena tez, ojos lascivos y ancho y velludo torso, iban por el aire de una parte a otra, con la misma seguridad que cuando corrían entre los brezos y las carrascas del monte. Las bacantes, circuida la cabeza de rosas y pámpanos, derramaban el néctar de sus ánforas en el vacío. A su lado, deidades desconocidas, geniecillos y silfos mostraban sus cuerpos desnudos.

Otro acorde profundo, lleno de patética resonancia, y todo este tropel de seres extrahumanos tuvo bajo sus pies terreno firme en que asentarse. El espacio se pobló de formas. Onduladas colinas, grutas misteriosas, ríos de plácida corriente y limpio caudal. Era un mundo que nacía, con sus valles y collados y sus altas montañas, y su rica vegetación estremecida por el viento. Pero apenas los faunos, ninfas, bacantes y silfos se adueñaron de él, apagóse la bulla que hacían, esfumáronse los instrumentos, por el mismo arte que habían salido de la nada, y los seres y las formas desaparecieron, sin quedar de todo esto en el espacio más que una claridad tenue y difusa.

-Las ideas- observó Lavín, hondamente preocupado-son las nociones que tenemos de las cosas. Pero ¿quién no responde de que entre aquéllas y éstas haya una conformidad absoluta? No es menos convencional la relación que existe entre las ideas y las palabras. De todos modos hay una minoría de voces que, esencialmente imitativas, reproducen a las cosas por el sonido. Esta identidad, aunque no proceda de cuanto hay de fundamental en los seres y convenga más bien con determinadas modalidades suyas, pudiera ser un signo, todo lo problemático que se quiera, de la trascendencia metafísica del sonido. (...)

 

Capítulo IV

MELPOMENE

En un santiamén se vieron sumidos en la densa atmósfera de Melpómene, que de los astros visibles era el más cercano. Apretadas y oscuras nubes interponíanse al paso, no permitiendo que la copiosa luz solar bañara aquella región del planeta hacia donde iban nuestros intrépidos viajeros. Altas montañas medio en tinieblas erguían sus lomos ondulantes. El cielo aparecía manchado de grandes chafarrinones cárdenos, que contrastaban con el tono violeta del horizonte. Cuando el sol conseguía filtrar sus rayos, de viva e intensa luz, por entre los nublados, las crestas calcáreas de las montañas fulgían en resplandores. La vegetación era más bien raquítica, miseranda. Roquedas gigantes elevaban al cielo las aristas de sus cúspides. Hondos barrancos, cortaduras sombrías, como tajos terribles que un cíclope infiriera a las rocas, daban al paisaje cierta entonación patética. Parecía que la misma naturaleza se despeñaba hacia un abismo sin fondo. La vida apenas mostraba su semblante. Un mundo en período de organización, sin que las cosas amables, confortadoras de la vida en su plenitud, mostráranse por ningún lado. Todo era bronco, torvo, hostil. Los riscos desnudos, como torsos de gigantes; las simas profundas, llenas de la idea de la muerte; el cielo anubarrado, con manchas rojizas, de formas teratológicas. Ni la presencia del hombre, ni la simpática algarabía de los pájaros ennoblecían estos lugares. Hasta la luz solar, entenebrecida a su paso por la atmósfera densa y plomiza, contribuía también a ese no sé qué dramático, desconsolador, de la naturaleza. El viento, herido al chocar en su carrera contra las puntiagudas piedras, gemía lúgubre y tremante. A veces tenía cierta expresión humana que sobrecogía de espanto. Se hundía en las cortaduras, reptaba furioso, con asmático jadear, por ramblizos y laderas, y bajaba arrollador, impetuoso, como una tromba, por las vertientes, camino de los valles. Era una sinfonía llena de patetismo. Las torrenteras, en desordenado turbión, como dique al que quitaran las compuertas, tomaba parte también en el horrible concierto. Caía el agua con espumarajeante estrépito, de peñasco en peñasco, aprovechando las desigualdades del terreno para expandirse en nuevos torrentes. El héroe del paisaje era la roca, ya agrupada en inmenso riscal, ya sola como austero vigía. Una mar embravecida golpeaba el duro acantilado de la costa, sin que sobre aquella llanada de agua verdinegra apareciera embarcación alguna. Las olas, en furiosa acometida, como corceles de arbitraria forma, sepultaban bajo montañas de espuma los arrecifes cercanos al continente. Pensó Itacos, al verse rodeado de esta naturaleza bravía e indómita, que no estaba precisamente a orillas del Iliso, bajo la dulce sombra de los plátanos, pero ávido de poner cierto orden en sus ideas, habló así:

-No te sorprenderá , amble Ios, que intente restablecer la convivencia entre mis pensamientos, en los que reina terrible anarquía. Abandoné aquel pequeño mundo de donde procedo sin tener de ello conciencia. Sin embargo, conservo memoria de todo mi pasado, y el menor detalle, la más leve minucia, están bien presentes en el almacén de mis recuerdos. Esta sutil materia de que estoy compuesto,¿es humo, vapor, luz pasada por finísimo tamiz, emanaciones de los astros que nos rodean? Juraría haber notado algunos cambios en mi persona, como si dada la accidentalidad de la materia con relación al espíritu inmortal, fuese adoptando éste a su paso por el éter formas sucesivas y circunstanciales. Ardo, pues, en deseos de conocer mi materialización definitiva, ya que la que al presente tengo más bien parece de tránsito y, por ende, fugitiva y mudable. ¿Seré un gigante, como Gulliver? ¿Un enano, que mueva a risa? ¿Ganaré algo físicamente en la metamorfosis? Recuerdo que mi persona mortal tenía más de Tersites que de Apolo. ¿En virtud de que elementos naturales, dentro de mi nueva constitución, recorro estas distancias astronómicas? ¿Rige el tiempo para nosotros? ¿Estamos fuera de él? ¿De qué extraño alimento se nutre mi presente organización vital? No es menor mi impaciencia por saber por qué he muerto y de qué. Circunstancias insólitas debieron rodear los últimos momentos de mi existencia. De todos modos, no me inclino a creer que haya muerto de muerte violenta. ¿Una aneurisma, entonces? ¿Un derrame cerebral? ¿Un colapso?

