INTRODUCCIÓN

La primera noticia que tuvimos de nuestro autor nos llegó en forma de sorpresa, la que nos produjo la referencia bibliográfica de un hispanista norteamericano en un estudio sobre Larra (1) Se citaba allí un libro publicado por la Diputación Provincial de Cáceres en 1960. Se titulaba Siete ensayos sobre el Romanticismo español y lo había escrito Pedro Romero Mendoza, que obtuvo con él el Premio Cartagena de la Real Academia.

Sus dos gruesos tomos, de amplio formato, están agotados desde hace mucho tiempo. Sólo con buenos contactos y no poca suerte se encuentra el segundo tomo en librerías de viejo.

Con todos sus defectos, que los tiene, los Siete ensayos siguen siendo una obra impresionante y asombrosa. Todavía hoy cuesta creer que en el páramo cultural del Cáceres de los años cuarenta y cincuenta se hiciera una obra así, de tan alto vuelo y tan alejada de la vana erudición local y localista, afecta a los blasones y otras curiosidades menores.

De aquella sorpresa inicial surge la curiosidad por saber más cosas de aquél ensayista, por saber, por ejemplo, cómo había sido posible aquella obra en aquel ambiente tan poco propicio.

No ha sido fácil cumplir ese propósito, porque, desde su muerte en 1969 a consecuencia de un accidente de automóvil, ha ido creciendo un injustificado muro de silencio y de olvido en torno a Romero Mendoza.

Hoy, explicable pero injustamente, Pedro Romero Mendoza es poco más que el nombre de una calle poco céntrica y unos cuantos objetos insignificantes en una vitrina de la Casa Museo Pedrilla (2).

Por eso se han ido levantando algunas voces en los últimos años reclamando mayor atención hacia la figura y la obra de Romero Mendoza, especialmente de su labor ensayística. Recordamos en ese sentido los artículos de Fernando Tomás Pérez (3) y de Miguel Hurtado (4)

(1) Jerry L. Johnson (ed.): Larra.Obras selectas. Clásicos Aubí. Barcelona, 1973, p.56.
(2) Esos materiales en exposición son los siguientes: una fotografía; el manuscrito de La intrusa (un relato que apareció en el volumen El chupao y otros cuentos); el texto que se titula  Autobiográfica y apareció póstumo como capítulo de Pensamientos y divagaciones; unos versos manuscritos-según la costumbre del autor-en la parte interior de un sobre: “Me gustan tus ojos negros...”, que se incorporaron a la edición  de ¡Quién tuviera de cristal el alma¡, y, finalmente, unos ejemplares impresos de los Siete ensayos sobre el Romanticismo español, ¡Quién tuviera de cristal el alma¡ y Pensamientos y divagaciones.
(3) Fernando Tomás Pérez González: “El ensayo en Extremadura.” Actas del VII congreso de escritores extremeños. Badajoz, 1997, pp. 161-182; y “El pensamiento en Extremadura durante el tránsito del siglo XIX al XX”. Revista de Estudios Extremeños, LIV, 1998, pp. 151-205.
(4) Miguel Hurtado Urrutia: “Siluetas desde el olvido. Pedro Romero Mendoza”, Hoy, 29-VIII-1999, p. 34.

HISTORIA DE UN AISLAMIENTO

Pedro Romero Mendoza había nacido en Cáceres en 1896. Hijo único de una familia de acomodada clase media, es un autor de pasmosa formación   autodidacta, que se negó a acudir al colegio y sólo aceptó tomar unas pocas lecciones de su tía (5). Suplió esa deficiencia formativa a base de una enorme compulsión lectora y con su poderosa inteligencia. Seguramente como compensación de su falta de formación académica fue hombre de curiosidad apasionada por los libros. Curiosidad que se va extinguiendo poco a poco, de forma paralela a algunas decepciones que frustran sus expectativas en el cerrado mundillo literario. Es posible que de la acción combinada de esos factores proceda su preferencia por lo viejo y la falta, no ya de identificación, sino de una mínima comprensión de la literatura contemporánea.

Pedro Romero Mendoza tenía una inteligencia inusual y debió de tener un secreto sentimiento  de superioridad frente a un ambiente de publicistas mediocres como el que imperaba en Cáceres en los años centrales del siglo XX.

Por eso es inútil buscar su rostro en aquellas fotos gregarias y anacrónicas de los homenajes a Gabriel y Galán en el cacereño paseo de Cánovas (5b).

En ésa época, años cincuenta y sesenta, Romero Mendoza ejerció una actividad crítica rigurosa y fue una figura relevante en el ámbito cultural de la provincia y aun de la región. Fue Director de Alcántara durante veinte años, los más brillantes de su historia, los años en que la revista fue exponente de la actividad cultural y literaria de Cáceres y de Badajoz. Si se analiza la lista de colaboradores, se verá que hay casi un equilibrio total entre las dos provincias.

Pero fue también hombre polémico, hosco y poco amigo de cenáculos y camarillas. El propio autor veía en la soledad y el aislamiento un deber moral del escritor:

El escritor debe preferir la soledad a la vida de relación. Las tertulias literarias, las charlas de café, las controversias y disputas en los Ateneos, suelen ser tiempo perdido y que se resta a la propia  formación intelectual.

El saber que se adquiere a lo largo de tales conversaciones es epidérmico y apenas si arraiga en nuestra conciencia. Nuestro mejor amigo debe ser el libro; nuestra mejor distracción, la lectura; nuestro mejor interlocutor, uno mismo, ya que una persona bien preparada intelectualmente tiene dentro de sí más de medio mundo por explorar.

La famosa frase de Schopenhauer: “Un hombre es un Robinsón abandonado” es una flecha que no da  en el blanco. Robinsón hizo mucho más en la soledad de su isla que lo que hubiera podido hacer en la mejor ciudad del mundo(6)

Si atendemos a su trayectoria biográfica y social, veremos que Romero Mendoza parece haberse ido desengañando y aislando cada vez más de su entorno, en el que participó activa e integradamente en su juventud.

En 1917 figura entre los fundadores de la Sociedad Literaria Cacereña (Ateneo literario). Acerca de ella escribe Miguel Hurtado:

Creada en 1917 por un grupo de inquietos jóvenes cacereños, entre ellos el dibujante Lucas Burgos Capdevielle y los escritores Edmundo Costillo Marín, Joaquín Criado Romero, Domingo Martín Javato, Ramón Quiles (“César Soledad”) y Pedro Romero Mendoza, con el apoyo en la prensa

(5)   Sobre esta cuestión , vid. Valeriano Gutiérrez Macías: “Pedro Romero Mendoza, un brillante escritor ignorado”. Revista de estudios extremeños,LI, 1995,pp. 515-523.
(5b) Vid. sobre este asunto Santos Domínguez: Memorial de un testigo. Editora Regional de Extremadura. Mérida, 2002, pp. 23-30.
(6) “El escritor” , en Pensamientos y divagaciones, pp. 186-187.


del músico Jacinto Cabrera Orellana y del poeta Juan Luis Cordero. Entre sus actividades incluyeron algunas representaciones teatrales en el pequeño escenario del cine de San Juan. Un repaso a la prensa de esta época aportaría-sin duda- los datos necesarios para poder elaborar una mínima historia, por ahora pendiente, como tantas y tantas otras de la historia cultural de nuestra ciudad. Hay una inmensa tarea por hacer para que no se pierda la memoria de quienes nos precedieron. Se diría que la historia más reciente de Cáceres no ha encontrado todavía un cronista atento(7).

En 1921 intervino en la creación de una Sociedad Filarmónica, de la que fue secretario. Los detalles nos los da otra vez Miguel Hurtado:
     
En 1921, una convocatoria firmada por Francisco Arozarena, Arturo Aranguren, Juan Muñoz Casillas, Narciso Maderal, Juan Caldera Rebolledo. Tomás Martín Gil, Víctor Berjano, Lucas Burgos, Federico Reaño, Jacinto Poza, Nicolás Pérez Ojalvo, Joaquín Herreros de Tejada y Eusebio Pita, logra que se constituya la Sociedad Filarmónica, movimiento impulsado indirectamente por el éxito de la Orquesta Pola.

Se intenta organizar en Cáceres uan Sociedad Filarmónica para la que se ha nombrado una comisión encargada de hacer las gestiones necesarias a dicho fin. Se han adherido entre otros Arturo y F. Aranguren, Tomás Pulido, Juan Muñoz Casillas, Dalmacio Torrellas, Adrián Caldera, Alberto Bazaga,, Aurelio Torremocha, Julio Fernández Silva, Francisco Ramos cadena, Antonio Mendoza, Manuel Pulido, Eusebio Pita, José Gomez Crespo, Jacinto Cabrera Orellana, Julián Murillo, Melchor Sáez, Germán Gutiérrez, Luis Pita,Federico Reaño,Luis Montalbán, Tomás Martín Gil, José Blázquez, Víctor Borjano, José Castel, Juan Caldera ...(8)

Poco a poco aumentan las adhesiones. Se constituye la Sociedad, reunidos los adheridos en el Teatro Principal, y se nombra Junta directiva: Presidente: Santiago Pérez Argemí; Vicepresidente: Julián Sánchez Mayoral (cuñado del pintor Juan Caldera), que estrenó la sinfonía compuesta por él mismo para la ocasión.

Ese mismo año fue nombrado director del Noticiero, órgano del partido liberal en que venía colaborando con el seudónimo Hugo Ruiz.

En 1922 funda la revista cultural Hispania, mensual y efímera, de la que se publicaron tres números entre mayo y julio de ese año(9).

En 1925 participa activamente en la fundación del Ateneo de Cáceres, proceso del que ha escrito Esteban Cortijo lo que sigue:

El Ateneo de Cáceres se fundó por un grupo de jóvenes intelectuales que deseaban tener una cátedra donde exponer públicamente sus ideas y opiniones.

Figuraron entre sus creadores D. Pedro Romero Mendoza, D. Emilio Martín de Cáceres y Cruz, D. Tomás Pulido Pulido, D. Emilio Herreros Estevan, Manuel Díaz, Emilio Martín de Cáceres, Tomás Martín Gil y otros.

Inauguró su actividad el día 12 de octubre de 1925 en el salón de actos de la Diputación Provincial, coincidiendo con el homenaje rendido a D. Publio Hurtado, al que se le impuso en ese día la Medalla al Mérito Provincial quien, por unanimidad, había sido nombrado presidente de la docta institución por considerársele la personalidad más representativa de la cultura local.

Inicialmente el Ateneo tuvo su domicilio social en la calle de Pintores número 30; después se trasladó al palacio del marqués de Monroy, en la plazuela de San Juan número 29 (10)
 
A partir de esos primeros años se aprecia en Romero Mendoza una tendencia cada vez más acusada al aislamiento y la soledad. En su ensayo sobre Azorín, en 1933, lo reconoce con estas palabras:

(7)   Miguel Hurtado Urrutia. “Los Ateneos de Cáceres”, en Boletín del Ateneo de Cáceres, 1, 2001, p.39.
(8)   Ibídem, p. 39.
(10) Esteban Cortijo: “El Ateneo de Cáceres”. Boletín del Ateneo de Cáceres, nº 0, 1999, p. 5.

Este aislamiento en que vivimos nos libra de los compromisos de loanza y aplauso que se fraguan en los cenáculos literarios (11)

Los familiares de Pedro Romero Mendoza, aquellos que lo conocieron personalmente y sus propias obras nos trasmiten la imagen de un hombre solitario, independiente y un punto extravagante, volcado en la lectura y la escritura.

Creemos que las causas de ese ensimismamiento tienen mucho que ver con sus problemas para abrirse camino en su pretendida carrera literaria, en su dificultad para encontrar editor. Y es que, con la única excepción de Siete ensayos sobre el Romanticismo español, Romero Mendoza tuvo que recurrir a costearse las ediciones de sus libros, en busca de un reconocimiento que obtuvo solo cuando la obra citada obtuvo el Premio Cartagena de la Academia Española. Y aún avalada por ese galardón, esa obra fue rechazada repetidamente por todas las editoriales a las que fue ofrecida. Al final, muchos años después de premiada, se imprimió en los talleres de la Diputación de Cáceres, después de una peripecia complicada y sinuosa en la que Romero Mendoza tuvo que sacrificar su orgullo (12).

En Pensamientos y Divagaciones, un libro que se editó diez años después de su muerte, Romero Mendoza explica paladinamente las causas de ese aislamiento decepcionado:
           
El escritor de provincia que logra cierta fama aspira siempre a que esta transcienda por lo menos al ámbito nacional. Si admitimos que la  literatura, salvo raras excepciones, es poco remunerativa, la celebridad será una compensación. La mecánica de la estimación pública es muy complicada. Muchas veces no sabemos por qué determinados autores gozan de una reputación envidiable. Lo primero que hacemos es examinar su obra y juzgarla. Si somos honrados habrá que aplicar un examen minucioso, llegamos a la conclusión de que estamos ante un autor mediocre. Las ideas son flojas; la forma descuidada; la preparación deficiente. No será extraño ver cómo las frases que unos dijeron se ponen en labios de otros; invocar mal un latinajo, que pudo omitirse si no se estaba seguro de su aplicación. Hay galicismos de pensamiento y de lenguaje, y alguna que otra garrafal torpeza ortográfica (...)
Me he pasado muchos años con las narices pegadas a los libros, he procurado- a pesar de mis muchas lagunas, que humildemente reconozco- nutrirme de los conocimientos más valiosos dentro de la esfera de mi actividad habitual. Me preocupo mucho la técnica literaria y no desdeñé el estudio del lenguaje. Dejo al lector la valoración de mis ideas. Ahí están en mis escritos.

No iba a ser yo una excepción en el orden de las aspiraciones respecto del más ancho ámbito público al que me referí antes. Sin embargo, todos mis intentos se frustraron. He sido algunas veces cultivador de la colaboración espontánea. Siempre obtuve el mismo resultado adverso. No se me echaron los trabajos al cesto de los papeles, ni se me devolvieron con unos fríos cumplidos de cortesía, pero en definitiva pocas veces  conseguí, por no decir ninguna, romper el círculo de hierro. En las cumbres de la vida esto es un poco descorazonador. Nos pasa lo que a esos enfermos que ven que se les acaba la vida y no han podido realizar un menester importante.

Tengo una escoba ideal a mi servicio con la que barro del alma todo asomo de envidia, de resentimiento, de amargura. Pero aunque tales entidades morales no estén dentro de mi corazón, hay en él a pesar de todo, sonando siempre, la voz de una elegía (13).

Reclamamos especial atención sobre este texto, porque aporta importantes claves acerca de la personalidad de nuestro autor. Se percibe en él, entre otras cosas, una constante mezcla de humildad y orgullo con su inevitable fruto amargo.

(11) Pedro Romero Mendoza: Azorín, p.183.
(12) Los detalles de esos rechazos editoriales y del proceso posterior para la publicación de los Siete ensayos en la Diputación de Cáceres pueden seguirse a través de los documentos que se conservan en el Archivo Provincial (Expediente 2137, nº 18).
(13) “El círculo de hierro”, en Pensamientos y divagaciones, pp. 169-170.
Por esa misma razón, uno de los capítulos de Crítica sin hiel va encabezado por esta significativa y caprichosa cita del Azorín nonagenario de Memorias inmemoriales (1967): “Los que no saben dibujar ni escribir son los que hacen las más admirables obras” (14)
Pero el dolor y la amargura son también acicate y un estímulo creativo:

No se me oculta que un pesar, un dolor puede ser un vigoroso acicate del alma. (...) Quitadle la amargura al corazón y le habréis quitado una de sus notas más bellas. La amargura es un paisaje interior que va desde la dulce melancolía hasta lo sombrío. (15)

Esa amargura la arrastró Romero Mendoza a lo largo de su vida y tiene su inevitable reflejo incluso en los títulos de sus obras de creación: Sombras, Angustia o Un hombre a la deriva son buena muestra de ese pesimismo existencial con el que contempla así mismo:

Desahuciado de la fama, preterido en un oscuro rincón de provincia, olvidado de los que pudieran auparte y mal visto de cuantos te rodean, sigues con la pluma en la mano, erguida como un mástil la voluntad e inclinado el corazón a perdonar todos los agravios (16).

No es nuestro propósito cerrar los detalles de una biografía de nuestro autor. Nos limitaremos a señalar que trabajó como funcionario del Servicio de recaudación de la Diputación de Cáceres en la capital y en Navalmoral de la Mata desde 1957 hasta su jubilación.

A la manera de aquellos cortesanos que soñó Castiglione en el Renacimiento, compatibilizó la actividad intelectual con el ejercicio físico y fue un notable deportista. Jugaba al fútbol cuando era football, practicaba el tenis con cierta solvencia cuando era todavía un  deporte minoritario que se practicaba en pistas de ceniza. Sus aficiones musicales y unas notables cualidades le permitían desempeñarse como barítono. Cantaba en la intimidad (en castellano) y, algunas veces, en público en celebraciones religiosas (17)

Su muerte ocurrió el 10 de Agosto de 1969, unos días después de sufrir un accidente de coche del que no se recuperó. Con ese motivo se publicó un número especial de Alcántara, en el que se hace un repaso por su trayectoria vital y literaria (18).
Pedro Romero Mendoza publicó mucho, unas diez obras, casi todas en los años sesenta, casi siempre a sus expensas, en autoediciones pagadas por él o por sus familiares en el caso de las tres que se publicaron póstumas.

Se acumularon especialmente las autoediciones en los años sesenta, inmediatamente después de la publicación de los Siete ensayos sobre el Romanticismo español. Se trata en consecuencia de una obra que circuló poco, en tiradas muy cortas y a menudo defectuosas y con abundantes erratas y defectos de compaginación.

(14) Crítica sin hiel, p. 353.
(15) Pensamientos y divagaciones, pp. 10-12
(16) “Elegía del escritor de provincia”, Ibídem, p. 79.
(17) Sobre estos detalles más íntimos de la biografía de Pedro Romero Mendoza el artículo más brillante, porque está escrito desde la emoción y el conocimiento directo, es el que publicó Miguel Muñoz de San Pedro con el título “¿Te acuerdas?” en el número especial de Alcántara al que aludimos en la nota siguiente.
(18) Alcántara, 156, 1969.

 

HISTORIA DE UN AISLAMIENTO

Las primeras novelas

Sus primeros libros, tres novelas, los publica en los años veinte. Son El padre Ramón (o La humanidad murmura) (1923), Sombras (1924) y Caminos de servidumbre (1926). Son, como el resto de su obra narrativa, novelas psicológicas y ancladas en una técnica decimonónica, más deudora de Valera que de Galdós o de Clarín. Una técnica bien aprendida pero evidentemente anacrónica en unos años en los que, impulsados por el Novecentismo, aparecían ya los primeros avances de la prosa vanguardista del Veintisiete. Se publicaron en autoediciones madrileñas y no tuvieron mayor transcendencia ni otorgaron a su autor el reconocimiento que buscaba.

Quizá eso explique que Romero Mendoza no vuelva a publicar más novelas y se aparte de tales experiencias narrativas durante largo tiempo.

El chupao y otros cuentos

En los años sesenta, después de un larguísimo paréntesis de casi un cuarto de siglo, Romero Mendoza va publicando uno tras otro hasta cuatro libros de distinto género y varia calidad. Seguramente ha recuperado la confianza en sí mismo tras el Premio Cartagena y la publicación de los Siete ensayos y se lanza a autoeditar (pese a todo tampoco encontró editor) los distintos materiales que ha ido elaborando en esos años de silencio literario.

Uno de esos libros es la colección de relatos que se titula El chupao y otros cuentos. Se publicó en 1963, pero reúne relatos de distinta época y diversa solvencia literaria. Los dieciocho cuentos que lo integran van desde aquellos de pluma más insegura e indecisa a los de estilo más suelto y maduro.

Como ocurre con sus novelas, la técnica en general es decimonónica y se mueve entre el costumbrismo externo y superficial emparentado con el relato pintoresquista de mediados del XIX (Estébanez Calderón) y una introspección que remite a los cuentos del realismo, sobre todo a los de Valera.

En muchos de esos cuentos hay un recurso técnico que queremos destacar: es la tendencia (posiblemente aprendida en los autores citados) a que los relatos se inicien de forma subjetiva con la intervención de un personaje.

Como en algunas otras obras de nuestro autor, a veces el rebuscamiento léxico acaba perjudicando a estos relatos y dificultando la lectura.. Esa afectación se convierte en un peligroso factor narrativo, al igual que el inverosímil tratamiento de personajes presuntamente contemporáneos que dicen “vuestras mercedes”(19) junto con expresiones como “ese va a dar que sentir, y si no al tiempo”(20) “chochear”(21).

O el llamativo caso de Rosarillo, una costurera que dice cosas tan inverosímiles como estas: “¿Cómo no intentas tu otro tanto?” o “aquello que constituya para ti el sacrificio más grande”(22).

(19) El chupao y otros cuentos, p. 12.
(20) Ibídem, p.11.
(21) Ibídem, p. 15
(22) Ibídem, p. 21

Quizá el mejor de esos cuentos es el que se titula No ha salido el sol, relato bien llevado de una pesadilla que en algunos de sus momentos más brillantes parece anticipar el Ensayo sobre la ceguera de Saramago.

                                             
Viaje al cielo

En 1965 es Viaje al cielo, que Romero Mendoza subtitula Poema épico-burlesco en prosa. La última obra narrativa que publicó en vida es una pintoresca mezcla de H.G Wells y de Divina Comedia (hay aquí también un recorrido por el Paraíso y por el Infierno, donde se va reconociendo a una serie de personajes a través de un guía que se llama Ios).

Un estilo arcaizante, con pronombre personal átono enclítico (“acordóse”), imitaciones de la sintaxis del Siglo de Oro (“como no descubrieran...”) y descripciones demoradas y tópicas, perjudican frecuentemente el texto y lo rebajan a puro ejercicio de prosa afectada.

Las constantes y excesivas alusiones mitológicas, demostración gratuita de enciclopedismo, junto con un léxico arcaizante (“arribar”) y los cultismos (“espelunca”)-algunos como “procerosas” (23) mal usado y aplicado además a las montañas-se mezclan con una desconcertante sucesión de estructuras largas y pesadas y frases telegráficas que intentan dar ritmo al relato.

Los personajes hablan como los de Zorrilla o Tirso y se tratan de vos (“Quién decís”). Espiritismo y astrología conviven en científicos que se dedican a invocar a los muertos y parecen Merlines de opereta.

Tampoco el argumento (una mera excusa para un recorrido superfluo por la mitología, la literatura y la filosofía) levanta el tono de la narración: Itacos, filósofo de San Marino, una especie de Dante decimonónico, no contemporáneo, es asesinado para que se ponga en contacto con el mundo de los vivos desde el más allá y les dé las claves de lo que es el espacio, el tiempo, la electricidad, la materia, la vida extraterrestre.

La solución reside al parecer en determinadas combinaciones de notas musicales. Itacos vuelve al mundo para dar esas claves, pero se le olvidan. Quizá este giro es el que justifica para el autor la denominación de “burlesco” para este pretendido poema, que finalmente es quizá la obra menos conseguida de Romero Mendoza.

Angustia

Hasta diez años después de su muerte no aparece otra novela, Angustia, enautoedición costeada por los herederos de Romero Mendoza. Se trata de una obra discreta y extensa, de más de quinientas páginas de enfoque psicológico y técnica tradicional en la que una vez más se percibe el eco de Valera, incluso en el gusto por un estilo arcaizante.

Hay en esta narración abundantes elementos autobiográficos que se reflejaran también en Un hombre a la deriva: la ambientación en Cáceres, los aprietos económicos, los rasgos del protagonista y de su mujer.

(23) Viaje al cielo, p. 60.
Don Marcelo Ponce, profesor de Instituto en Castra (Cáceres), es el insomne gruñón y analítico protagonista, trasunto del autor. Ha escrito algunos versos que son los de Romero Mendoza (24) y un libro que se titula Pensamientos y divagaciones (25).
La novela tiene un truculento desenlace en el suicidio del protagonista, que se anuncia en la portada con un árbol y una soga.
Más que los valores propiamente narrativos, queremos destacar en Angustia los rasgos de un oficio bien aprendido que se manifiesta en toda su soltura en la descripción de paisajes, como este de la Umbría de la Montaña:

   
Este encinar de copioso ramaje, una vez pasado el alto bardal de la finca, se extendía por toda la ladera de la montaña. A mitad de la vertiente y hasta la cima casi, empezaban los olivares. En las crestas de la sierra, veíase blanquear una ermita, cuya nitidez contrastaba con el tono áspero, agreste, de la vegetación y de los riscos circundantes. La umbría de este macizo montañoso, en cuya falda, de suave declive, estaba la huerta, aparecía salpicada de enlucidas casitas de recreo, a las que solían ir a pasar temporadas de campo algunas familias de Castra.

Mirando hacia el norte, erguíase la mole ingente de Gredos, con sus cumbres cubiertas de nieve buena parte del año. Era este lado del paisaje como un murallón azul, blanqueado en las cimas, en el que los ojos del espectador encontraban un límite a su avidez de infinito. A la derecha y dando vista a Gredos, se dilataba la pequeña cordillera que venimos describiendo. Terreno duro y fragoso, poblado de encinares y alcornocales, y como contraste de este arbolado achaparrado y viril, de un verde deslucido y parduzco, la elegancia señorial y el verde esmeralda de algunos pinos (26). 

O la parte oriental de la muralla cacereña vista desde los primeros repechos de subida a la Sierra de la Mosca:

Toda esta parte de Castra, a excepción  de algunas traseras de aseñoradas viviendas y del Alcázar y del Instituto, dos grandes y vetustos edificios, era triste y misérrima. Sobre la roca viva torreones desmochados, con profundos agujeros y mataduras, de un color de oro viejo. Casuchas sin lucir ni blanquear, o por el contrario enjalbegadas y brillantes, destacando su albor  del ocre de las otras. Huraños ventanucos, empinadas callejuelas, con distanciados escalones para suavizar la pendiente. Dentro de las mismas casas, declives atroces, que más parecían despeñaderos que vías de comunicación entre ellas. Y como además este lado urbano daba al saliente, a aquella hora de la tarde en que el sol había traspuesto ya las torres de San Marcos, tenía un aspecto, si no sombrío, adusto y hostil, como todas las cosas viejas y miserables si el sol no les presta el hechizo, la alegría de su luz. Al pie de este costado de la ciudad y ciñéndola en parte, había un cauce estrecho y fangoso, con olivos, naranjos e higueras en las orillas. Por dicho álveo corrían las aguas de la Rivera, que no tenían nada, ciertamente, de cristalinas ni rumorosas, pues más semejaba aquello albañal que arroyuelo.

Recostándose en el azul infinito, manchado de negros nubarrones, erguíase el campanario de San Marcos, el más prominente de todos; las dos torres gemelas de los Misioneros, la de Santa Lucía y la de Santiago, y en medio el Observatorio, con sus girantes anemómetros a la vista(27).

Como ocurrirá también en Un hombre a la deriva, Romero Mendoza tiende a disimular la toponimia urbana de Cáceres, que aun así es fácilmente reconocible, como se observa en estos ejemplos tomados al azar:

Iglesia de San Lorenzo (San Juan);
San Marcos (San Mateo);
Los Misioneros (La Preciosa Sangre);
Santa Lucía (Santa María);
Calle del Comercio (Pintores);
Arco de la Virgen (Arco de la Estrella).

(24) Angustia, pp.478-479.
(25) Ibídem, p. 480.
(26) Ibídem, 353-354.
(27) Ibídem, pp.356-357.

Como en otros casos que comentaremos más adelante, la buena intención de la familia al publicar la obra se malogra en una edición afeada por las frecuentes faltas de ortografía y otros descuidos.

LOS  ENSAYOS

Azorín

En 1933 publica Romero Mendoza su primer ensayo, Azorín. Ensayo de crítica literaria, llamativamente crítico con el autor de Castilla. Costeado al parecer por él mismo, apareció en la Compañía Iberoamericana de Publicaciones, donde en 1924 Machado había publicado Nuevas canciones y Alberti en 1929 Sobre los ángeles.

En su introducción a La ruta de Don Quijote dice  José María Martínez Cachero de ese libro: “Se trata de un ensayo en antipatía, injusto e incomprensivo más de una vez” (28).

Es, efectivamente, ensayo desabrido y destemplado, de una agresividad intempestiva, que evidencia una radical incomprensión del marco ideológico y estético en el que surge la literatura finisecular.

Tras un ataque al “ponzoñoso escepticismo de Nietzsche” (29), es constante la crítica del 98 y del Modernismo por su antiespañolismo y el rechazo de la literatura posterior al Realismo. “Confuso” o “extravagante” (30) son algunos de los juicios que le merecen a nuestro autor esos movimientos, de cuyos integrantes no parece tener mejor opinión:


Los escritores modernistas, que por un lado repudian la literatura clásica y por otro entran a saco en         
ella como vulgares ladronzuelos (31)

Romero Mendoza hace gala en este libro de una mentalidad neoclásica que abomina de Góngora seis años después del 27 con posturas propias de Menéndez Pelayo.

Frente a esa poesía, se hace elogio de Rivas y de Zorrilla (32) o de Campoamor (33).

“Galicista por el lenguaje y por la inteligencia” (34) dice Romero Mendoza de Azorín. Afirmación sorprendente cuando se aplica al noventayochista más plenamente enraizado en la tradición española.

Escrito con una aspereza inexplicable, en el libro abundan descalificaciones como las siguientes:

(28) Azorín. La ruta de Don Quijote. Cátedra, Madrid, 1998, p.67.
(29) Pedro Romero Mendoza. Azorín. Ensayo de crítica literaria, p. 11.
(30) Ibídem, pp. 12 y 13.
(31) Ibídem, p. 82.
(32) Ibídem, p. 57.
(33) Ibídem, p. 63.
(34) Ibídem , p. 15.