No te atormentes en vano-repuso Ios, en un tono entre severo y socarrón-. Pretendes resolver con humano criterio científico las dudas que te asaltan, sin pensar que el bagaje de tu sabiduría de nada ha de servirte en este trance sobrenatural. Así como Santo Tomás para creer tenía que hundir sus dedos en las llagas del Señor, tú, para comprender los acontecimientos de que eres protagonista, echas mano de tu pobre ciencia y quieres hundir en las cosas que te rodean, y en ti mismo, los tentáculos de tu saber. Imagínate un sabio intentando medir el espacio, en cualquiera de sus dimensiones, con el metro que el comerciante mide sus telas, o tratando de averiguar con la vasija de una lechera la cantidad de agua que hay en el mar. No sería menos risible tu actitud si pretendieses poner orden en tus pensamientos sin otra arma que tu propia inteligencia. Despréndete, pues, del pesado lastre de tu sabiduría terrena, que nada ha de aprovecharte, si no es para entorpecer la marcha de tus ideas y sepultarte en más terribles dudas.

Seguía el vozarrón del viento lanzando agudos ayes y silbidos. De la costa llegaban también, como iracundo trafagar de un nuevo Polifemo, el ruido del océano, cuyas olas espumeantes batían sin piedad ni tregua, los acantilados. Las nubes sombrías, ya en huidizos crespones, ya en masas compactas, apenas dejaban al sol filtrar sus rayos por intersticios agujeros, a través de los cuales veíase un cielo bruñido como lámina de estaño. La adustez del solitario paraje, con la tremenda mole de sus riscos y sus tajos profundos, imprimía cierta pavidez al discurso de Ios.

-¿No ves-reanudó- cómo los grandes poetas, en virtud de una inspiración inconsciente, providencial o semidivina, forjan verdaderos prodigios, emancipando la fantasía de los ataderos de la razón? Un sabio hará infinitos cálculos, establecerá una ley física, combinará unas sustancias con otras, aventurará hipótesis, inventará, descubrirá...¡Ah, pero fracasaría ruidosamente en cuanto pretendiera imprimir a sus actividades un destino sobrenatural, ultrasensible o simplemente extrahumano¡ (...)

Esa multitud que acabas de ver-repuso Ios, sin dar gran importancia al hecho-es una manifestación política.

¡Oh ,prodigio de prodigios¡-exclamó Itacos., profundamente asombrado-. ¿Un frente popular, acaso?... ¿Un nacional-socialismo?... ¿Unos camisas negras?- y saludó instintivamente a la romana, con su desdibujado brazo derecho.

-Los distintos ensayos de humanidad hechos hasta ahora-observó Ios-han demostrado la fácil corruptibilidad del espíritu del hombre, si bien ésta no alcanza las mismas proporciones en unos mundos que en otros. Tan maleable condición humana, presente en todos los actos de la vida, ofrece más ostensiblemente su odioso perfil en la política, que es la actividad de un pueblo encaminado a su ordenación jurídica. Lo lógico sería que en la organización social de las humanidades interviniesen los más sabios, los más trabajadores y los más honestos. Pero la selección se hace algunas veces a la inversa, y el mal gobierno trae consigo el embrutecimiento y abyección de sus súbditos, o la revolución y la anarquía que, aun cuando parezca una paradoja, es una hiperestesia del sentimiento jurídico de los pueblos, que tratan de establecer por la violencia el imperio de la justicia y del amor, o, cuando menos, del respeto mutuo.

Mucho satisficieron a Itacos tan disertas razones, a pesar del fondo subversivo que en ellas había, circunstancia que le sorprendió bastante, si bien disimuló su extrañeza bajo un discreto silencio.

-Sin ir más lejos-continuó Ios, interpretando como signo de asentimiento y conformidad la actitud muy circunspecta de nuestro filósofo-,en este país de Melpómene, a donde hemos arribado, ha habido la revolución más cruenta que cabe imaginar. Nunca se aguzó tanto como entonces el sentido del mal, ni la codicia destructiva desatóse con tal ímpetu. Dueño y señor el pueblo de los resortes del poder, argüiale así a los poderosos: "Nada tenemos que oponer a vuestras doctrinas. Sin embargo para ponerlas en práctica pensamos que es más conveniente estar arriba que abajo, porque el orden, la disciplina y el respeto a la propiedad son más fáciles desde vuestras posiciones privilegiadas, que desde las nuestras"...

-¿Y qué hizo la clase pudiente al verse lanzada de sus posiciones tradicionales?-inquirió Itacos.

-Preparar una nueva revolución.

-¡Ah, vamos-exclamó nuestro filósofo-, no era el fuero, sino el huevo!

Un relámpago, espejeante y cegador, como un brote súbito de luz a través del tenebroso celaje, inundó de claridad el cielo. Debió romper Eolo la atadura de nuevas odres, porque el enrabiado mar azotó los cantiles con mucha fiereza, y la voz del trueno trepidante y horrísono, despeñose por tajos, quebradas y ventisqueros. Un rayo, forjado en la fragua de Vulcano, zigzagueó entre las nubes y hendió después la roca, como hacha en manos de un cíclope. El aullido del aire y la furia del mar, cuyo torso gigante se elevaba o hundía a impulsos del huracán, anunciaba la proximidad de la galerna.(...)

El paisaje se había transformado por completo. Las agudas cimas de las montañas aparecían decapitadas y el ondulado trazado de sus cresterías estaba convertido en una extensa meseta. Ingentes moles de piedra, que antes mostrabánse en compactos núcleos, se habían precipitado por los despeñaderos, buscando su estabilidad en el fondo tenebroso de los barrancos. De la vegetación que cubría el suelo o aparecía en esporádicos brotes en las hendiduras de las rocas, no quedaba rastro; ni tampoco de los arroyos, por cuyos cauces deslizábase undoso líquido. Solo el mar seguía en su inalterable ser, si bien castigaba la costa con menor denuedo. Simas profundas habían desaparecido tras la epiléptica crispación de Melpómene. En cambio, en otro lugar se habían abierto espantosos cráteres, de los que trascendía un fuerte olor a azufre.

Atraído Itacos por uno de estos agujeros, exploró la vereda que conducía al fondo.

 

Capítulo V

EL INFIERNO

Penetraron en la oscura vorágine. Peligroso descenso para cualquier mortal, mas no para ellos, cuya extraña constitución les facilitaba el paso por ruta tan ríspida y temerosa. Densos y pestilentes vapores subían del fondo. Y apenas traspusieron aquella zona adonde aún podía llegar, si bien débilmente la luz del Sol, y menos todavía el suave reflejo de las estrellas, oyéronse, en tétrico maridaje de sonidos, ayes de dolor, y sacrílegas exclamaciones, de una parte, y, de otra, la ensorbebecida voz del trueno y el murmullo del agua, encallejonada en el lóbrego recinto.