Falta de imaginación (p. 17)
ayuno de facultad creadora, de corazón para sentir las emociones de la vida (p.19)
Fáltanle condiciones de crítico para juzgar objetivamente las obras literarias (p.20)
/La obra de Azorín es un/ yermo páramo, disimulado, eso sí, bajo un tapiz de flores (p. 20)
impericia (p. 20)
falta de aptitud (p.24)
arbitrariedad literaria que intenta erigirse en ejemplar modelo, abatiendo los principios eternos e inconmovibles del arte (p. 41).
Las teorías literarias de Azorín arrojan /al lector/ ya en la irreflexión, ya en la extravagancia (p.48)
afirmaciones y deducciones peregrinas (p.50)
ineptitud (p. 58)
palabrada (p.63)
soflama de literatura demagógica (p. 63)
el impresionismo literario (...) constituye una tiranía que solo a la lírica se debe consentir (p. 65)
añagazas y supercherías de estilo (p. 77)
soporífera prolijidad (p. 78)
extravagancia y mal gusto (p. 86)
El secreto de su estilo está en la repetición de lo que ya hemos llamado tranquillos (p. 91)
La novedad de esta técnica literaria, de tan ilustre genealogía, estriba simplemente en la morbosa reiteración con que Azorín la cultiva (p. 92)
amontonamiento de palabras innecesarias (p. 93)

resabio modernista (p. 113)
alma manchada de pesimismo escéptico (p. 183)

Por si eso fuera poco, Romero Mendoza acomete una denuncia tan tremenda como frecuentemente equivocada de incorrecciones azorinianas, atentados a la sintaxis, empleos indebidos, anfibologías, pleonasmos, galicismos. Se intenta dar la imagen injusta de un Azorín descuidado con juicios como estos:

Desconoce nuestro autor, u olvida al menos, reglas tan elementales, tan rudimentarias como las atinentes a la concordancia del adjetivo con el sustantivo (p.11)
el poco respeto que al escritor de Monóvar inspira la Gramática (p.11)
Azorín (...) no cree en la eficacia de las comparaciones, abomina de la metáfora y de la brillantez
de estilo (p.126)
deformidades de la obra literaria de Azorín (p.183)

Este encono, evidentemente excesivo, debe de tener alguna clave extraliteraria. Quizá esa clave sea la defensa a ultranza de Juan Velera, “injustamente maltratado por Azorín” (35).

Desde este punto de vista, el ensayo contra Azorín no es más que un desquite y una defensa de Valera, que también  se había puesto enfrente del modernismo y a quién Romero Mendoza profesó admiración reverencial.

Pero junto con esas agrias descalificaciones, el libro incorpora un elogio del Azorín paisajista e impresionista, que concluye con los siguientes términos:

Cuando pase un siglo y la perspectiva histórica depure  y afine la figura interesantísima de este escritor, o mucho nos equivocamos o se le tendrá por original y glorioso, sin que falte tampoco, tras la enumeración de sus méritos, el cortejo de sus singulares extravagancias (36).
 
Con motivo de la muerte de Azorín, Romero Mendoza publica en Alcántara en 1967 un artículo (“Azorín. La sensibilidad literaria y el alma de las cosas”), que es una selección de dos de los capítulos-los más elogiosos- del libro de 1933, de los que respeta incluso los títulos.

Siendo extraordinariamente llamativo en sí mismo el tono desabrido de este ensayo, lo es más aún si tenemos en cuenta la enorme influencia de Azorin en el estilo de Romero Mendoza. Rasgos como la utilización de la segunda persona del plural para dirigirse al lector y envolverlo en una complicidad de miradas la acumulación de adjetivos en serie o un léxico delator son objeto muchas veces de un aprovechamiento evidente, cuando no excesivo.

Nota de los promotores de esta página web:
Creemos interesante invitar al lector a que consulte el apartado “documentos” en el cual encontrará una carta manuscrita- del que fuera Redactor Jefe de ABC- Francisco Sánchez Ocaña, dirigida al autor, con comentarios sobre Azorín.

Don Juan Valera

(obra digitalizada en www.cervantesvirtual.com)

En 1940 aparece en Madrid un nuevo ensayo de Romero Mendoza: Don Juan Valera. Estudio biográfico-crítico. Aunque había obtenido con él el premio Juan Valera de la Asociación cordobesa de amigos de don Juan Valera en 1935, tuvo que recurrir una vez más a costearse la edición unos años después.
Como anuncia el subtítulo, se aborda en el texto un análisis de la vida y el carácter de Valera, ante quien Romero Mendoza no escatima elogios de tipo personal. Lo mismo sucede con el estudio de su obra como poeta, humanista, crítico y narrador.

La parte más significativa del libro es la que constituye el capítulo IV: El buen gusto y el sentido común. Es el apartado en el que analiza la obra crítica de Valera y resulta particularmente interesante como exponente de las ideas estéticas de Romero Mendoza y de su comunión artística y literaria con Valera. Obsérvese, por cierto, que ese título remite directamente a los valores estéticos del Neoclasicismo.

Como Carlyle, como Valera, Romero Mendoza cree en los valores de una estética permanente, en lo que en Valera se ha calificado de “idealismo sincrético” (37), que admite los avances en la ciencia, pero no en el arte, inmutable, donde por tanto son imposibles (38).
Es esta una idea que aparece repetidamente en Romero Mendoza y que había aparecido en Los héroes de Carlyle y estaba en el fondo de toda la obra crítica de Valera.

Desde este punto de vista, Homero y Shakespeare serían modelops no solo inmutables, sino, además, actuales por insuperables. De la misma manera la admiración de nuestro autor por Goethe y el Fausto se emparenta con Valera, que preparó una edición de la primera parte que cita Romero Mendoza en el texto de su diario.

Esta postura ideológica y crítica les coloca en una peculiar situación de resistencia o incapacidad para entender las novedades. Como le sucederá a Romero Mendoza, Valera apenas prestó atención a sus contemporáneos. Tardó mucho, por ejemplo, en leer a Galdós, rara vez comentó alguna obra suya y cuando lo hizo no faltaron reticencias que nos hacen entrever en Don Juan al prepotente celoso.

La actitud de recelo ante lo nuevo puede quedar sintetizada en el rechazo despectivo e incomprensivo de Valera ante la literatura modernista. Son palabras como estas, que el tiempo se ha encargado de desacreditar: “modernismo, decadentismo, simbolismo y otras modas parisinas (39).
Muchas  de esas descalificaciones, a las que tan aficionado era Valera, las repite Romero Mendoza. Por ejemplo, si en sus Cartas americanas, Valera reprochaba a

(35) Ibídem p.22.
(36) Ibídem, p. 188
(37) Henry Thurston-Griswold :El idealismo sintético de Juan Valera: teoría y práctica, Scripta humanística. Potomac, 1990
(38) En su conferencia “Meditaciones de un lector con motivo de la fiesta del libro<”, cuyo texto se publicó como separata nº. 2 de Alcántara, 1955, Romero Mendoza tuvo ocasión de exponer estas ideas sobre los valores inmutables de la belleza y el gusto artístico.
(39) Juan Valera. Obras completas, tomo II, Imprenta alemana, Madrid, 1912, p. 1.243.

Rubén Darío su “galicismo mental” Romero Mendoza repite casi literalmente ese juicio en su ensayo sobre Azorín: “galicista por el lenguaje y la inteligencia” (40).

Nota de los promotores de esta página web:
En relación con este apartado invitamos al lector a que lea en “documentos”, las cartas  que tanto José Francés (Academia de Bellas Artes de San Fernando) miembro del jurado que le otorgó el Premio Juan Valera como el Conde de las Navas (Real Academia Española) dirigena Romero Mendoza.

Siete ensayos sobre el Romanticismo español

(obra digitalizada en www.cervantesvirtual.com)

En 1943  se le premia en Sabadell un breve ensayo, Etopeya de Larra (41) que seguramente es la prehistoria de los Siete ensayos sobre el Romanticismo español, obra con la que ganó en 1954 el premio Cartagena de la Academia (42).

Antes y después de esa fecha, Romero Mendoza había presentado el manuscrito en distintas editoriales (Gredos, Epesa, Labor, Gustavo Gili, Editora Nacional) que lo rechazaron sistemáticamente (43)

La última carta de rechazo es de la Editora Nacional y está fechada el 29 de Agosto de 1955. Con ella se desmoronaban todas las expectativas e ilusiones de Romero Mendoza, que había creído que el premio  le abriría las puertas de alguna editorial importante.

Resignado a que no fuese así, presenta en la Diputación de Cáceres, de la que era funcionario, una instancia con la solicitud de publicación de los Siete ensayos. La instancia va acompañada de un presupuesto hecho por el propio solicitante, por un total de 13.500pts.

El Pleno de la Diputación aprobó el expediente en sesión de 13 de Febrero de 1956 y autoriza a que la obra se publique en los talleres de la Imprenta Provincial de esa institución.

El 19 de  mayo de 1960 todavía no se ha iniciado el proceso de publicación y Romero Mendoza escribe desde Navalmoral a Jesús Dionisio Acedo, Delegado de Servicios Culturales de la Diputación de Cáceres, para que se agilice los trámites. En Junio de 1961 sigue insistiendo ante la misma persona y con el mismo motivo (44).

En alguna de esas cartas, por parte de Dionisio Acedo se hacen una serie de sugerencias para la modificación de algunas frases. Romero Mendoza parece aceptar de buen grado este tipo de censura y añade esta declaración de lealtad política: “Yo he sido siempre y soy hombre de orden” (45).
Finalmente, a principios de abril de 1963, casi diez años después del premio, sale de la imprenta el primer tomo de los Siete ensayos sobre el Romanticismo español, aunque el depósito legal es de 1960. Se hizo una edición de 500 ejemplares y el 15 de abril Romero Mendoza acusa recibo de un ejemplar en carta de agradecimiento al Presidente de la Diputación.

El segundo tomo no se publicó hasta 1966 y completaba una edición hecha en cuarto mayor, con papel de calidad y abundantes ilustraciones fuera del cuerpo del texto.

La tipografía y la maquetación de las páginas es la misma que se hacía en la revista Alcántara que se imprimía en los mismos talleres.
Pese al esmero que con toda seguridad puso su autor en la edición, el libro tiene una enorme cantidad de erratas. Valga un dato significativo: la Fe de erratas ocupa dos páginas en el primer tomo y nada menos que cinco en el segundo.

Tampoco, debido a su escasa tirada y a problemas de distribución, circuló la obra adecuadamente.

El primero de los siete ensayos, Ambiente romántico, es una excelente reconstrucción de la intrahistoria del Romanticismo como fenómeno vital, no sólo literario o cultural. La vida cotidiana de la época, desde la comida, a la prensa, los espectáculos y diversiones, las modas, la política o los cafés, se nos presenta en una admirable y bien escrita recreación.

El segundo ensayo aborda el origen, las características y las fases del Romanticismo. Precursores y tránsfugas, partidarios y detractores son analizados en este capítulo en el que se repasan posturas vitales (melancolía, sentimiento y visión de la naturaleza), técnicas y temas románticos.
Las grandes figuras del Romanticismo europeo, Goethe, Byron, Victor Hugo, Heine, van llenando estas páginas, en las que se analiza el mito fáustico, uno de los temas más repetidos en la obra de Romero Mendoza.

El tercer ensayo, Larra y la prosa costumbrista, aprovecha el trabajo sobre Larra que ganó un premio en 1943, pero aborda también  el estudio de otros prosistas como Estébanez Calderón o Mesonero Romanos.

La poesía es el tema del cuarto ensayo, que tiene como objeto de estudio la obra del Duque de Rivas, Espronceda, Zorrilla, la poesía femenina (Avellaneda y Carolina) y finalmente el posromanticismo de Bécquer.

El primer tomo se cierra con un ensayo dedicado al teatro. Más que por el repaso de autores y obras, es especialmente interesante por el enfoque intrahistórico del fenómeno teatral como espectáculo. Locales, actores, horarios y representaciones son evocados y reconstruidos en descripciones donde brilla la soltura de la pluma de Romero Mendoza.

(40) Azorín, p. 15
(41) Alcántara, 15, 1949, p.2.
(42) El acuerdo de concesión se publicó en el B.O.E. de 15 de diciembre de 1954.
(43) Hemos comprobado estos datos en el expediente de publicación de los Siete ensayos que se conserva en el Archivo de la Diputación (Expediente 2137, nº 18).
(44) Esto desmiente la afirmación de Carlos callejo (“Un erudito extremeño”Alcántara,156, 1969, p. 11), según el cual la publicación se retrasó porque Romero Mendoza no quiso intervenir. Todo lo contrario, intervino una y otra vez urgiendo la impresión del libro.
(45) Carta a Jesús Dionisio Iglesias.

Nota de los promotores de esta página web:
Sobre el pensamiento político de Romero Mendoza  invitamos al lector a que lo   descubra en su  obra póstuma Pensamientos y divagaciones : “El capitalismo”, p. 241, “La literatura y la política”, p. 79, “La política”, p. 225, “Los sistemas políticos”, p.275, “La libertad”, p. 309,entre otros.
Frases como “aquellos curas montaraces”- al referirse a ciertos curas vascos- fueron eliminadas del texto por la censura.

La crítica literaria es el eje del sexto ensayo, en el que se pasa revista a la evolución de la teoría literaria desde la preceptiva neoclásica de Luzán hasta los artículos críticos de Larra, pasando por las ideas estéticas de Alberto Lista.

La obra se cierra con un ensayo sobre la novela. El panorama editorial y de las librerías, la influencia de Walter Scott en la constitución de la novela histórica, y formas menores como la novela de folletín y la novela femenina son los temas que se tratan en estas últimas páginas de los Siete ensayos.
Es esta una obra de evidente mérito y de considerable acopio de materiales y lecturas junto con elaborados juicios personales. Obra sobre la que parece planear la influencia de Azorín, que en 1916 había publicado Rivas y Larra: razón social del Romanticismo en España. La visión intrahistórica y el enfoque de ambas figuras proceden directamente del prosista del 98 y se combinan con las Memorias de Alcalá Galiano como fuente de información.
Creemos percibir también la enorme influencia sobre los Siete ensayos de dos obras de Juan Valera: Estudios críticos sobre filosofía y religión y Estudios críticos sobre literatura, política y costumbres de nuestros días (1864).

Nota de los promotores de esta página web:
Sobre esta obra deseamos invitar al lector a consultar el apartado “documentos” en el cual podrá encontrar entre otros, la carta de felicitación de la Real Academia comunicándole al autor la unanimidad del jurado a la hora de otorgarle el premio.
De igual modo podrá leer al principio del tomo II de Siete ensayos,  diversos  juicios muy laudatorios sobre el autor y su obra  a cargo de figuras como: Concha Castroviejo, Juan Ramón Masoliver, Angel Dotor, Omar el Zegrí, así como cartas interesándose por los Siete ensayos desde el Reino Unido y Norteamérica.

                                           
Escándalo en las letras

El siguiente ensayo de Romero Mendoza se titula Escándalo en las letras, lo publicó en 1964 y es una crítica feroz de la literatura contemporánea. Ya lo anuncia el subtítulo: Protesta razonada contra la poesía y arte actuales (46).

Romero Mendoza expone en este libro su incomprensión y su rechazo radical de la cultura contemporánea, de la que ya había dado muestra al reseñar el primer libro de Jesús Delgado Valhondo(47). Si para Valera, que elogia a Campoamor, Valèry representa el colmo del fastidio, para Romero Mendoza “Campoamor y Núñez de Arce componían mejores versos que buena parte de nuestros bardos de hoy (48).

¿Qué quiénes son esos poetas actuales e inferiores? Jorge Guillen, Félix Grande, Gerardo Diego, Caballero Bonald, Octavio Paz...
La crítica y el rechazo se extienden también a la narrativa : “Nuestra narrativa actual carece de nervio, de contenido, de bizarría” (49).
La clave de este libro está en la identificación estética de Romero Mendoza con el sincretismo crítico e idealista de Valera, con su creencia en unos cánones universales


(46) La mayor parte de los capítulos se habían publicado como artículos sueltos en Acántara. Por ejemplo “¡No es esto¡ No es esto¡ (Alcántara, 135, 1960,pp.3-16 y 136, 1960, pp. 3-19) pasará sin modificaciones a convertirse en el primer capítulo de Escándalo en las letras.
(47) “Al margen de los libros”. Alcántara,29, 1950, pp.49-50.
(48) Escándalo en las letras, p. 107.
(49) Ibídem, p. 158

e insuperables de belleza inmutable.