Itacos, que había tenido un ligero presentimiento del lugar en que se encontraban, arguyó así:

-Siempre creí que el Infierno era un ex abrupto de la fantasía. Ficción de la que se sirvió Dante para ejercitar brillantemente su imaginación creadora y desahogar a la vez su hurañía atrabiliaria. Inclinada mi alma más al perdón que al castigo, hacíaseme muy cuesta arriba creer en esta ciudad del dolor, donde cada mortal culpable recibe la sanción condigna a sus pecados. Concebía yo esta sanción de modo más indirecto, suponiendo una transmigración del espíritu de unos mundos a otros, de manera que una mayor suma de perfecciones o la contumacia en el mal, en la vida anterior, nos deparase nuevo y adecuado ámbito. Teoría semejante justificaría la pluralidad de mundos y habría que desechar la idea restrictiva de que solo la tierra estuviera ocupada por el hombre, con lo que existiría evidentemente desproporción entre la magnitud de lo creado y su objeto, pues aunque la Creación es como el espejo que necesita Dios para contemplarse a Sí mismo, y su facultad creadora no pueda estar en suspenso, no serán menores su grandeza y su operabilidad si reconocen al hombre como atracción irresistible de ambas.

-Bien sabes, amado Itacos, que la doctrina que acabas de exponer es tan vieja como el mundo de donde procede. Primero la filosofía oriental, y después Pitágoras y Platón, creyeron en las transmigración del alma. He de lamentar que un pensador como tú, de reciente forja y universal renombre entre los sabios, adopte una teoría que fue arrinconada por la alta crítica filosófica.

-Si he de decir verdad-replicó Itacos, sin echar a mala `parte la reprimenda-, más me enamora esta doctrina por la poesía que encierra, que por su solidez científica, pues no he olvidado el Secundum pythagoricas fabulas, de Aristóteles.

Acababa de trasponer un desfiladero retorcido y angosto, que tenía por techumbre la más negra noche. De los mechinales abiertos en sus ásperas paredes salía nauseabundo vapor, el cual se extendía por el estrecho pasadizo, haciendo el aire irrespirable y denso. Como recostada sobre la dura roca había varias sombras en actitud reflexiva y doliente, que no interrumpieron su silencio ante la inesperada presencia de nuestros héroes. Desembocaba el desfiladero a la orilla de la laguna Estigia, que afilándose en uno de sus extremos, afluía al caudaloso Aquerón. Meciéndose sobre las turbias y movedizas aguas divisábase un vaporcito y, junto al timón, el hosco y membrudo Caronte. No era fácil reconocerle, pues tocábase con un gorro marino, de algo así como piel de foca, bajo el cual aparecía su encrespada cabellera, y ceñíase a su cuerpo musculoso embreado impermeable.

-La semejanza que hay entre este vaporcito y los que hacen el recorrido de Salerno a Amalfi-observó, juiciosamente, Itacos- , y el nuevo aspecto del viejo Caronte, que parece más bien un lobo marino o pescador de la Bretaña, que el famoso barquero de la laguna Estigia, aleja de mí la idea de estar como si dijéramos, en la antesala del Tártaro. ¿Podrás decirme la razón de estas mudanzas?

-En efecto, ha habido necesidad de introducir aquí algunas reformas, para aliviar en lo posible la ímproba tarea de este malhumorado y rijoso vejestorio. Cada día son más las almas que solicitan sus servicios, y la barca que las transportaba de una a otra orilla era insuficiente, lo cual no sólo dificultaba el tránsito, con las naturales protestas de las almas, sino que hacía prorrumpir en iracundas palabrotas a Caronte. El vaporcito, como verás, es más amplio y más rápido. la nueva indumentaria de Caronte obedece a su averiada salud y a la insalubridad de este sitio. Además no convenía, por una idea algo estrecha de lo típico y castizo, oponerse a la evolución de los tiempos.

Las almas que esperaban el momento de cruzar la laguna estaban tan abstraídas en la contemplación de sus propias tristezas, que poco o ningún caso hicieron de nuestros héroes. Pasaron éstos las renegridas aguas, a escasa altura de su superficie y en rítmico y acompasado vuelo, siguiendo después el curso sinuoso del Aquerón, cuyo caudal venía después a enriquecerse más adelante con el de dos nuevos tributarios: el Flegetón y el Cócito. El paisaje no podía ofrecer un aspecto más desolador. Las márgenes de estos ríos aparecían desprovistas de toda vestidura natural. Ni un árbol, ni una vulgar retama, ni una florecilla que endulzara o ablandase, al menos, la torva fisonomía del paraje. Las paredes de aquel ancho subterráneo eran como de almagre, y en su vahar constante enrarecían la atmósfera, haciéndola irrespirable y plúmbea. El murmullo del agua tenía un tono plañidero, como síntesis melódica de todos los suspiros, ayes y lamentaciones de las almas condenadas al fuego eterno. En los peñascos había entre sus grietas hondos abrigaños de fieras, y quizá, de haberse detenido a mirarlos, no habría sido difícil descubrir al Minotauro o al león de Nemeo. Ráfagas de aire espeso y hediondo hacían insoportable la estancia en aquel lugar, hasta donde llegaban también los ladridos horribles del tricéfalo Cerbero. De improviso rasgábase el tenebroso horizonte y unas lenguas de fuego, en libidinosa actividad, se retorcían, chisporrotean-tes, en el espacio. Esta luz inquieta, era profusa, permitía contemplar cuanto en derredor había. La naturaleza no podía ofrecer un cuadro más miserable. De las orillas de aquel río siniestro, que llevaba en sus cenagosas aguas las lágrimas de los protervos infractores de la ley de Dios, partían unas escalonadas laderas que venían a formar como una especie de anfiteatro o gradería. No tardó en poblarse ésta de sombras, las cuales, y procesionalmente, bajaban hasta la margen del río, cruzándolo a pie enjuto y desapareciendo en una zona oscura.

Ios se adelantó a satisfacer la curiosidad de nuestro filósofo.

-Son almas errantes, que no pueden comunicarse entre sí y que están condenadas a expiar sus errores con la meditación y el silencio absoluto. Ahí va el endiosado Empédocles, que vio en el amor y el odio dos fuerzas fundamentales, a cuyo cargo estaba la formación y destrucción del Universo, y que aspirando a la divinidad, se arrojó de cabeza al Etna; Anaximandro, precursor de Darwin y Häeckel, por cuanto sostuvo que el hombre procedía de un pez; Demócrito, que se arrancó los ojos para rumiar mejor su concepción materialista del mundo; Pitágoras, el gran matemático, enamorado del orden y disciplina de los números, que redujo la filosofía a un simple cálculo aritmético, y tantos otros pensadores que creían estar en posesión de la verdad y fueron sino víctimas del error y de la mentira.

-Ejemplar castigo, que deberían tener muy presente cuantos se dedican al noble ejercicio de la especulación filosófica-comentó Itacos-.Y si, como sospecho, entre las almas que acaban de pasar ante nosotros, están el dialéctico Zenón y los sofistas Gorgias y Protágoras, ¿qué tal llevaran sanción tan dura para ellos, como el verse despojados del don de la palabra?

Tras breve y angosto desfiladero alcanzaron un valle sombrío, al que no llegaba ya la canturria monocorde del Aquerón, ni el pestífero olor de sus aguas. La serenidad que aquí imperaba deprimía el espíritu, como losa de plomo. En medio de la hondonada alzábanse algunos árboles corpulentos, pero sus ramas estaban secas, denotando que la savia no fluía bajo la ruda corteza. Eran esqueléticas y monstruosas manifestaciones de una naturaleza muerta. El suelo mostraba inequívocamente su esterilidad, sin que el más leve césped lo cubriese, ni jaramago o hierbajo alguno interrumpiera la hierática presión del paisaje.

-Los egipcios, por ejemplo, tenían una idea menos severa del infierno-aventuró Itacos, íntimamente impresionado ante el espectáculo desolador que en torno suyo se ofrecía-. En el Ker-neter los muertos habían de cultivar grandes extensiones de terreno, y este celo y actividad disputábanse de mérito muy notable en la redención de las almas.

-¡Absurdo sistema, que hace del Infierno una especie de colonia agrícola¡ exclamó Ios, algo malhumorado-.No compares la lógica severidad de este lugar de expiación, donde las almas vienen a cancelar las deudas contraídas en el ejercicio desmesurado de la libertad, con el risible Ke-neter de los egipcios. Ni el recto sentido que en esta mansión del dolor damos a sus leyes punitivas, con la pantomima del dios Thoth.

Habían llegado al borde de un precipicio iluminado por débil y lejana llamarada. Parecía una boca inmensa que amenazase devorar a nuestros héroes. Sumidos en tan terrible fauce, descubrieron una sombra que, suspendida sobre el abismo, tenía en torno multitud de negros pajarracos. Batían éstos las alas para sostenerse en el aire, a la vez que con sus graznidos agoreros turbaban el temeroso silencio que allí reinaba. La sombra mostraba en sus decompuestas actitudes el profundo terror que debía sentir, aumentado por la vecindad de las carniceras aves, que no se limitaban a graznar horrísonamente alrededor suyo, sino que hundían en ella su puntiagudo pico y las garras, no menos temibles. Envolvíase la sombra en una airosa clámide, que la cubría hasta los pies. La expresión del semblante revelaba el vértigo del abismo. Unos ojos desmedidamente abiertos y excandecidos por el llanto eran el remate de aquel cuadro horrible.

-Es Pirrón, el desdichado escéptico-advirtió Ios, con acento compasivo-. Quien nunca dio crédito al testimonio de los sentidos, está condenado ahora a la impresión tremenda de verse despeñado y acometido, al propio tiempo, por los pájaros de Estínfalo.

La honda sima, de irresistible atracción, iba a dar a un valle poblado de sombras. Trafagaban éstas de una parte a otra, como si ocultos aguijones las hicieran moverse con febril desasosiego. Aguzábase la ancha hondonada en uno de sus extremos y el natural declive del suelo llevó a nuestros héroes a la puerta misma de una caverna, en cuyo frontispicio o dintel leíanse estas palabras: Sala de los Jueces. A cada lado de la rústica entrada había un Hecatonquiro, como guardándola de todo peligro que viniese del exterior.

Traspuesto el umbral, Itacos echó la vista en torno y quedo hondamente impresionado de la severidad del lugar y de la adustez de sus figuras más representativas, pues allí estaban Minos, Eaco y Radamanto, augustos e insobornables jueces; la terrible Némesis, vigilante, niveladora y rectilínea en sus juicios, y las tres Parcas, no menos incorruptibles a la adulación o al cohecho: Cloto, sentada frente a la rueca; Laquesis, imprimiendo con sus sarmentosas manos un movimiento rítmico al huso, y Atropos, más ceñuda y torva, si cabe, dando remate, con su tijera inexorable, a la vida humana.

Itacos fue mirando a cada una de estas encopetadas personas del Infierno. Minos tenía la contextura de un gigante. En la plasticidad de su figura señalábanse vigorosos los músculos. Blanca y tupida barba llegábale casi más abajo del tórax. Iba desnudo, sin distintivo alguno sobre su cuerpo, cuyo color tiraba a bronceado, contrastando, por cierto, con la nívea blancura de Némesis, que, arrogante y desafiadora, hallábase a su lado. Tenía cierta dureza en la expresión de la cara, de nariz que no podía ocultar su origen griego y ojos profundos e inquisitivos. Radamanto era menos corpulento. Aparecía sentado muy cerca de Cloto y diríase que estaba pendiente del acompasado girar del huso. Apoyaba la cabeza sobre la ancha mano izquierda-pelambruda y tosca como la de un patán-y en actitud indiferente, ora seguía los movimientos del huso, ya abarcaba con sus ojos la legión de almas que tenía delante.(...)

-¡Impresionante cuadro¡-exclamó el filósofo de San marino, con el alma llena de dolor.

De las paredes colgaban algunos objetos no muy inteligibles, debido a la escasa luz que había en la caverna. Itacos pudo distinguir los que tenía más próximos. Una corona y un cetro; una espada, cuya hoja aparecía teñida de sangre; una ganzúa; un collar de perlas-algo deteriorado, pero que debía haber sido hermoso-; una estilográfica; un plectro, y, en el suelo, una caja de caudales descerrajada.

-Esa corona que ves ahí-observó Ios, anticipándose a la curiosidad de Itacos-era de Macbeth. La espada, de Alejandro; el collar de perlas , de Margarita; el plectro, del Aretino. Con esa estilográfica que cuelga aquí, de la pared, se firmó el tratado de Versalles...