Tiene esta obra algo de paseo dantesco por la literatura en el panorama que presenta en este viaje cuyo evidente guía es Valera.
Si nos fijamos en el índice onomástico, lo veremos con claridad: hay gran número de referencias a Valera y Menéndez Pelayo, a los que considera-muy significativamente-sus contemporáneos (50).

Se trata, pues de renegar de las tendencias irracionalistas de la cultura contemporánea en un evidente tono de protesta, como anuncia el subtítulo. No estamos tan seguros de que se apoyen en el razonamiento caracterizaciones de esos movimientos en términos como éstos:

anormalidades de la literatura (p.11)
eyaculación creadora (p.18)
estado patológico (p.40)
eficacia lírica muy escasa (p. 41)
deslealtad del artista (p.50)
extravagancias y descarríos (p.88)
arte que se nutre principalmente de lo irregular, de lo anormal, de lo extravagante, de lo   incoherente e incluso de lo monstruoso (p.90)
El simbolismo se caracteriza por la fragilidad de su estructura lírica, por su inconsistente realidad
(p. 218)
tremendo fracaso del arte actual (p. 244)
Baudelaire, Rimbaud, Mallarme, Valèry, Apollinaire, Saint-Jhon Perse, Cocteau...Toda esta catología de la lírica actual podemos situarla bajo el rótulo siguiente: anarquía literaria. (p. 280)

Además de esta crítica del hermetismo y de la dificultad del arte contemporáneo, Romero Mendoza rechaza la idea de la literatura como comunicación con lo cual reniega de la totalidad de la cultura posterior al positivismo (51).

Si quisiéramos sintetizar el contenido de este ensayo, quizás estas dos citas de Romero Mendoza serían las que mejor resumirían el libro y su actitud ante el arte contemporáneo:

No lo entiendo. Reconozco mi fracaso (52).
Bien quisiera pensar que la poca o ninguna estimación que siento por la mayor parte de las obras actuales no proviene de la mediocridad de estas, sino de mi falta de comprensión o ausencia de sensibilidad al considerarlas (53).

Uno de los capítulos más llamativo de Escándalo en las letras es el que, anticipándose a Crítica sin hiel, denuncia “la ignorancia, la falta o escasez de preparación intelectual” (54) en Ortega y Gasset, Pérez de Ayala, Cela, Juan

(50) Ibídem, p. 190
(51) Un curioso seudo-crítico de origen alemán, Max Nordau, desconocido en Alemania y
aplaudido en Francia , en España y América Latina como “genio alemán”, publicó un libro
que se tradujo al castellano con el título Degeneración (V. Suárez, Madrid 1894), que consideraba la literatura simbolista como enfermizo estado de anormalidad psíquica. Es lo que, en una actitud emparentada con la de Romero Mendoza setenta años después, se descalificaba como “literaturas malsanas”. Quedaban englobados en esa caracterización Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé o Verlaine. En lugar de ver en esos movimientos el nacimiento de una nueva estética y de una nueva actitud espiritual, se veía en ellos un retroceso a la barbarie, por su negación de la razón, lo consciente, lo lógico, lo regular, lo sujeto-en definitiva- a los límites de la estética tradicional.
(52) Ibídem, p. 116.
(53) Ibídem, p. 250.
(54) Ibídem,  p. 57.

Goytisolo, Ferlosio, Zubiri o Rosales, autores que han llegado a las letras “con un modesto atillo de saber” (55).
Un tal Juan Barber le replica y denuncia sus incorrecciones y descuidos en ¿Más escándalo en las letras? (56).

En turno de contrarreplica, Romero Mendoza añade un capítulo a su libro siguiente, Crítica sin hiel, para defenderse.

Crítica sin hiel

En Crítica sin hiel (1969) reúne parte del los artículos que había publicado en Alcántara con el seudónimo “Un aprendiz de hablista”. Es el último libro que se publica en vida de Pedro Romero Mendoza. Y nuevamente se trata de una autoedición.

Purista intransigente en la defensa de un castellano algo arcaizante, su postura inmovilista es semejante a la que había defendido en relación con la literatura y el arte en Escándalo en las letras.

Esa postura purista se combina con un cierto propósito divulgativo y moralizador. Por eso, cada capítulo suele acabar en una moraleja en verso que pretende resumir el contenido del artículo. Esa misma intención moralizadora la evidencia el subtítulo de la obra: Voces y expresiones viciosas. La utilización  de este adjetivo no puede ser más elocuente.

Aunque Romero Mendoza muestra cierta flexibilidad en la consideración de la lengua como realidad viva y cambiante, en general mantiene una postura casticista frente al neologismo, el extranjerismo y el solecismo. El purismo llega al extremo de cuestionar voces que llevaban tiempo incorporadas al Diccionario de la Academia. Tendríamos que matizar, pues, la postura de Romero Mendoza señalando que está marcada por una clarísima tendencia arcaizante, no solo antineológica.

Por ejemplo, propone como correcto “Visitar a Roma”, “ver a Londres” o “dejar a Italia” y no le parecen bien “Visitar París” ni “ver Londres” o “dejar Italia”.
Aunque estos artículos le procuraron fama de erudito, la realidad es que no tienen más alcance ni propósito que el divulgativo y están basados en una serie de obras de consulta que citamos a continuación (...)

Si nos fijamos en la fecha de la mayoría de esas obras, veremos que tienen  muchos años y se refieren, por tanto, a un estado de lengua que no era, ni mucho menos, el de 1969. Esa es la clave de la actitud arcaizante de  Romero Mendoza, que toma como referencia obras que en algún caso están escritas 150 años antes que Crítica  sin hiel.

Lamentablemente, la edición vuelve a dejar mucho que desear. Tiene una compaginación  muy deficiente en la que la relación de obras del autor se incluye antes del índice de voces estudiadas, del índice general de capítulos y de la fe de erratas, que no corrige ni la tercera parte de las que aparecen en el texto.

(55) Ibídem, p. 270
(56) Esta pintoresca obra lleva el siguiente orientador subtítulo Panorama del lenguaje en la prensa...y en la obra “Escándalo en las letras” y en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. Studium. Barcelona, 1966.

LA OBRA PÓSTUMA

Desde sus primeros libros Romero Mendoza mantiene la costumbre de incluir en las páginas de cortesía del principio o del final una relación de sus obras publicadas (agrupadas por géneros) e inéditas. Con estas últimas siempre hace una distinción entre las que estaban en preparación y las que estaban próximas a publicarse, lo que parece obedecer a diversos estados de elaboración de esos proyectos.

Una parte  de esas obras inéditas, que Romero Mendoza dejó en distinto estado de preparación , unas mecanografiadas y listas para la imprenta, otras simplemente manuscritas, las han ido publicando sus hijos con su esfuerzo personal. Es el caso de su poesía, agrupada en un tomito titulado ¡Quién tuviera del cristal el alma¡ (57), de la ya mencionada Angustia y de los aforismos y artículos de Pensamientos y divagaciones, obras impresas en ediciones tan bienintencionadas como abundantes en erratas y escasa difusión.


Pensamientos y divagaciones

Uno de estos textos que dejó inéditos, aunque llevaba mucho tiempo anunciándolo como “próximo a publicarse”, es Pensamientos y divagaciones, que la familia publicó en 1979.

Se trata de una interesante miscelánea en la que conviven artículos, reflexiones autobiográficas, estéticas o filosóficas y aforismos que nos dan cumplida noticia de la ideología vital y artística de Romero Mendoza. En este libro se pueden encontrar muchas claves para una comprensión  cabal de nuestro autor y de su obra.
Uno de esos textos es básico para comprender Escándalo en las letras. Se titula “Los mediodías del alma” (58) y muestra a su autor como un inadaptado a su tiempo cultural, lo que le hace decir: “¡Qué amargura más grande¡ Nuestro momento pasó”.
En otro de los textos, emparentado con Critica sin hiel, se manifiesta hipercrítico con la ortografía y el descuido en las ediciones (59).  Su ya conocida postura ante la poesía y arte actuales es otra de las constantes de este libro. Aparece en textos como “La poesía” y “La originalidad” (60), donde insiste en sus críticas al

(57) Se trata de un dispar conjunto de textos en el que conviven tendencias neoclásicas, románticas y neopopularistas.
(58) Pensamientos y divagaciones, VIII, pp. 13-14.
(59) “El análisis”. Ibídem  XXVIII.
(60)  Ibídem, XXVI y XXVIII.
intelectualismo y a la frialdad de las estéticas contemporáneas o en “Risum teneatis¡” (61) en la que critica la literatura social.

Sus ideas estéticas, ancladas en el Neoclasicismo y en la ecuación de verdad y belleza que había expresado Luzán, se resumen en este párrafo:

La verdad ocupa el primer puesto en la jerarquía de los valores. Siempre preferiré Los campesinos de Reymond a las narraciones de Poe o de Kafka, y lo patético verídico de El embargo, de Gabriel y Galán a la espectral inspiración de El cementerio marino de Valéry (62)

Su tendencia al aislamiento su individualismo, la crítica de la sociedad provinciana que le rodeaba aparecen constantemente en el libro (63).
De vez en cuando nos sorprende un chispazo intuitivo como este en el que parece anticipar las ideas de José Antonio Marina:
      
La educación sentimental

Muchos de los males que aquejan a la sociedad provienen de la falta de educación sentimental de sus individuos. Hacemos hombres sabios, hombres fuertes, hombres hábiles en la diplomacia, en el comercio, en las profesiones liberales, en las artes; pero apenas nos preocupamos de la educación de nuestros sentimientos...

La razón regula los afectos, pero el corazón hace más humanas y más bellas a las ideas. Naturalmente que la educación sentimental no se obtiene en las Universidades , con un libro de texto por delante, como se aprende Griego, Anatomía o Mercantil, sino mediante una continua labor autodidáctica.

El día que los hombres se doctoren a sí mismos en esta sutil disciplina-la educación sentimental-, los terribles problemas que tienen planteados el mundo se resolverían por sí solos (64).

Seguramente esta preocupación por la educación sentimental explica que el tema de la felicidad sea uno de los más repetidos a lo largo de Pensamientos y divagaciones (65).

Desde 1933, cuando aparece Azorín, Romero Mendoza anuncia un libro en preparación que se iba a titular La literatura del diablo. Tan llamativo título pretendía abordar la presencia del mítico fáustico en la literatura. Aunque siguió anunciando esa obra durante más de treinta años, tenemos la impresión de que finalmente fue un proyecto abandonado. Existe un manuscrito en el archivo familiar, con una serie de cuartillas que revelan un proceso de elaboración muy primitivo. La mayor parte de esos materiales los aprovechó su autor en algunos artículos en el capítulo sobre Fausto de los Siete ensayos o en Un hombre a la deriva, como tendremos ocasión de señalar.

De otros dos ensayos que anuncia como “en preparación”  sólo conocemos los títulos: Literatura y filosofía y El siete. Creemos que el artículo “Ensayo sobre la Filosofía” (66) es el resultado final del primero de esos proyectos, que no llegó a tener la consistencia ni la extensión de un libro.

En cuanto a El siete, sólo sabemos que iba a ser un ensayo sobre la importancia de ese número cabalístico en la religión, la mitología, la literatura, el arte, la ciencia o la historia. Desconocemos si pasó de la fase de mero proyecto, pues ni en sus artículos ni en otros libros ha dejado una huella más allá del mero anuncio.

(61) Ibídem, XXX.
(62) “Lo maravilloso” (CLXIII), p. 123.
(63) Vid. por ejemplo “Las abejas solitarias” (XXXIII) o “El Estado (LXIII)
(64) Ibídem, XLVII
(65) “El orden jurídico” (L) o “La felicidad” (LXXXII y CCXLVIII).
(66) Alcántara, 142, 1964, pp. 3-16.

Un hombre a la deriva

Otro de los inéditos, repetidamente anunciado por Romero Mendoza como próximo a publicarse, nos llamaba especialmente la atención: es un diario que iba a titularse Un hombre a la deriva.

La primera vez que se anuncia ese diario es en 1940, en el libro sobre Juan Valera. Por razones que desconocemos no llegó a publicarse, aunque cuando se edita Pensamientos y divagaciones en 1979, se seguía anunciando como de próxima publicación.

Esto despertó nuestra curiosidad, que comunicamos a los herederos, quienes facilitaron la localización del manuscrito en el archivo personal de Romero Mendoza.

Se trata de un conjunto de 242 cuartillas manuscritas y numeradas. Han desaparecido las páginas que en esa numeración  ocupaban de la 81 a la 88.

Todos los esfuerzos que hemos hecho, no ya por localizarlas, sino por aventurar una hipótesis acerca de la desaparición y sus razones, han resultado infructuosas.

Romero Mendoza no llegó a  mecanografiarlas, pero están llenas de correcciones y tachaduras que evidencian una primera revisión, aunque no definitiva. Sabemos esto por dos razones: primero porque en el manuscrito abundan los errores y descuidos que hemos corregido en nuestra edición; y en segundo lugar, porque el autor solía mecanografiar los textos cuando los consideraba listos para su publicación.

Queremos resaltar en Un hombre a la deriva los siguientes rasgos que nos parecen  especialmente destacables:

-Las descripciones de paisajes, hechas, como en otros libros del autor, con una enorme soltura estilística que muestra un oficio bien aprendido en autores como el tantas veces mencionado Juan Valera.

-Las alusiones al ambiente cultural del Cáceres anterior a la guerra civil. Destaca en ese sentido la evocación de las tertulias que se desarrollaban en el Café Viena o en la casa familiar de Pedro de Lorenzo, a la que acudían asiduamente Eugenio Frutos o Pedro Caba y de forma esporádica Romero Mendoza.

Nota de los promotores de esta página web:
De todos es bien sabido que Pedro de Lorenzo era colaborador de la revista Alcántara en la época en que Romero Mendoza era director de la misma. En cierta ocasión, de Lorenzo le comentó a Romero Mendoza, su deseo de cambiar de nombre como autor literario. Este último le dijo rotundamente que no lo hiciera pues tenía un apellido que sonaba “redondo” para un escritor.

-Las alusiones negativas al empobrecimiento de esa vida cultural en la posguerra en las descripciones del Casino provinciano y su actividad..

-Cierta tendencia a la fabulación, lo que lleva a nuestro autor a tergiversar los datos reales. El diario, por ejemplo, aunque está fechado en 1939 se inicia en 1935; los nombres propios y los topónimos se suelen disimular para eludir la realidad directa. (67) Eso nos lleva a pensar que los inverosímiles episodios finales centrados en el enamoramiento de una adolescente tienen más de licencia narrativa y de imaginación que de transcripción de un hecho real.

-Más que un diario estrictamente íntimo es una miscelánea en la que, como en Pensamientos y divagaciones, abundan las reflexiones literarias y filosóficas. La Divina Comedia, el Fausto o Lope son algunos de los focos de atención de esas reflexiones de Romero Mendoza,. Esos temas aparecen con cierta frecuencia en el resto de su obra, lo que hace de Un hombre a la deriva un texto perfectamente encajado en el conjunto de la obra de nuestro autor.

-Las correcciones del texto, aunque seguramente provisionales, nos dan idea de la voluntad de estilo de Romero Mendoza, que en muchas ocasiones se plantea los textos como meros ejercicios estilísticos.(...)

Por paradójico que pueda parecer a primera vista, su muy criticado Azorín influye en el estilo de Un hombre a la deriva. No podía ser de otra manera, porque la obra del noventayochista había sido una lectura constante por esos años, cuando Romero Mendoza preparaba el ensayo sobre el prosista de Monóvar, que inevitablemente había de dejar una huella profunda en la prosa de nuestro autor. La apelación a la complicidad de los lectores con la segunda persona del plural o la utilización  de casticismos en los pasajes como este son ejemplos de esa influencia:

¿ Y las honestas actividades de nuestra clásica artesanía: los tundidores, perailes, arcadores, jiferos, cardadores, regatones, perchadores, palanquineros y talabarteros?