-No era la pluma muy buena que digamos-objetó nuestro filósofo, tras de mirarla un rato.

-Ni el tratado tampoco-repuso súbitamente Ios, y añadió-: La ganzúa que ves ahí, también tiene cierto carácter simbólico. Ya supondrás que no es la herramienta de trabajo de un caco cualquiera, sino de todos los cacos imaginables.

El tribunal había empezado a funcionar. Comentábase por algunas almas más entrometidas, tal o cuál fallo de los jueces, y como el murmullo de las conversaciones fuese como el zumbar de un avispero, Eaco impuso silencio a las almas. Allí estaban los sacrílegos y simoníacos, los prevaricadores, los hipócritas, los avaros, los corroídos por la lepra de la lujuria, los soberbios, los irascibles, los falsarios, los charlatanes...

-¡Orden!... ¡Orden, o mando desalojar la sala!-gritó ahora Minos con voz estentórea y descompuesto ademán.
No todas las almas aguantaban impertérritas los fallos terribles que dictaban los jueces. Las había que sufrían congojas y síncopes aparatosos, que liquidaba prestamente el impávido Eaco. En efecto, los castigos no podían ser más severos. Unas almas eran condenadas a devorarse a sí mismas las entrañas, que iban renovándose para que el suplicio no terminara nunca. Otras hacían de los ojos acericos. Otras habían de padecer el fuego lento, hasta achicharrase y empezar de nuevo. También se repetían las torturas de Tántalo, Ixión, Sísifo y las Danaides y los aplastamientos por pesadas losas en ignición. Entre las tremendas sanciones figuraba asimismo la lucha contra Anteo,en que las almas recibían el temible abrazo del coloso y eran por él tundidas sin piedad. Otro de los suplicios consistía en echarse en el lecho de Procusto, donde, a medida que iban menguando unos miembros, crecían otros, para soportar nuevas amputaciones. Algunas almas eran entregadas a la voracidad de aguiluchos gigantescos, de ojos diabólicos e incandescentes como brasas, o a los afilados colmillos del fiero jabalí de Erimanto, traído al infierno por Plutón para enriquecer los medios de castigo y hacerlos, incluso más variados.

Abandonada la Sala de los Jueces, prosiguieron su peregrinaje a través de la ciudad del llanto. ¡Qué diversidad de instrumentos de tortura¡ Desde el fuego lento en que los miembros iba abrasándose poco a poco, con voluptuosa delectación de las llamas y estrepitoso chisporroteo, hasta la voraz hoguera en que las llamas se consumían en un santiamén para resurgir, como el ave Fénix, de sus propias cenizas y ser devoradas de nuevo. Legiones de serpientes, de piel viscosa y ojos fascinadores, como los del dragón que guardaba el jardín de las Hesérides. Alicándones gigantes, que tenían garfios por patas, y de picadura más ponzoñosa que la de la víbora que mordió a Orestes. Ratas peludas y rechonchas, que apenas podían moverse debido a su gordura, y que roían a las almas desde el calcáneo al cerebro. Dragones, cuyo aliento flamígero y hediondo envenenaba el aire y elevaba su temperatura hasta hacerlo abrasador e irrespirable. Arañas monstruosas, con cuerpo y cabeza de mujer, como la ilusa competidora de Minerva; pulpos de piel fosforescente y ojos diamantinos, como dos destellos petrificados, que encerraban a los réprobos en el anillo de sus tentáculos poderosos.

Hidras horripilantes, que por el número de sus cabezas dejaban chiquita a la de Lerna, y que hubieran necesitado una docena de Hércules para morir a sus manos. (...)

Nuestros héroes habían llegado a un valle que, como todos los campos del Erebo, carecía de vegetación. El suelo, de un tono ocre, a causa sin duda de su calcinación, aparecía surcado de hondas grietas. Gozábase allí de alguna paz, pues ni los ayes desgarradores, ni las tardías protestas de arrepentimiento llenaban el aíre de su patética resonancia. Cerca de nuestros viajeros había un alma que bullía de un lado para otro, a grandes zancadas. Tenía unos ojos profundamente pensativos, la mano derecha sobre el pecho y un mechón de pelos en la frente. En torno suyo un enjambre de insectos la asaeteaban con sus acerados aguijones.

-¿No la reconoces-preguntó Ios a nuestro filósofo; y como éste tardase en responderle añadió-: Es Napoleón, que como verás tiene ahora que entendérselas con invencible ejecito de avispas.

-Pero...¿qué Napoleón?-inquirió Itacos-. ¿El de Córcega?

-No conozco más que un Napoleón: el de Austerlitz y el de Waterloo.

Súbito e inesperado incidente ahorró de las debidas explicaciones a Itacos. Sobre próximo altozano veíase un corpulento tronco de árbol, cuyas raíces, en su parte no soterrada, tenían forma de pies humanos. Dos brazos musculosos, nervudos, eran las ramas, y la copa, naturalmente desproporcionada, la cabeza de un hombre.

-¡Eh, almas de gentiles!- exclamó tan monstruosa aparición-. Venid a mí y no os asustéis de mi extraña figura. Vuestra ingénita elegancia y lo airoso de vuestras clámides declaran que debéis ser del Atica. Si sois filósofos, no os arriendo la ganancia. Aquí me tenéis, convertido en mitad alcornoque y mitad alma, purgando las torpezas de mi entendimiento. Dudo que me reconozcáis, dada mi forma actual y las profundas arrugas que surcan mi rostro, debido al eterno sobresalto de mi conciencia. Pues sabed que soy Valentino, el gnóstico. No anda muy clara esta memoria mía. Los años han ido consumiendo las luces de mi pobre inteligencia. Sin embargo, tengo bien presentes mis Eones... Parakletos, Pistis, Patriklos, Thélitos, Makariotes... ¿Lleváis prisa?... ¡Cuánto me agradaría echar una parrafada con vosotros!... Veréis; no es tan disparatada mi concepción del Cosmos, ni mi teogonía. Yo dije que en la formación del Mundo intervenían estos tres pricipios fundamentales: el principio hylico, el psíquico, o sea la vida animal, y el pneumático, esto es la vida del espíritu... Yo soy un pneumático... ¿Me comprendéis?... Quizás la forma un poco cabalística de mi doctrina sea la razón de esa polvareda que se ha levantado contra mí. ¿Es justo que un alma profundamente soñadora, más cerca de las ideas innatas de Platón que del realismo objetivo del Estagirita, sea la irrisión de cuantos pasan por aquí? ¡Un filósofo no tiene nada que ver con un alcornoque!... ¡Yo no soy un hylico, sino un pneumático!

Apartáronse nuestros héroes de aquel alma desventurada, y durante algún tiempo se siguió oyendo a Valentín:

-¡Eh, almas de gentiles!... ¡Yo no soy un hylico!... deteneos y disputaremos cuanto sea menester.

Ios aprovechó la triste situación del filósofo de Alejandría para preguntar a Itacos:

-¿Qué piensas de la filosofía?

-Aunque he sentido siempre inclinación a la especulación filosófica-repuso Itacos-, la filosofía me recuerda a Sísifo y a las Danaides. ¿Qué representa esta primera ciencia sino el esfuerzo del entendimiento humano por alcanzar la posesión de la verdad, sin que se nos depare otra cosa que una verdad fragmentaria, e incluso minúscula? Admitamos por un momento, que lo que fue un castigo de Sísifo, hubiera sido un acto voluntario suyo. De renunciar al intento de poner la piedra en lo alto de la montaña, no habría conocido la posibilidad de llevarla hasta cerca de la cima. También las Danaides tenían el dolor de ver como el agua que entraba por un lado del tonel salía por el otro. Sin embargo, siempre quedaba algo en sus paredes.(...)

-Asómate al borde de esta roca-díjole Ios al filósofo de San marino-. ¿No descubres en el fondo de esta pequeña sima varias almas, cuyo extraño rostro de cerdo habrá de producirte la natural curiosidad? En medio de ellas hay un niño hermoso, pero con la cabecita de cerdo también. Fácil sería identificarlo si paramos mientes en sus atributos: las alas, el carcaj, la venda sobre los ojos... El amor que simboliza este dios infantil no es como el sol, que ilumina las cosas sin destrozarlas, sino como el rayo fulminante, cuya luz es la muerte misma. Entre esas almas que rodean al niño del carcaj están Friné y Thais, la comediante Baltasara, Cleopatra, Margarita de Valois, Francesca de Rímini, Eloísa, Lucrecia Borgia...

-No sigas. Todas las carpantas de la posteridad-interrumpióle Itacos.

-Tremendo es su castigo-reanudó Ios, sin reprochar a nuestro filósofo la falta de eufemismo-.Ora las abrasa, con su aliento flamígero, un dragón de los que tienen su guarida en este roquedal, ya una víbora, semejante a la que produjo la muerte a Demetrio de Falero, clávales su diente venenoso, cuando no les dispara enherboladas saetas el porcino dios que ves ahí. Satanás, pérfido y burlón, las ha hecho creer que, mirándose a menudo en las aguas del Cócito, recobrarán su antigua faz. A tal fin recorren la enorme distancia que las separa del río, y van a mirarse en el turbio espejo de su corriente.

-Bien hace la sabiduría infinita en castigar tanta liviandad-repuso Itacos, al tiempo que las miraba con ojos severos-,entre el resplandor de los astros. ¡Ay, mi buen Ios, el adulterio había llegado a ser de buen tono, y con tal de no desdecir del mundo elegante, los pobres maridos llevaban su cruz con estoica resignación¡ Un español, amigo mío, lamentándose conmigo, en cierta ocasión, de que el adulterio había echado hondas raíces en España, decía: "Si Dios no lo remedia, el país de los burladores va a ser también el país de los burladeros..." Juego de palabras que encierra una cruel ironía.

Ante la bulliciosa sorpresa de las almas que advertidas de la presencia de nuestros héroes, hicieron ademán de huir, descendieron estos de la roca al fondo de la sima.

-Nada temáis de nosotros- exclamó Ios con voz persuasiva-.Somos espíritus puros. Este que veis a mi lado es Itacos, el gran filósofo de San marino.

-¿De San Marino decís?-preguntó la comediante Baltasara, la más entrometida de todas, debido sin duda a su antigua profesión-. No me suena este país.

-No es extraño-aclaró Itacos-. Se trata de un pequeño estado enclavado en la península itálica y próximo a las costas del Adriático.

Repuesta Eloisa de la súbita turbación sufrida, balbució con encantadora timidez:

-Bien venido seáis, si así puede decirse, tratándose de este lugar de expiación. Mi memoria conserva grato recuerdo de otro filósofo, de quien seguramente habréis oído hablar: Leonardo.

-Peregrino filósofo-confirmó Itacos-, que supo hacer compatible la aridez de la especulación metafísica con la miel hiblea del amor y de la galantería.

Ruborizase hasta el rojo el porcino rostro de Eloísa, la cual con el mayor disimulo posible, se escabulló entre las demás almas.

-¡Buen rajamanta estaba hecho el tal Leonardo!-exclamó Baltasara, muy desenvuelta.

-No hay hombre bueno, aunque se crea más sabio que Merlín y más justo que San Completo-adujo Lucrecia, mirando con ojos despreciativos a nuestros héroes.

-Los filósofos son unos pedantes-arremetió Margarita de Valois, mal encarada y retadora-. Prefiero un capitán de los ejércitos de Francia, con sus mostachos a la borgoñona y su espada de retorcidos gavilanes, a todos los sabios indigestos de la Sorbona.

-Homo hómini lupus, que dijo Plauto-aventuró, sentenciosamente, Francesca de Rímini, que era algo marisabidilla.

-Hasta el que parece un santito, trae bajo la estameña de anacoreta las ardentías del desierto-observó la famosa cortesana de Alejandría.

-No digáis bobadas-protestó Cleopatra, que hasta este instante se había mantenido a cierta distancia del grupo-. Para mí, Marco Antonio lo fue todo: el amor, la hermosura varonil, la audacia, el buen juicio. Pensad que todo esto estuviera a vuestro albedrío y que incluso altas razones de Estado fueran olvidadas en vuestro obsequio, en una noche de placer.¡Oh, cuán vivo está en mi pensamiento tu recuerdo, Marco Antonio!... Las rosas más frescas de Jericó, la rica púrpura de Tiro, los perfumes embriagadores de Bagdad, las perlas más hermosas de Ceilán y de Ormuz, y los topacios del monte Zabarca empleé en el adorno y atavío de mi persona, haciendo con tan poderosos elementos, más atrayentes e irresistibles mis hechizos. Los mejores vinos de Campania y de Lemnos, ¡oh, Marco Antonio!, te serví yo misma en lindos vasos de plata y piedras preciosas... Bajo el resplandor de los luceros en las tibias noches del estío, henchidas de misterio y voluptuosidad, te prodigué mis caricias más dulces y mis besos más apasionados...