Este fragmento nos trae inevitablemente a la memoria este otro de Azorín:

Aquí están los tundidores, perchadores, cardadores, arcadores, perailes...
(“Una ciudad y un balcón” .En Castilla, Espasa-Calpe. Madrid, 1998, p. 136)

Terminemos ya esta introducción. Diremos finalmente que ni el contenido del libro ni su forma han defraudado nuestras expectativas. Por el contrario, nos parece un texto escrito con un alto nivel de dignidad estilística que además es muy valioso para entender, la vida intelectual del Cáceres de la primera mitad del siglo XX. 

BIBLIOGRAFIA

(...)En esta edición de estos diarios hemos normalizado la puntuación y la ortografía, sobre todo en lo relacionado con las tildes. Hemos corregido los errores ortográficos del manuscrito, más frecuentes de lo que cabría esperar en alguien tan preocupado por ese tipo de cuestiones, que evidencian que el texto había sido revisado, aunque no de forma definitiva.

Sólo excepcionalmente hemos reflejado las enmiendas. Cuando eso ocurre, lo explicamos en nota a pie de página.

(67) Su mujer, por ejemplo, no aparece como Ela, sino como Nela. O el paseo de Cánovas se transforma en el paseo de Sagasta.


UN  HOMBRE  A  LA  DERIVA
1939  (69)

No hay  alma alguna, por vulgar que sea, que no tenga que decir algo a los demás. El retraimiento en que vivo hace años, a causa de las rarezas de mi carácter, de mis dolencias y de las adversidades de la vida, me tiene casi incomunicado con mis semejantes. Me paso largas temporadas sin hablar con nadie. Este aislamiento tan extraño, si se tiene en cuenta de que he sido más bien de genio abierto, me obliga a emplear, como único sistema de desahogarme un poco, esta especie de diario íntimo. Aquí recogeré mis impresiones, cuando merezca la pena exteriorizarlas. Será un escape de mi alma y quizás venga bien a mi salud. Hay pensamientos que una vez escritos le dejan a uno en paz. Por este medio me iré descargando de todo ese bagaje íntimo, que forcejea en nuestra conciencia por hacerse material y tangible.

Lo primero que me gustaría poner en claro es la razón de mi hurañía. De dónde procede esta propensión a estar solo. He meditado mucho sobre todo esto, pero no he llegado nunca a concretar nada. Pongamos un poco de orden en las ideas.

Dos cosas pueden suceder con el carácter de una persona. Que tarde bastante en definirse cuanto hay en él de fundamental y genuino, como ocurre con la inteligencia de ciertos niños, o que las vicisitudes y encontronazos de la vida lo modifiquen y transformen por completo. En el primer caso, gran parte de nuestra juventud si no toda ella, se habría desenvuelto al dictado de una pseudo-psicología o falso carácter. No ha llegado el instante de manifestarnos tal como somos. Nos falta el medio propicio en que  desarrollarse y concretarse nuestro verdadero ser. Recuerdo que en mi mocedad, aunque alardeaba de espíritu fuerte incluso ejercía algún dominio sobre las personas que vivían junto a mí, era a cambio de duros combates con mi timidez. Desde pequeño he sentido

(69) La fecha real no es  1939, sino 1935. Lo corrobora en primer lugar que la muerte de su hijo José Antonio se produjo el 27 de septiembre de 1935. Otros datos que aparecen luego lo confirman: la existencia de un Ateneo, la tertulia de Eugenio Frutos, la alusión a los partidos políticos o los puños en alto en el viaje a Córdoba. No alcanzamos a comprender a qué responde este cambio de fecha, pero lo cierto es que la mayoría de esas alusiones son inverosímiles y aun imposibles en 1939.

mucha admiración por los hombres de recia voluntad. Empecé  a leer libros cuando aún no contaba los trece años. Los devoraba, Y si bien leía todo cuanto caía en mis manos, propendía más a las obras en que el héroe mostraba a cada paso la entrega y reciedumbre de su carácter. Esta literatura influía abiertamente sobre mí, y sacaba fuerzas de donde fuera necesario con tal de presentarme a los demás como hecho de una sola pieza y a martillazos. Sin embargo, en el fondo la timidez no hacía sino retreparse sobre sí misma, esperando, sin duda, el momento de influir en las modalidades de mi carácter.

Deduzco yo de todo esto y de una mirada retrospectiva sobre el pasado, que en mi carácter ha habido una falsa psicología ocultando el auténtico ser de mi persona, y más tarde una serie de adversidades y dolencias que operando profundamente sobre mi espíritu, ya inclinado de suyo a la hurañía y el retraimiento, le han hecho tal como es ahora. ¿Le cambiaría la fortuna si soplase a favor? Trocada la hostilidad de los demás, o la indiferencia que noto en torno mío, en bondadosa indulgencia, en cordial camaradería, ¿mudaría mi carácter, como cambia el aspecto de un paisaje cuando está lleno de luz?

28 Febrero

Hoy he dicho a mi mujer:

-Mira , Nela (70) ; yo soy más desgraciado de lo que debería ser, en realidad. Hay quien vive de ilusiones. Dichoso el que es así. Yo malvivo de aprensiones. Posiblemente nadie lleva cuenta conmigo, y sin embargo me imagino que todos mis actos, todas mis palabras, e incluso mis gestos pasan siempre por el fino tamiz de la crítica ajena. Esta suposición me embaraza y cohíbe de tal modo, que muchas veces no sé como comportarme con la gente. ¿Tu no notas el ambiente de hostilidad, de malquerencia que se ha ido formando a mi alrededor? (71)

Mi mujer, que es el reverso de la medalla, un claro arroyo sin meandros ni guijos que le hagan bullir un poco, al interponerse en la corriente, me ha argüido así:

-Todo eso que te pasa a ti no es más que vanidad. Eres presuntuosillo y crees, equivocadamente, que todas tus cosas, las buenas y las malas, han de acarrearte el comentario de los demás. Y lo cierto es que nadie se ocupa de ti. Pero no por una despectiva indiferencia, como tú te supones, sino porque has roto todo lazo espiritual con la gente, te has aislado tanto, que apenas se acuerdan de que estás en el mundo de los vivos.

Las palabras de mi mujer, dichas con la llaneza con que acostumbra a expresarse, me han llenado de una dulce conturbación del ánimo. Para mi sensibilidad, quizás algo, dichas con la llaneza con que acostumbra a expresarse, me han llenado de una dulce conturbación del ánimo. Para mi sensibilidad, quizás algo enfermiza, es preferible

(70) En un principio, aquí y en el resto del manuscrito, aparece tachado el nombre de Emilia. Nela es una referencia clara a su mujer, a quién en familia se llamaba Ela. Vid. Eladia Montesino: Poesías. Offset Bárcena. Madrid, 1979, p. 82.

Como queda dicho en la Introducción, es práctica muy frecuente en nuestro autor su voluntad de encubrir los nombres reales, incluso los topónimos, con designaciones que los deformen levemente..

(71) Cfr. Valeriano Gutiérrez Macías: “Pedro Romero Mendoza, un brillante escritor ignorado”. Revista de estudios extremeños, LI, 1995, p. 517.
el olvido a la animadversión. Más me gusta pensar, naturalmente, que el apartamiento en que vivo, me lo he proporcionado yo mismo, con las rarezas de mí carácter, que suponerlo todo obra del despego con que siempre he creído ser tratado. Pero cualquiera que sea la razón de este vivir mío, retraído y osco, la verdad es que entre la gente y yo hay una barrera muy difícil de franquear. Me siento tan metido en mí, tan distante de los demás, que no creo que nunca llegue a tener los alientos necesarios para salvar esta distancia. Este pensamiento me llena de honda inquietud.

1º Marzo

Cuando he regresado esta mañana de la oficina, mi mujer me ha dicho muy alborozada, que han reclamado insistentemente mi presencia en el Ateneo (72).

Como siempre me estoy lamentando del olvido en que se me tiene, este inesperado y súbito requerimiento ha proporcionado a mi mujer la ocasión de reiterarme sus alegaciones contra lo que yo estimo una de las causas de mi hurañía. Ha concluido diciéndome que tengo el corazón lleno de fantasmas. No he intentado defenderme. Sus argumentos, que no carecen por cierto, de habilidad dialéctica, y la dulce fruición con que me habla, dejánme más animoso y seguro de mí mismo.

En el Ateneo tratan de organizar un ciclo de conferencias sobre Lope de Vega, con motivo de su centenario. Propuse que cada uno de los designados para tomar parte en estos actos, estudie la modalidad que más le guste o acomode del Fénix de los Ingenios, con objeto de evitar las repeticiones en el curso de las conferencias. Hemos tropezado con la dificultad de que faltarían disertantes, dada la varia fisonomía del poeta. Después de convenir, en líneas generales, la forma en que vamos a contribuir al universal enaltecimiento de Lope, se ha discutido algo de temas literarios. Cosa rara, ya que la tertulia del Ateneo, es como la de cualquier café o casino (73). La conversación ha recaído últimamente sobre Gabriel y Galán. Don Jerónimo (74), que es muy aficionado a que otras personas confirmen con su asentimiento su manera de ver las cosas, tras de discurrir, un poco apologéticamente, respecto del autor de El ama, se ha encaradoconmigo y me ha instigado a decir algo de él. Como la razón en que se funda para solicitar mi opinión , es el considerarme “un escritor”, y me parece ver cierta ironía en sus palabras, le he dicho que Gabriel y Galán es un buen padre de familia en verso.
Me he percatado enseguida de mi torpeza. La frase debe de haber sonado a herejía en los oídos de todos los presentes. Nadie se ha atrevido a replicarme nada, pero este silencio es por demás elocuente y está preñado de hostilidad hacia mí. He pasado un rato malísimo. Mi primera intención fue arreglarlo, incluso imponiendo yo mismo un correctivo a mis palabras. Los rostros un poco ceñudos de los circunstantes y la espiritual repulsa que denotan, acerca de mi juicio temerario, me hacen desistir de todo intento de congraciarme de nuevo con ellos.(...)

(72) Los Ateneos desaparecieron en la llamada  España Nacional en 1936, con el comienzo de la guerra civil. Vid. Esteban Cortijo “El Ateneo de Cáceres”, en Boletín del Ateneo de Cáceres, nº 0, 1999, p. 6. Este es, pues, un nuevo dato que corrobora la fecha de 1935.

(73) Aunque han desaparecido los libros de actas del Ateneo, con la ayuda del documentado artículo de Miguel Hurtado sobre los Ateneos de Cáceres (Boletín del Ateneo de Cáceres, 1, 2001, pp. 34-46) hemos podido identificar a alguno de los personajes que van a ir apareciendo en el texto.

(74) Jerónimo Martínez, “El paraguayo”, suegro de Pedro de Lorenzo, que lo recuerda así en Fortuna de los reveses: “Jerónimo Martínez Castillo, padecido en Cáceres, hombre de bien. Y más adelante: “Jerónimo Martínez Castillo, repúblico insigne, padre de mi mujer.” (Fortuna de los reveses. Capela. Almendral, 1984, pp. 26 y 108)


12 Marzo

Ha estado esta tarde en mi casa don Diego (80). Me ha cogido, como suele decirse, con las manos en la masa: empaquetando el original de Séneca para mandarlo a Córdoba. Gentilmente me ha honrado con la curiosidad de conocer algunos fragmentos del libro. Don Diego es un buen amigo mío. Esta amistad data de muy antiguo. Mis padres le estimaban mucho y diputábanle de hombre de gran talento y de cultura poco corriente. En esta opinión fue desenvolviéndose mi afecto hacia él, que pronto tomó la forma admirativa de hoy.

Me satisface mucho la simpatía con que Don Diego me trata. (...)

16 Marzo

Hace varios días que tengo a mi segundo hijo postrado en el lecho. Aunque por ahora no hay razón para alarmarse, tanto Nela como yo estamos bastante preocupados. Cualquier indisposición de los chicos me llena de sobresalto. Mi mujer tiene más ánimo que yo, al menos disimula mejor su inquietud. Debe de influir mucho su temperamento optimista, su conformidad con las cosas y la creencia suya de que todo tiende a arreglarse o por un impulso nativo de las personas al orden y la armonía o por una sabia intervención de la Providencia. ¡Cómo envidio a estas almas sencillas, sin repliegues ni
escondrijos, iluminadas por la ley casta y pura de la belleza moral¡ No conocen las negruras de la noche, ni incluso la lividez del crepúsculo. En ellas todo es amanecer, o más aún, luz cenital. Muchos de nosotros nos complicamos la existencia por espontánea determinación nuestra. No vienen a buscarnos los acontecimientos, sino que vamos nosotros en su busca. Y cuando a pesar de todo, la realidad nos oculta sus aristas, y pasamos entre las zarzas del camino, sin herirnos en ellas, nos hacemos enfermos imaginarios, perseguidos, infortunados, sin que la salud sufra verdadero quebranto, ni la persecución, ni el infortunio aparezcan por parte alguna. (...)

21 Marzo

Mi hijo Juan Manuel se va consumiendo poco a poco. ¿Quién reconoce en sus ojos los profundos abismos de los suyos, y su tez sonrosada y morena, y la luz espiritual de su semblante? La traidora dolencia nos ha arrebatado la sonrisa de sus labios encendidos y húmedos, el sano color de las mejillas y la pulpa que envolvía los tiernos huesecillos de sus manos. No tiene ganas de jugar; apenas se ríe con las zalameas y arrumacos que le hago desde la cabecera de la cama. Se pasa muchas horas del día con los ojos cerrados. Los alimentos los toma a la fuerza y le molesta mucho cualquier ruido de la casa. El médico empieza a preocuparse. ¡Qué admirable entereza la de mi mujer¡ Hace varios días que no duerme, que no se desnuda, para acudir más rápidamente a las llamadas de nuestro hijo. Le prepara los alimentos, le hace tomar las medicinas, valiéndose de mil argucias de las que solo ella es capaz, le lava la cara y las manecitas, con agua  tibia y perfumada, y en los ratos en que se queda dormido, en vez de acostarse o reclinar al menos la cabeza sobre la almohada, para resarcirse de tantas horas de vela, acude a mi lado a darme ánimos.¡Oh, mujer fuerte, tu espíritu es como un mástil, siempre erguido a través de los vientos¡ (...)

(80) Seguramente se trata del abogado y escritor Diego Mª Crehuet (1873-1956), colaborador de Alcántara. De sus obras completas, que se publicaron en 1950, hizo una crítica exageradamente elogiosa Romero Mendoza. (Alcántara, 40, pp. 43 y ss.)


5 Abril

Juan Manuel lleva ya dos días sin fiebre. ¡Buen susto nos ha dado¡ ¿Qué me ocurre a mí con este crío que absorbe todas las actividades de mi pensamiento y las ternuras de mi corazón? Los padres no deben sentir preferencia por ninguno de sus hijos. El corazón de un padre debe ser una propiedad indivisa para ellos. No en el sentido de parte no determinada de modo físico, sino de una heredad que es de todos y de ninguno en particular. Las preferencias de los padres despiertan callados y hondos resentimientos, que pueden exteriorizarse después en una actitud, en una mirada, en una contestación irreprimible. Hay que procurar que estos arbolillos de nuestro jardín absorban por las raíces el mismo jugo de nuestro espíritu, que reciban los mismos cuidados que el sol, el aire y el agua no les falte a ninguno. Todo esto me parece admirable. Pero ¿quién pone fronteras al pensamiento, ni ataduras al corazón cuando quiere moverse en una dirección de terminada?

A todos los quiero con toda mi alma. En los entresijos más hondos de ella llevo la imagen de cada uno. Pedro Luis me gusta por lo arriscado e intrépido. Es nada más que fibra, tiene los ojos algo azules y el pelo rubio. Los compañeros del colegio le llaman “el alemán”. ¡ Qué vigor, que agilidad la suya¡ A los siete años gateaba, seguro y rápido, por los troncos más difíciles. Con el ánimo sobrecogido, tenso en una vibración de admiración y de miedo, le he visto muchas veces escalar las piedras más escarpadas y encaramarse en el fastigio de los árboles. Para los deportes será el único. Es musculoso, sereno, temerario. Le atrae el peligro, confraterniza con él, y sólo la seguridad de sus pies y sus manos nos le tienen indemne. ¿Quién ata esa voluntad, agreste, salvaje? ¿Quién encamina rectamente las actividades de su pensamiento? ¿Cómo despertar en él el amor al estudio, que es solo orden, equilibrio, medida? ¡Cuántas batallas le tengo dadas sin que la victoria se haya decidido del todo `por el lado que debe¡ Es un carácter un poco rebelde, indómito. Estas bizarrías, excesivamente agudas, de su espíritu van a proporcionarle muchos disgustos. Sin embargo, a través del duro caparazón en que parece encerrase su alma, se ve lo que hay en ella de sentimental, de afectiva. Una fábula o un cuentecillo de tierno y aleccionador desenlace, basta para que sus ojos azules se llenen de esas lucecitas líquidas del alma, que son las lágrimas.

Ana María es su contraste. Pero no en lo físico, que tiene también los ojos azules y el cabello rubio, sino en lo moral. Espigadilla, airosa, con el pelo un poco lacio y la boca ancha, de finos labios y dientecitos como perlas chiquitas, simétricamente alineadas a lo largo de las encías. No es una cara perfecta, pero es atrayente y dulce. De carácter dúctil y mimosilla; con una finura natural, como si la ternura de su corazón se le trasvasase a las palabras, a los ademanes, a las actitudes.

Cuando contemplo a mis hijos con el arrobamiento de mi paternal chochera, y me llenan la cara de besos, y me ríen las gracias que les hago, olvido todas mis tristezas. Son la luz de mis ojos y la alegría de mi corazón. A ellos acudo en los íntimos desfallecimientos de mi espíritu. Si alguna adversidad o la decepción de cualquiera de mis actividades y anhelos, me hunden en el más negro pesimismo, sus risas, sus gritos y sus zalamerías me sacan a flote.
Muchas veces pienso si será esto lo único hermoso y perdurable que he hecho, como prolongación de mi propia persona.

12 Abril

¿Por qué tendré esta ojeriza a Lope? Hace varios días que intento meterle el diente y no consigo hincárselo por ningún lado. Se acerca la fecha de mi disertación en el Ateneo y  aún no he escrito nada (83). Ayer noche estuve ojeando sus poemas: la Dragontea, el Isidro, la Jerusalén conquistada. Hoy tengo encima de la mesa varias comedias, sus poesías líricas y los autos sacramentales. He desistido de releer la obra de Vossler. Aquí están también otros estudios y opúsculos de Lope y quisiera dar fin a mi trabajo sin tener que consultarlos. Prefiero ser original, aun a trueque de equivocarme en mis apreciaciones, que escribir al dictado, más o menos disimuladamente, de la alta crítica.

Esta desgana, esta inapetencia literaria con relación a Lope ¿no será una forma más de mi egoismo? Me enoja el gran poeta, por lo fecundo, por lo prolífico que es. Sospecho que va a ser muy difícil encerrarlo en los angostos límites de un discurso. Lo profundo y extenso de su psicología, la variedad de su semblante literario, hacen de él una figura descomunal, inabordable. Pero este enojo mío me recuerda a aquél chiflado que despotricaba contra el cielo porque no podía contar, de una ojeada, el número de sus estrellas.

Lo que me pasa es que carezco ahora de lo que podríamos llamar paladar histórico. Llevo bastante tiempo apartado de los clásicos. Mi propósito de escribir una serie de ensayos sobre el romanticismo español (84), me obliga, hace más de un año, a leer a nuestros autores de la primera mitad del siglo XIX (85), y buscar en la literatura inglesa, francesa y alemana, principalmente de principios de dicha centuria, el origen de nuestra poesía romántica (86). Mi apartamento de los clásicos españoles me tiene un poco endurecido el paladar. De otra parte, el ritmo de nuestros días y lo que hay de profundamente patético y dinámico en las actividades del pensamiento moderno, nos va distanciando de los clásicos, que están con relación a nuestro espíritu en una dulce lejanía. Así situados, sólo podemos creernos capaces de dos cosas: de comprenderlos y de admirarlos. Pero la simpatía literaria es camaradería de espíritus y no se improvisa fácilmente. Veo a Lope, en la perspectiva de tres siglos, como un gigante, enterrado, a pesar de sus proporciones ciclópeas, entre montones de libros: sus epopeyas, sus poesías amatorias y místicas, sus autos sacramentales, sus comedias, sus epístolas...¿Acertaré a desenterrarle un poco para vislumbrar mejor aquellos pormenores de su figura que quepa encerrar en las angosturas de un discurso?

(83) Los Comentarios a Lope de Vega” que aparecieron en Alcántara, 140, 1962, pp.3-18 son, muy probablemente, una transcripción o reelaboración de esta conferencia.

(84) Esta es la primera referencia que conocemos a los Siete ensayos sobre el Romanticismo español, con los que obtendría en 1954 el Premio Conde de Cartagena de la Academia.

(85) Por estos años debía de estar preparando una etopeya de Larra que fue premiada en Sabadell en 1943 y que como señalamos en la Introducción, forma parte de la prehistoria literaria de los Siete ensayos, a los que se incorpora como capítulo.

(86) El resultado de este tipo de lecturas, se refleja en su artículo “En torno al Fausto con motivo del bicentenario de Goethe”. Alcantara, 25, 1949, pp. 10-13. Se trata de un nuevo anticipo de los Siete ensayos..., a donde pasaría como capítulo sin apenas modificaciones.

23 Abril

Hemos resuelto venirnos a pasar unos días al campo. A Juan Manuel, que aún está pachuchillo y trasijado (87), le sentará bien esta breve temporada al sol y al aire (88).

Nunca tengo pereza por venir al campo. Mi tendencia al aislamiento encuentra aquí el medio más propicio y seguro para dilatarse. Comprendo que el hombre es por naturaleza comunicativo. Que el orden y la armonía de nuestra existencia provienen de la inclinación a la sociabilidad que hay en nosotros. Que la idea más o menos rudimentaria del Estado surge en la familia primitiva como único modo de ordenar los intereses y las intenciones individuales hacia un bien común. Qué el progreso humano es el resultado de la convivencia social, y que el altruismo, la caridad, etc., son choques efectivos, desahogos de nuestra sentimentalidad que no se producirían en el aislamiento. Admito incluso que se tomen a mala parte las exhortaciones de Rousseau para que tornemos a la naturaleza. Todo lo que Vds. quieran. Pero ¡qué bien me hallo aquí, apartado del mundanal ruido, como dijo el poeta¡ En el campo echaría raíces si las preocupaciones, el trabajo remunerador, los negocios de la vida no me reclamasen. ¿Hay algo parecido a la idílica paz de este paraje? No cambio la mejor ofrenda de la ciudad por una puesta de sol vista desde el mirador del monte; ni el jubiloso bullicio de la gente urbana-de una urbanidad dudosa-por el plácido sosiego del campo que solo interrumpe la copla de un gañán tras de la yunta, la dura e hirsuta mano en la esteva, o el alegre gorjeo de un pajarillo oculto entre las ramas de las encinas.

Aquí es mayor la transparencia del día. El aire está impregnado de perfumes agrestes. Más que oler, sabe a tomillo, a romero, a mastranzo, a salvia. Unas florecillas silvestres destacan sobre la hierba la alegría de sus colores chillones. Por entre las copas de estos árboles, vestidos de su recio ropaje verde, se ve el cielo a trozos, pero de una misma tonalidad celeste. Hasta mí llega la gritería de mis hijos: voces agudas, hirientes, como dardos invisibles lanzados a través del espacio. De vez en cuando se les advierte entre las encinas; recortadas sus figuras etéreas, quebradizas en el azul del horizonte. Escalan las peñas, a fuerza de arañazos; se hunden entre los tomillos para no ser vistos o se espetan a las majadas del valle, a beberse una cuerna de leche a la hora de la ordeña.

A Juan Manuel se le ha pegado ya el sol. La palidez ha desaparecido bajo el bronceado de la piel. Su distracción favorita son los grillos. Se da  buena maña para cogerlos y tiene la casa amenizada  por esta música dulce y vibrante a la vez. A penas dejan el lecho se van al monte y no retornan hasta la hora de la comida. Se oyen sus silbidos y sus gritos en la lejanía, como estrofas de un ingenuo canto a la libertad. Cuando regresan traen las ropas rotas y sucias, las manos desolladas y los ojos encandecidos del sol y del aire.

(87) Por trasijado.
(88) En el manuscrito aparecen tachadas estas palabras: saludables y curtientes de la Sierrilla. Como en otras ocasiones, el autor ha preferido eliminar las referencias que le parecen demasiado realistas. Sin embargo, las descripciones que aparecen en las páginas siguientes se ciñen con total exactitud a lo que es ese paraje de los alrededores de Cáceres que se conocen con el nombre de la Sierrilla. Una colina que tradicionalmente ha sido zona de esparcimiento de los cacereños y que hoy está prácticamente incorporada al tejido urbano.

Ganas me entran de imitarlos. Es posible que esta vida estrepitosamente dinámica ahuyentara las preocupaciones de mi cabeza y restableciera el equilibrio de mis nervios. Aquí se olvidan todas las ingratitudes, todas las ironías, todas las destemplanzas. El espíritu restituye a la paz. Los sentidos captan mejor las sensaciones de las cosas que nos rodean. La varonil belleza del paisaje nos conmueve más hondamente. Sobre nosotros está el cielo, limpio bruñido, luminoso. Es un mar invertido, sin orillas. Un céfiro suave, como un murmullo casi inaudible es caricia a la vez de nuestro cuerpo que se estremece  voluptuosamente a su contacto. Insectos zumbadores atraviesan el aire con un vuelo sinuoso, irregular, lleno de altibajos. En el horizonte, la sierra se desvanece casi a través de la neblina de la luz. Es como un monstruoso cetáceo que el mar hubiera abandonado en las costas. Del suelo sube una fuerte tufarada de aromas silvestres, que embriagan y atontan.

Es tal la reciura con que el sol hiere las peñas, que parece como si humeasen por sus aristas. Si el viento se levanta un poco, improvisaría, a su paso entre los árboles, dulces tonadas, como de églogas. El silencio que hay en torno permite a los lagartos asomar la gaita por las hendiduras de las piedras, en un ademán confiado. Otras veces se llena el aire de resonancias. Son los pájaros, que en el sutil leguaje de sus trinos se dicen mil ternuras; y la chicharra, que pulsa la única cuerda de su lira y el chirriar de una carreta en los caminos arenosos del monte, y el canto limpio, claro, como de cristal, de los sapos al caer la tarde.

Desde el mirador del monte los crepúsculos constituyen verdaderos espectáculos de la naturaleza. Se echa el aire; parece que se recuesta sobre los tomillos, sobre la hierba, en la copa de las encinas achaparradas. Huele más a menta y espliego. Las cumbres se tiñen de un resplandor rojizo. En derredor nuestro hay un aquietamiento de la vida campesina. Los pájaros enmudecen o lanzan al espacio sus últimas cadencias. Del suelo sube un vaho caliente, aromado de mastranzo y salvia. Antes de ocultarse el sol del todo tras la línea ondulada de la sierra, el cielo toma un color escarlata y los bordes de las nubes se iluminan intensamente. Parecen costas de nácar, arrecifes bañados en la luz tibia y suave del crepúsculo. Los hacheros suspenden el corte y descienden por los atajos a los caseríos del valle. Si se retrasan un poco en emprender la marcha, cuando pasan por entre las encinas, apenas se les recorta el cuerpo en el horizonte. Las hachas, colgadas de los hombros, tienen un pequeño reflejo mortecino. Toda la llanada que se descubre desde este mirador, se va volviendo cada vez más parda, más oscura. Las sombras de la noche llenas de misterio, de paz, de quietud invaden el monte, y descienden por los gollizos y los abajaderos al llano. Algún pájaro revolotea en el nido, en la blanda agonía de una posesión o para encontrar más confortable acomodo. Un vientecillo frío y húmedo se anuncia a su paso entre las ramas, y el ambiente se hace asustadizo, de tan silencioso y grave.
Los primeros luceros empiezan a hacer guiños en las altas regiones del espacio. De los aguazales que han formado la últimas lluvias en las laderas del monte, llena el monorrítmico croar de las ranas, como una letanía estrepitosa. El cielo se ha ido tornando cada vez más oscuro. Solo en el horizonte por donde el sol se ha ocultado, queda una débil lumbrarada. Del lado opuesto y avanzando a grandes zancadas. Orión, la más bella constelación del éter espatarrado en medio del espacio, como un héroe de la epopeya azul. Sirio y Procyón no andarán muy lejos. Después aparecerán los grandes regueros de luz de la Vía Láctea, polvillo luminoso destacándose en la augusta noche de los cielos. Y a medida que el crepúsculo se vaya destiñendo y apagando, descubriremos sobre nuestras cabezas Andrómeda, Casiopea, las Pléyades y Perseo. ¡Qué admirable espectáculo el de esta iluminación estelar tan pródiga en emociones para la fantasía de un poeta¡ Mirando a través de los espacios libres que dejan los árboles entre sí, vamos reconstruyendo el gran mapa celeste. Y al salir del monte, camino de la casa, abarcamos ya, de una sola mirada, desde las chispas de luz, sueltas o agrupadas en irregular asterismo, hasta las constelaciones más gigantes. (...)

15 Mayo

No tengo nada que escribir estos días; pero voy a descargar la mente de estos pensamientos:

La simpatía es una llave que viene bien a todas las cerraduras.

Un beso puede ser una blasfemia o una oración.

El gobernante que empieza a ser vulnerable al ridículo es un dimisionario en ciernes.

No hay nada que tanto desarme al enemigo como nuestra propia bondad.

El silencio es precursor de los grandes acontecimientos. Las cosas se meten en sí mismas para dar el último estallido.

Sólo los malos poetas deben ser traducidos, porque pueden ganar en la traducción.

Los que se imponen por la violencia no son los más fuertes, sino los más brutos. Una forma de la fuerza es la razón, y la razón nunca se impuso por la violencia.