-¡Basta ya, vulpeja empedernida embaucadora de incautos, contumaz e incorregible conculcadora de la ley de Dios¡-barbotó Ios, con voz tremante y apocalíptica, como si esgrimiese, en cada palabra, la clava de Hércules.
Al mismo tiempo el porcino Eros disparó contra ella todas las flechas emponzoñadas que tenía en su carcaj, abatiendo sobre el suelo, entre ayes de dolor, el ebúrneo cuerpo de la antigua reina de Egipto. Deshízose, como por encanto, el grupo de estas almas, que atropelladamente, abandonaron el fondo de la sima por una abertura o pasadizo que había entre las rocas, y que iba a dar a un ancho valle.

En medio de éste había una pequeña ciénaga, y sumergida hasta el pecho en el enlodado y apestosos líquido, aparecía un alma, cuya terrible tribulación salíale al rostro cetrino, de adusto y alargado perfil y ojos zahoríes, por la fuerza inquisitiva de su mirada.

-No te será difícil reconocer a esta alma-exclamó Ios, deteniéndose a la vez a contemplarla - si observas su severo perfil, la tez morena, tirando más bien a amarilla; la nariz larga y recta, y sobre todo los ojos, llenos de astucia y de pérfida penetración. Todo el mal que hizo con su famoso tratado, de una moral relajada y acomodaticia, está como en cifra y resumen en esa expresión ladina, zahareña, de su semblante.

-Tan bien me lo pintas-repuso Itacos-, que no puede ser otro que Maquiavelo.

-El es, en efecto. El espanto ha puesto un entredicho a sus labios. La humedad y la atmósfera malsana que le rodea ha envenenado su sangre, y el remordimiento atenaza su conciencia, haciéndola más sensible al dolor moral.

-¡Qué lástima que no contemplen este cuadro, para su enmienda y edificación- se lamentó nuestro filósofo-, los que a pesar del tiempo y de las mudanzas que impone la sensibilidad humana, siguen practicando las teorías del escritor florentino!

-Puesto que viene a cuento-dijo Ios, tras breve silencio-,¿quieres decirme que piensas de la política, esto es, del arte de gobernar un Estado?

-La política- declaró Itacos con decidido y resuelto ademán- es para los listos o para los bobos. Los unos hacen y los otros dejan hacer. La condenación que ha inspirado siempre la doctrina de Maquiavelo es un testimonio irrecusable de la hipocresía humana. La adulación, la perfidia, el engaño sutil, la moral un poco desenfrenada de los fuertes, son las armas que esgrimen los Estados en su utilidad, aunque después hagamos ascos de El Príncipe y busquemos su antídoto, por ejemplo en La Política de Dios de Quevedo, o en otro tratado parecido, fruto de la recta razón y del bien moral. En política se estima todo menos la austeridad: el talento, la habilidad, el dinero, la elocuencia, la diplomacia...Los hombres austeros son adustos, ásperos, incómodos, y en la gobernación de un Estado hacen falta hombres melosos y resbaladizos. Detesto la política porque dependiendo de ella, principalmente, la felicidad de los pueblos, los hace desgraciados. Divide a los hombres en bandos y los azuza entre sí, como a perros rabiosos. Envenena las instituciones más respetables, encargadas de mantener la paz entre los Estados o de ganar la guerra, si peligra el honor o la integridad nacional. Desnivela la balanza de lo justo, y la función más augusta, que es el respeto a la verdad, la convierte en la comidilla de la maledicencia. Posterga el verdadero valer, cuando está controlado por una austera moral, y encarama, en cambio, a la cúspide de la popularidad o de la riqueza, a los ineptos y a los dúctiles. Prefiere el barro moldeable, al granito... No reconozco en la política más que una virtud: la de poner a prueba la resistencia física y moral de un pueblo.

Maquiavelo, que, a pesar de su aparente ensimismamiento, no había perdido ripio de la palabrada de Itacos, exclamó, a la vez que sacaba y hundía la cabeza en el cieno:

-Cu-cu, cantaba la rana... Cu-cu, debajo del agua...

Tras un corto silencio henchido de profunda meditación, observó nuestro filósofo:

-¿Ha querido ser esto una ironía y se ha quedado en una cancioncilla de pueril intrascendencia?... Sea lo que sea, no es posible negar el espíritu de latente rebeldía que palpita aquí, como si las potestades del Infierno infundieran ánimos a los transgresores del bien para seguir menoscabándolo, pese a la severidad del castigo. Todo esto parece indicarnos que, de la misma manera que ciertos microbios resisten las temperaturas más altas, hay almas cuya inclinación al pecado sobrevive a la acción purificadora del fuego. ¡Ay, admirable Ios-exclamó nuestro filósofo, lleno de grandísima angustia-, cuantos problemas insolubles se plantean a la pobre mente humana!...

¿Tardaremos mucho en llegar a ese primer cielo que me has prometido, donde seré iniciado en el lenguaje de la verdad absoluta?

Después de calmar Ios la acuciosa inquietud de Itacos, prosiguieron ambos la marcha a través del valle, que aparecía ahora envuelto en densa calígine.

Traspuesta la llanada, venía un terreno rocoso, agreste, de profundos barrancos, que desaparecían de la vista en escalonado descenso. En las hiendas de los peñascos tenían su nidal las aves carniceras, cuyos graznidos siniestros ahilábanse o abultábanse entre las peñas. Del fondo de los barrancos subía como un sollozo el murmullo del agua, y de las tenebrosas espeluncas que había por todas partes llegaban los ayes de las almas, como un concertante terrible de voces veladas por el dolor. Allí sufrían los castigos más duros los herejes y los prevaricadores y los magnates que habían hecho mal uso de su privanza, y los tiranos, los mohatreros corroídos por la sórdida avaricia, y los hipócritas y falsarios... Una atmósfera resplandeciente a ratos, debido a los destellos de algún fugaz meteoro, o turbia y pegajosa, a causa de las constantes emanaciones del terreno, envolvía este paraje, ya destacando sus perfiles, ya desdibujándolos como en una pesadilla.