 

23 Mayo

Anoche leí en el Ateneo mi discurso sobre Lope de Vega (99). Asistió bastante público, compuesto en su mayoría de profesores, estudiantes, empleados, dependientes de comercio y algunos obreros. He aquí la élite intelectual de la ciudad. Expliquémonos. Nuestra aristocracia tiene un espíritu vulgar y frívolo, poco inclinado a la especulación, ni siquiera al goce de aquellos placeres artísticos que nos son más asequibles. Nuestra burguesía, dominada por las tentaciones más materiales y groseras, apenas siente la emoción estética. Nunca suelen aparecer por aquí, a no ser que el acto de presencia pueda cotejarse más tarde. No vienen a oír; vienen a ser vistos. Nada les importa lo que se diga y la forma en que se diga. Lo que les interesa es el crédito, la importancia, el relieve social del disertante. Como acuden muy de tarde en tarde, muestran en todo su extrañeza, la falta de hábito. Apenas si saben sentarse. Dan la impresión de que los asientos les repelen. Denotan su incomodidad, su desasosiego. Se distraen a cada paso; cuchichean con el conocido de al lado; cruzan y descruzan las piernas; bostezan con cierto disimulo al principio, descaradamente después. El hastío llega incluso a adormilarlos, a entumecerlos. Es una especie de anquilosis del espíritu y de la materia. ¿Por qué este divorcio entre la aristocracia del talento y la de la sangre o la burguesía? ¿De dónde procede este desvío, esta incomprensión incluso sorda animosidad contra los llamados, despectivamente, intelectuales ? En una brillante organización social, los primeros puestos están siempre reservados a los que estudian, a los que escriben, a los que piensan, a los que se encierran en el laboratorio o en la clínica. ¿Es que una hectárea de secano, o incluso de regadío, vale más que una idea? No hay propiedad más sutil,

(99) Como decíamos más arriba, del contenido de esa conferencia puede darnos idea el artículo “Comentarios a Lope de Vega”. Alcántara, 140, 1962, pp. 3-18.

 

más elevada, menos inalienable que las ideas. Un olivar se vende y se pierde sobre él todo derecho. La propiedad de las ideas no prescribe nunca. De la muerte misma recibe trato favorable y respetuoso. ¿Quién arrebata a Zorrilla la paternidad de Don Juan Tenorio, aunque sea uno de los casos más típicos de enajenación de la propiedad intelectual?

Entre los españoles, este defecto-que no puede localizarse dentro de una región, de una ciudad, de un pueblo-es consubstancial a nuestra psicología. Otros países también denotan el mismo mal, pero en forma menos tosca y agresiva. Nosotros somos profundamente individualistas; muy pagados de nuestra propia personalidad, aunque esta consista en carecer de ella. Ejercemos algo así como una dictadura de la ignorancia, del número sobre la calidad. Nos complacemos en ir pasando por todas partes un rasero igualitario, nivelador, para suprimir las eminencias o demasías del genio, del talento, de la cultura. Ya que los bajos no se pueden poner al nivel de los altos, tendemos a igualarnos por el procedimiento de empinarnos un poco y de tirarles de los pies. Una especie de lecho de Procusto (100)  sabiamente manejado por nuestra soberbia.

Estos maestros que vienen a oírme, a pesar de lo torpe y deslucido de mis palabras, acuden movidos de una alta  e insatisfecha curiosidad del espíritu. Estos estudiantes son los que vemos todos los días camino de los centros de enseñanza, con los libros debajo del brazo. ¡Oh, dura y fecunda carga, de sus inquietudes alivio¡ Estos dependientes de comercio y estos obreros acaban su jornada de trabajo y en vez de meterse en el café o en el bar, o deambular en estéril peregrinaje por las calles de la ciudad, acuden aquí también, empujados de nobles incentivos del espíritu.

Después de leer cuanto precede, he pensado si habré sido excesivamente severo con nuestros aristócratas. ¿No habrá en todo esto cierto rencorcillo porque no vienen a oírme? ¿Me gustaría verlos aparecer por la puerta, envueltos en esa atmósfera de altivez que les circunda como una emanación de su propia persona? ¿No habré sido también injusto con nuestros ricos hacendados, con nuestros burgueses? ¡Ah, si entrasen de pronto, ruidosamente, con ese estrépito de que suelen rodearse los conquistadores, los triunfadores, los optimistas, pensaría yo  de otro modo¡ No. No me cautiva la idea de sustituir a Lope por (...)

10 Junio

No se puede salir ya al campo. Los caminos están polvorientos, sucios, abrasados. En las cunetas y junto a las bardas de los cercados aparecen agostadas las florecillas silvestres. Los regatos se han secado y sólo presentan a lo largo de su cauce algunos remansillos de agua turbia y rojiza. Las hazas que un mes atrás aparecían cubiertas de doradas mieses, tienen ahora, la dura, monótona, áspera tonalidad de sus rastrojos. Tan quieto está el aire, tan sofocante la atmósfera que nos rodea y el aliento que sube de la tierra quemada, endurecida, que parece que nos va a faltar la respiración si seguimos andando. Los altos tapiales de los huertos también nos echan una vaharada de calor al paso. De un lavadero, por donde cruza el camino, viene el olor de agua estancada. Unas mujerucas que cantan coplas picantes y se chancean entre sí con esa sana jocundidad de la gente del pueblo, van tendiendo la ropa, nívea, espejeante casi, sobre las zarzas de los vallados (114). Las torres de la ciudad, vistas desde este calvero a donde nos hemos subido para contemplar mejor el paisaje se recortan en un halo de luz aurirrosada. En el horizonte azul, diáfano, luminoso, unas colinas en primer término, y detrás un serrijón de aguda crestería opone su masa ingente a la avidez de infinito de nuestros ojos (115) . Las callejas están solitarias, mudas; sólo el murmullo lejano de una acequia o el agrio chirrido de la carrucha de un pozo, interrumpen este silencio hondo, acogedor que nos envuelve ahora. En un declive terregoso y calvo, un tejar llena el aire del humo denso, tupido, prieto de sus hornos. Al desembocar en la carretera- a mi me gustan más los caminos desiertos, ondulantes, sinuosos, metidos entre albarradas de huertos, o entre zarzamoras, madreselvas, ortigas y cardos- me he unido a Don Diego. Pocas veces se me depara pasear con él. Si nos vemos de tarde en tarde, es siempre así, por obra de la casualidad que me proporciona estos ratos de agradable charla.

Hemos hablado de todo un poco, arribando por último a la literatura. Don Diego es un conversador diserto, persuasivo, lleno de cautivadora simpatía. Tiene la voz algo empañada, efecto de una pertinaz ronquera; mas esta misma afonía da a sus palabras cierta dulce gravedad, con lo que gana en atractivo su discurso. Le gusta detenerse a ratos, como levantando una especie de hitos imaginarios a lo largo de la conversación; hitos que van escalonándose en una ascensional trascendencia. Don Diego es un enamorado de las obras clásicas. No se limita  a buscar por sí mismo en ellas sus matices más finos, sus reconditeces; sino que las estudia a través de la alta crítica, huroneando incluso en la vida íntima, privada, del autor, en persecución de algún pormenor, rasgo o sutileza que aclare tal o cual sentido de la obra, oscuro, soterrado. Conoce a Lope a través de su copiosa producción y de sus comentadores. Y como no está muy lejos mi discurso del otro día sobre el Fénix, en el Ateneo, me regala con juiciosas observaciones respecto de su vida, de sus comedias, de sus versos. La calma que nos rodea, en este lento declinar de la tarde, da un profundo realce a sus palabras. La atmósfera se va poniendo cada vez más transparente. Un airecillo blando, tibio, estival, se filtra entre las hojas de los árboles y las hace prorrumpir en suspirillos y quejas. En la lejanía, oculto ya el sol tras las altas cumbres, se forman anchas franjas de luz, que van descolorándose poco a poco.
Don Diego se detiene de pronto, en una de esas paradas impuesta por el ritmo de sus ideas, y me hace unas consideraciones muy sutiles sobre el erotismo de los grandes poetas. Aretino, Bocaccio, Lope, desfilan en un ameno recuento de sus andanzas amorosas. (...)

14 Junio

Sursum corda. El telégrafo me ha traído hoy una buena noticia. Mi estudio biográfico-crítico  de Séneca ha sido premiado en Córdoba. He aquí el texto del telegrama: “ Complázcome comunicarle Jurado ha otorgado usted unanimidad premio Séneca, por sobresaliente estudio biográfico crítico, felicitándole efusivamente nombre agrupación y propio, invitándole recoger premio velada 24 Junio-. J.S.”   

Estábamos comiendo cuando ha llegado la noticia a mi mujer se le han saltado las lágrimas de júbilo, y los chicos, que no están en antecedentes de lo que pasa, al vernos tan emocionados, no saben si echarse a reír o llorar.

(114) La descripción corresponde sin duda al lugar de os alrededores de Cáceres conocido como Hinche, al pie de la Sierrilla, a donde acudían las lavadoras a lavar en una fuente que ha sido restaurada recientemente.

(115) Alusión a la Sierra de la Mosca vista desde una de las colinas que rodean la ciudad.

22 Junio

Emprendimos el viaje el diecinueve. Como hemos salido de casa ya muy avanzada la mañana, el calor es sofocante, a pesar del aire que produce el coche en su marcha. Las moscas, pegajosas, no pierden la ocasión de molestarnos. El duro suelo de la carretera y el color bronceado del asfalto desaparecen bajo un polvo seco, tamizado, sutil. En las bardas de las cercas y en los árboles, que entoldan a ratos nuestro camino hay también una fina capa de polvo amarillo, bajo la cual desaparece el abrasado verdor de la naturaleza.

En Villafranca nos hemos detenido a almorzar con unos hospitalarios y cariñosos amigos, que nos han brindado, en estas heroicas horas de calor, las comodidades de su casa de campo, en las inmediaciones de la carretera.

Una mesa bien abastada, agua fresca, temperatura a tono con el agua, ausencia absoluta de “moscas lugareñas”, que decía Gabriel Miró, y una conversación amena y cordial. ¿Qué más puede apetecerse  a las dos de la tarde en medio de estos campos sedientos, polvorosos, hechos ahora inmensas rastrojeras?

Como yo tengo que despachar unos asuntillos en Zafra, Fregenal de la Sierra e Higuera la Real, nos hemos apartado del camino directo de Sevilla, para tornar a él por Santa Olalla. La ruta de la bella ciudad andaluza, por El Ronquillo, quizá sea un poco peligrosa a estas altas horas de la noche. Decidimos encaminarnos a Sevilla por Castilblanco, hacemos noche en La Algaba, por caer al mediodía en la hermosa plaza de San Fernando; asistir a la misa en la Giralda; recorrer a paso procesional el parque de Maria Luisa, y reanudar el viaje a Córdoba.

Cerca de las tres de la tarde, la gazucilla que sentimos nos ha hecho interrumpir la marcha para yantar, bajo el sombrajo de añosa y corpulenta encina, al borde casi de la carretera. Piscolabis o tentempié, más que otra cosa, pues la atmósfera de fuego que nos envuelve nos quita la gana de hacerlo con tranquilidad y recreo.

Más tarde, y reemprendido el viaje, nos hemos ido deteniendo en algunos pueblos, ya a refrescar, ya a curiosearlos. Hemos querido comprobar por nosotros mismos el ambiente hostil que se respira en la carretera. Arrieros, segadores, carreros, mozalbetes de los cortijos próximos al camino, nos saludan puño en alto, torva la faz, atezada e hirsuta, o con un reír sarcástico estrepitoso, amenazador. Unos segadores que topamos ya en los aledaños de Córdoba hacen ademán de cortarnos el pescuezo, y ponen, como remate a la bravuconería, una risada estentórea.
-Mal sitio para tener una vería-le digo a mi mujer.

Este viaje por Andalucía me ha permitido conocer más a fondo la educación sentimental y política de nuestro pueblo, que, con ligeras variantes impuestas por la psicología particular de cada región, viene a ser la misma en todas partes.

¿Qué fue de nuestros teólogos, de nuestros ascetas, de nuestros místicos? ¿Dónde están aquellos vates que escribían teología ya aquellos teólogos que componían versos? ¿Qué ha sido del sentido ecuménico de la vida española, movida siempre por ideales eternos? ¿Qué de la resonancia religiosa, simbólica, popular, ultraterrena del Corpus y de los Autos Sacramentales? ¿Y las honestas actividades de nuestra clásica artesanía: los tundidores, perailes, arcadores, jiferos, cardadores, regatones, perchadores, palanquineros y talabarteros? (122)¡Cómo contrasta la alba fisonomía de estos pueblos andaluces, con sus casas pulcras, enjalbegadas, rientes, y sus tiestos floridos, y sus rejas

(122) Cfr. Azorín: “aquí están los tundidores, perchadores, cardadores, arcadores, perailes...”Una ciudad y un balcón”. En Castilla. Espasa – Calpe. Madrid, 1998, p. 136

de encajes y filigranas del más depurado estilo español, con la protervidad espiritual de sus moradores¡ La alegría que este cielo radiante, luminoso hasta cegar, había puesto en los ojos y en la boca de las gentes había metido en sus almas, en su pensamiento, es ahora saña, puños crispados, majeza provocativa. La terrible lucha de clases ha encendido la tea revolucionaria, y no es posible mirar estos semblantes cetrinos, taheños, enjutos, malcarados, sin presentir el hostil y receloso desasosiego que nuestra presencia les produce. ¿Quién ha levantado estas murallas que tan difícil va a ser derribar? ¡Ay, no es mi propósito explanar aquí una nueva teoría social que ofrezca soluciones atinadas a este caos espiritual en que vivimos¡ Pero lo cierto es que ya no gravita sobre nosotros el pasado histórico. Nos hemos desentendido demasiado de aquellos imperativos indeclinables, como la tradición, el abolengo ideológico, el clasicismo, que tanta parte deben tener en la biología o formación de un pueblo. Y si Dios no lo remedia, la evolución pacífica, incruenta a que hemos de aspirar siempre, aun cuando los frutos sean menos tempranos, se convertirá en una honda y terrible perturbación social, cuyos resultados nadie podrá prever (123).

                         
23 Junio

He recibido la visita de los Amigos de Séneca. Me han informado de los actos que se celebrarán mañana en mi honor. A las once habrá una velada, en la que leeré un fragmento del libro galardonado y recibiré, de manos de la primera autoridad local, el premio en metálico y el diploma correspondiente. Después iremos a depositar unas flores en el monumento al filósofo cordobés. A las dos se verificará una comida íntima en mi obsequio, a la que asistirán las autoridades, los Amigos de Séneca (124) y representantes de los periódicos locales. Por la tarde visitaremos la ciudad y a las veintitrés se celebrará una verbena, como gentil muestra de adhesión a mi persona, en el Circulo de la Amistad (125).

Como estoy poco acostumbrado a estos homenajes, pues he sentido más veces los arañazos de la hostilidad en torno que la efusión alentadora de la simpatía, me noto descentrado y extraño.(...)


26 Agosto

La lectura de la Historia, de la Filosofía y de las ideas políticas desde Aristóteles hasta nuestros días nos lleva a una conclusión pesimista y desconsoladora (137). Se nos presenta a la Historia como la gran maestra de la vida, y una de dos: o hay que poner un poco en cuarentena su valor docente o los hombres se desentienden con facilidad de esta influencia educativa. Ya se ha dicho que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en el mismo sitio. ¿De qué nos sirven los precedentes históricos si los mismos acontecimientos se repiten, salvadas las distancias, más formales que intrínsecas, del

(123) La descripción de esta situación social alarmantemente crispada no se corresponde al año 1939 sino a 1935.
(124) La asociación de amigos de don Juan Valera organizaba el premio obtenido por Romero Mendoza.
(125) Se trata de una referencia al antiguo Ateneo, luego llamado Círculo de la Concordia. En Angustia (p. 377), Romero Mendoza utiliza esa misma denominación  (Círculo de la Amistad) para referirse al Ateneo de Cáceres.
(137) Las ideas que se desarrollan a continuación fueron expuestas, con una elaboración más rigurosa y documentada,
tiempo, sin que la experiencia evite estas reiteraciones de la terquedad humana? El ejemplo de Alejandro no ha frustrado el de Napoleón. Ni la Revolución francesa, la rusa. La bancarrota del Imperio romano no impidió que se forjara el Imperio español, cuyo destino tuvo igual infortunado término. Los pueblos persisten en las mismas ideas sin detenerse a mirar el pro y el contra de cada una. Más bien parece como si se cegaran al emprender esas rutas épicas que tienen por colofón el desmoronamiento y la ruina. Si nos detuviéramos a considerar al mundo como lo que es: un conjunto de elementos trabados entre sí, que no pueden moverse a su antojo, sino al dictado de una ley universal, cuyas transgresiones quedan derrotadas en el desequilibrio de las partes, evitaríamos la repetición de acontecimientos que ya han sido sancionados por la Historia.