Arrastrados, de pronto, nuestros intrépidos viajeros, por negro y espantoso torbellino de aire y humo muy espeso, hundiéronse en honda sima. A medida que descendían, iba enrojeciéndose el espacio , como si estuviera iluminado por el vivo resplandor de un incendio. Deshízose la negra tolvanera que los envolvía, y vieron cómo el aire se llenaba de extraños seres, algo así como diablillos dotados de alas de murciélago, forma humana, bronceada tez y unos cuernos de macho cabrío en la frente. Alborotaban mucho con sus chillidos ensordecedores y maniobraban, con la misma soltura que los pájaros, en el ancho abismo que se abría a sus pies.

Más abajo, y también en nutrida legión, había otros seres semejantes, que tañían una especie de lira, tan rudimentaria como aquella que preparó Mercurio con la coraza de una tortuga y unos nervios de oveja, y que, más tarde, en las excelsas manos de Apolo y en reñida competencia con Marsias, había de lograr fama imperecedera.

El fondo del abismo era un ascua viva. Encendidas en hiriente centelleo las alas de los diablos, diríase que espolvoreaban luz en el espacio. Hundiánse estos en el abismo o sosteníanse a la altura de nuestros héroes, empleando en sus correrías cabalgaduras distintas. Dragones de poderosas alas y luengo y robusto cuerpo de serpiente, cuyo extremo inferior se aguzaba como acerada lanza, y veloces corceles, de una constitución parecida a la de aquel alado bruto que utilizaban los poetas para escalar el monte Parnaso. Otros diablillos, de expresión astuta y burlona iban a horcajadas sobre su propio tridente. Más abajo estaban los altos dignatarios. Belcebú, torvo e impetuoso, iba a lomos de un grifo. Belial, más cortesano en sus modales, conversaba con el fiero Moloch en lo alto de un roquedo que parecía despeñarse en el abismo, y el ambicioso Mammón cruzaba el aire sobre alígero corcel, de corpulentas alas. El fondo de la sima despedía unos destellos tan fuertes, que parecía como si en ella se hubieran derretido todos los soles que brillaban en el éter. Las rocas, por efecto de esta misma luminosidad, irradiaban áureos reflejos, y el aire resplandecía, como si el espacio estuviera lleno de polvillo de oro.

-Ese que ves ahí, encaramado sobre una roca y con varios diablejos alrededor suyo-observó Ios-, es Azazel. En medio de ese corrillo de cornudos que arrancan a la lira sus acordes más vibrantes está Chemos, tristemente célebre por su lujuria. Y sobre este corcel que corcovea y se encabrita, va Mulciber, prodigioso alarife del cielo, antes de la rebelión de los ángeles.

-¿Mulciber has dicho?-exclamó Itacos, como preguntándose a sí mismo. Y desvanecida la duda que le asaltase-: ¡Qué estrechas son las fronteras de la originalidad del ingenio humano¡ Este Mulciber que vemos aquí no es otro que aquél que Júpiter, en uno de sus coléricos arrebatos, lanzó del Olimpo. Kiuntsé es el Mitra de los persas y la serpiente de los Salivas de América es también el demonio o genio del mal.

-Extiende estas consideraciones al arte, a la literatura y a la filosofía-corroboró Ios-, y verás como con los dedos de la mano puedes contar las cosas verdaderamente originales.

Legiones de diablos, en velocísima carrera, cruzaban el ancho abismo. Esta actividad febril, unida a los acordes de sus instrumentos-liras, arpas, y algún caramillo construido con el tallo de las plantas que crecían en el fondo del Aquerón, de la Estigia o del Leteo-, llenaba el aire de resonancia. Al frente de las falanges de cornudos iban los cabecillas de la rebelión angélica. Gog desafiaba a los vientos en un alado corcel, de tantos bríos, al menos, como Bucéfalo y no inferior en su hermosura a Pegaso. El infeliz Abdiel-Abbadona, cuya atormentada conciencia le tenía en continua inquietud, cabalgaba sobre su propio tridente y, atraído por la vorágine de sus recuerdos, apenas se entera de cuanto ocurre en torno suyo. Magog, el primer precursor de la destrucción y de la anarquía, contemplaba desde prominente peñasco las evoluciones de los demonios. Y otros tantos magnates y próceres del Infierno iban de aquí para allá, plegadas las alas por valerse en sus correrías de grifos o dragones, o desmesuradamente abiertas para sostenerse con sus propios medios en el enrojecido espacio.

¡Tal muchedumbre de seres había de producir gárrula y desconcertante chillería, sin que fuera fácil entender aquel lenguaje caótico, entreverado de risas, de blasfemias y de gestos!

Transpuesta esta primera etapa del abismo, si así puede decirse, despoblábase de cornudos el aire y la ebullición y el desconcierto, trocábanse en orden y sosiego. Abajo, en el fondo incalculable de la sima, seguía aquel mar de luz escarlata. El espacio aparecía lleno de chispitas, como microscópicas emanaciones de un astro en fusión. Las grandes moles de piedra tenían un fuerte color rojizo, que les daba apariencia fantasmal.

Unas higueras salvajes, cuyos brazos esqueléticos remataban en nudos o muñones, pendían de las rocas, como pulpos del aire que extendiesen sus tentáculos poderosos en el vacío. ¡Impresionante espectáculo el de aquella terrible fosa, sin fondo conocido, iluminada de rojo fulgor¡ ¡Recipiente inmenso, fuera de toda medida humana, que parecía compartir con el infinito su abismal grandeza¡ Todo adquiría allí proporciones descomunales. Las rocas eran verdaderas montañas. Abismos las oquedades que había entre las peñas. Hiriente y cegadora, a pesar de su tono rojizo, la luz. Y patético, pavoroso, el silencio que reinaba en torno. La muerte misma no daría una impresión tan fuerte de no ser, como esta naturaleza en éxtasis absoluto. Nada había en cien leguas a la redonda, que promoviese en la mente una idea de actividad, de movimiento.

-Diríase que las cosas tienen un alma y que esta alma está en arrobamiento o en profunda meditación-balbució Itacos, íntimamente emocionado y rasgando con sus palabras la tersa atmósfera de silencio en que estaban sumidos-; Bergier, Tylor y Andrés Lang han escrito algunas páginas muy interesantes sobre el animismo...

-¡Bah, bah, bah¡... Monsergas de eruditos y de filósofos que quieren explicar y justificar todas las cosas-repuso Ios con visible desagrado.

Habíanse detenido sobre una enorme roca salediza, que amenazaba despeñarse en el abismo y cuya superficie era un amplio rellano.