Sirvámonos del siguiente paradigma: el hombre vive a expensas de una interpretación racional de sus necesidades. Una afición desmedida al estudio no nos releva de la precisión de alimentarnos; ni una notoria inclinación al ejercicio físico, de reposar las horas debidas. Sólo el armonioso empleo de nuestras facultades y la satisfacción ordenada y cabal de cada necesidad hace posible la vida y la asegura contra el incierto porvenir a que conduciría el juego arbitrario, incoherente, anárquico de la propia persona.

Extendamos este ejemplo, que no tiene más que un alcance discursivo y polémico, por lo que no se nos deberá incluir entre los partidarios de una concepción orgánica del Estado, a la vida de cada pueblo. ¿No provendrá la armonía social del juicioso desenvolvimiento de nuestras posibilidades? Ni el talento debe someterse al número, ni acumularse la riqueza en unas cuantas personas, ni vincularse el poder a un grupo social. La hegemonía de una clase social trae consigo la lucha contra las otras postergadas. La democracia absoluta, rousseauniana, conduce a la revolución también como término fatal e inexorable. El Estado absoluto, con su intervención en todas las actividades, destruye por completo la personalidad individual y convierte al espíritu, que no debe tener otras fronteras que las impuestas por la moral, en un serviciario suyo. Y una de dos: o el individuo existe para el Estado, en cuyo caso habría que pensar en que el pie se hizo para el zapato, o el Estado es una necesidad del individuo, y de aquí que este ceda aquella parte de sus derechos que ha de traducirse en su propio bienestar, esto es, en la convivencia y el orden. El imperialismo, que es la fuerza expansiva de un pueblo, el desbordamiento de su vitalidad, crece a expensas de la debilidad y descomposición de otros estados, y perturba el equilibrio del mundo, inclinando el fiel de la balanza.

El menosprecio que se hace de la intelectualidad en algunos medios sociales trae consigo el endiosamiento de la fuerza bruta, cuando el ejercicio puro de la inteligencia es el más noble y desinteresado de todos. Ante la ley todos debemos ser iguales o, lo que es lo mismo, la ley debe obligarnos a todos a su cumplimiento. Los privilegios resquebrajan la disciplina social y preparan el camino de la protesta colectiva, ya adopte un tono revolucionario o la resistencia pasiva. La virtud debe ser el objeto primordial del hombre, puesto que su posesión lleva inherente el bienestar de la colectividad. El valor que no es constructivo, científico, racional, nos arrastra en su último término a la negación de la vida, y es por consiguiente contrario a la naturaleza, que tiende a conservarse y multiplicarse. El valor épico, por ejemplo, es negativo e infecundo. La justicia ha de ser como el fuego, bajo cuya acción el oro, que es el bien, sale purificado, y la escoria, que es el mal, eliminada. La educación del pueblo puede servir de base a la convivencia de sus súbditos. Si fomentamos la inclinación de estos a lo bello, mediante la contemplación de las obras de arte, las buenas lecturas y la música, habremos despertado la sensibilidad de cada uno. Es más fácil la avenencia entre las personas de una esmerada educación sentimental que entre los espíritus vulgares y zafios. Mucho se habrá adelantado si hemos conseguido sustituir la fuerza coactiva del Poder por la recíproca atracción que ejercen las inteligencias y los sentimientos cultivados. También tiene una capital importancia la educación religiosa. Pero ¿quién nos responde de la sinceridad de los sentimientos religiosos? El Evangelio es letra muerta para mucha gente, aunque sus prácticas parezcan indicar lo contrario.

El gobierno debe estar siempre en manos de los más inteligentes. Sin embargo, no quisiéramos dar a esta afirmación un valor desmesurado, absoluto. Platón fue demasiado lejos al proclamar la necesidad de que el Estado sea regido por los filósofos y Burke (138) se quedó muy atrás al mostrar su desvío por las teorías políticas.

El primero nos lleva a una concepción idealista poética, transcendental, del Estado, más allá, sin duda, de las posibilidades humanas. El político inglés se encastilla excesivamente en las instituciones de la época y propugna el desarrollo paulatino de las reformas. Busquemos una posición ideológica equidistante de estos dos extremos. Que no sea el Estado un conejo de Indias en que ensayar las lucubraciones más o menos utópicas de los filósofos. Pero que tampoco sea un paquidermo insensible a la evolución de los tiempos. El Estado ha de ser fuerte, para hacer cumplir la ley. Sin embargo, conviene no invadir el terreno de la iniciativa individual. Las relaciones con los países vecinos deben ser en todo momento amistosas y procurar que los conflictos que puedan suscitarse con ellos no degeneren en una contienda armada. El saldo de una guerra es siempre negativo. El único imperialismo que han de practicar los pueblos es el del espíritu, que no lleva tras de sí la muerte, sino la vida. Las armas de Cervantes y Lope nos han proporcionado más crédito y estimación en el mundo que las de Carlos V.(...)

El abolengo espiritual de un pueblo, sus tradiciones, sus costumbres, su carácter nativo, autóctono, diferencial influyen mucho en la fácil adopción o repugnancia de las teorías políticas. Andemos siempre nuestro camino, sobre todo si vemos en él las huellas hondas de nuestros antepasados. Mientras el desarme general sea un sueño irrealizable, ya que requiere como base el bienestar universal, el Estado debe tener un ejército fuerte, que no promueva a la guerra sino a la paz. El ideal griego fue la inteligencia armada. Amemos a la patria con un amor firme, inquebrantable, pero ni hermético ni cerril. Schopenhauer ha dicho que un hombre solo es un Robinsón abandonado. Las fronteras deben estar abiertas a las manifestaciones honestas y profundas del espíritu creador de los pueblos. La buena distribución del agua de un país es garantía de bienestar  y de riqueza. Aun cuando la ejecución de un plan hidráulico sea  muy costosa, a la larga siempre será remunerativa. Amemos al árbol, que es un símbolo y ayuda, fuente de riqueza y elemento estético del paisaje. No debemos pues, limitarnos a su conservación, sino incrementar la repoblación forestal con afanosa diligencia. Las artes y las ciencias también deben ser objeto primordial de la atención del Estado. Cuando el proteccionismo extiende sus raíces por todas partes, ante el fracaso más o menos rotundo del laissez faire y del librecambio, ¿qué mal puede haber en que esta política procure igualmente el desarrollo de las actividades espirituales? El propio desinterés del arte y cuanto hay de altruista, de filantrópico en la ciencia, abonan nuestra tesis.(...)

(138) Edmund Burke (1729-1797), político y escritor británico, es autor de unos Pensamientos sobre las causas del actual descontento (1790). Hay una edición reciente de su obra en Textos políticos .F.C.E. Méjico, 1997.                                                                                                                            
(141) Arthur Schopenhauer. El mundo como voluntad y como representación, libro cuarto, s/s 57
(...)  (147)         

(147) Faltan ocho cuartillas que no hemos podido localizar y que el autor (no sabemos por qué) hizo desaparecer. Lo que transcribimos a continuación está tachado en aspa y alude a la muerte del hijo de Pedro Romero, José Antonio, que falleció el 27 de septiembre de 1935:

“Desde el primer momento nos dimos cuenta de la gravedad del enfermito. Sus ojos, dulces y alegres, perdieron enseguida esta expresión de ufanía y de ternura que los hacía tan irresistiblemente atractivos. La piel sonrosada y fresca, pronto denotó la importancia del mal, tornándose amarillenta y lívida. ¡Qué largas noches junto a la cabecera de la cama, oyendo la respiración febril, entrecortada, del pobre hijo; viéndole sufrir y sin poder llevar un alivio a su cuerpecito¡ Emilia no ha pegado los ojos. Pero ni su voluntad, ni los desvelos de la ciencia, ni nuestras súplicas al Señor para que se apiade de nosotros el triste desenlace. Lo hemos visto hundirse cada vez más en el lecho, en una consunción inexorable que ha ido apagando, con acelerado ritmo, la luz de sus ojos y dejando el cuerpo en una quietud mortal. Sabíamos que era ya imposible salvarle, que la coloración cianótica de su rostro nos anunciaba el terrible tránsito, y sin embargo hemos acudido a todos los remedios heroicos que estaban en nuestras manos. ¡Batalla perdida a pesar de todo el denuedo que puso nuestro corazón en ganarla¡

Con su muerte ha aumentado mi insociabilidad. Me molesta la gente que viene a casa. Son amistades de mi mujer que acuden a hacernos presente su sentimiento. De mis amigos apenas si han venido tres o cuatro a acompañarme unos instantes en estos días. Don Diego (148) no está aquí, ni Fernando (149) tampoco, que de todos ellos es el único que me ha dado siempre pruebas de verdadero afecto. Quizás sólo yo sea el culpable de este aislamiento en que vivo. Mi ingénita hurañía me inclina demasiado al homo homini lupus de Hobbes (150) y al mundos universus exercet histrioniam, de Petronio (151) Cada vez me considero más divorciado de los demás, más metido en mí. Cada día que pasa son más firmes las fronteras que me separan de la gente. He ido forjando poco a poco esa soledad dulce y acogedora en que me sumen mis propias intimidades. Tan hecho estoy ya a vivir así, apartado del comercio espiritual con los demás, surcando a todas horas sin brújula ni timón, esto es, a merced de la corriente el piélago de mi vida interior, que cuando hablo con algunas personas que no son de mi absoluta intimidad, me parece que mis palabras apenas suenan, y tengo que hacer un grande esfuerzo al pronunciarlas.

No odio a la gente, como sospecho que piensan algunos que ven en mi apartamento algo así como el reconcomio de mis fracasos literarios o de mis ambiciones no satisfechas. Existe por ahí la creencia, muy generalizada por cierto, de que las personas que se distancian voluntariamente del mundo, de sus pompas y vanidades, son amargados o decepcionados. Hay quienes, con una interpretación un poco simplista de los fenómenos morales y enemigos de las denominaciones genéricas, inquieren la causa de estos estados de ánimo, como Eckermannn pretendía de Goethe ejemplos que hicieran más asequibles a su mediano entendimiento los conceptos abstractos del gran poeta.(152).

No les basta con que se les diga que tal sujeto es un amargado o un decepcionado, sino que quieren saber de dónde proviene el mal. “Es la soberbia y sus choques con la vida lo que ha llenado de hiel el espíritu de fulano”. Es la envidia de los bienes ajenos, de los triunfos de los demás, lo que nos hunde en el pesimismo y el mal humor.” (...)

(148) Diego María Crehuet.
(149) Fernando Bravo.
(150) En esa frase, compendio de su Leviatán, se resume el pesimismo antropológico del filósofo inglés Tomas Hobbes (1588-1679). La frase la toma de Hobbes de Plauto.
(151) Vid. nota 115.
(152) En sus Conversaciones con Goethe de quien Eckermann fue secretario.

Esta soledad que me rodea como una muralla invisible me permite gustar con voluptuosa fruición el sabor íntimo de las cosas. No me conformo, pues, con la primera impresión que recibo al enfrentarme conmigo mismo o con cuanto hay a mi alrededor. Las cosas, por placenteras que estén, por abordables que se muestren a nuestros ojos, poseen mil seductores secretos bajo su fácil apariencia. No es la forma, ni el color, ni sus rasgos característicos  lo que constituye su arcano. Todo esto está muy lejos de la esencia íntima, recóndita, de las cosas. La forma, el color y sus rasgos fundamentales nos llevarán a la posesión fundamental de cada una. El alma está tan soterrada y honda que hay que ser un nuevo Trofonio (153)  y buscarla incluso a tientas entre las tinieblas o a la luz de esos resplandores súbitos del espíritu que iluminan a trechos el camino. ¡Cuántas veces nos hemos creído dueños de la verdad y se nos ha escapado, resbaladiza y sutil, de las manos¡ Quizás este incesante trafagar de la mente, este andar y desandar febril, apasionado, vacilante, sea el principal atractivo de toda especulación filosófica, y el fuerte y poderoso estímulo que nos mueve provenga de lo huidizo e inasequible que se nos muestra todo, en la inestabilidad de sus formas conocidas. El principal encanto de la verdad no está en poseerla, sino en conquistarla. Como lo más seductor de una mujer es lo que nos promete, no lo que nos da. Toda posesión, por apetecida que sea, es primer paso que damos hacia el hastío. El disfrute de la riqueza, cuando la hemos hecho nosotros, nos vuelve nostálgicos, y acaso, acaso, nos decepcione un poco, allá en el ápice del bienestar, de la abundancia, lo fácil que nos parece ahora todo el camino andado.Y aunque no nos resolvamos a hacerlo, porque la materia está poco propensa a renunciar a sus conquistas, ¿quién no se siente inclinado a volver a empezar movido de las recias emociones que nos esperan, de las agudas aristas con que la realidad hiere nuestra sensibilidad, ya en el dolor como en el placer?

La pérdida de nuestro hijo José Antonio, de sus ojos azules, alegres, luminosos; de sus manitas de tibios hoyuelos donde puse tantas veces mis labios, de sus cabellos rubios y de sus risas zalameras cuando me veía aparecer bajo el dintel de la puerta, me ha hecho meditar mucho sobre el grave pensamiento de la muerte. Y he envidiado a esas almas sencillas, que caminan por entre las tinieblas espesas de su ignorancia, sin vacilar ni extraviarse, mientras nuestra razón escéptica, analítica, destructora, va abatiendo cuanto halla al paso.

1º Octubre

Han llegado las primeras lluvias otoñales. Hace dos o tres días que no es posible salir al campo. El cielo tiene un color plomizo y el agua cae mansa, beatífica, bienhechora, sobre el suelo que ya empieza a verdecer. Esta nueva estampa del otoño, hecha de jirones de niebla y del monótono canturreo de la lluvia sobre las losas, nos recuerda, por contraste, el seco verdor de los apriscos y el lecho, sin corriente, de los regatos y la calígine de los días abrasadores del estío. Ahora todo es humedad y melancolía. La luz tamizada por el cedazo de las nubes da a las cosas un aspecto triste y fantasmal. El poema de la naturaleza está en sus postrimerías. No se oye ya el canto de los grillos al caer de la tarde, ni el croar de las ranas en las aguas turbias, verdosas, estancadas. Los árboles se desprenden de su pomposa vestidura y la brevedad del crepúsculo está teñida de tristeza.

Como no se puede salir al campo con este tiempo, desde la terraza cubierta del despacho contemplo la ciudad, cuyo fastigio urbano aparece erizado de campanarios. En dirección del saliente está la Montaña, envuelta ahora en vaporosa niebla (154).

(153) Trofonio, hijo de Apolo, vivía en una gruta subterránea y oracular que suele tomarse como símbolo de la oscuridad y de las tinieblas infernales.
(154)  Sierra de  la Mosca en los alrededores de Cáceres

 Por la carretera que cruza por delante de casa, van algunos arrieros con sus húmedos bagajes. Llevan la manta sobre la cabeza, para defenderse mejor de la lluvia. Se oye el chapoteo de las bestias en el barro y el monocorde lenguaje del agua sobre las tejas y el reluciente acerado de la calle. La claridad va haciéndose cada vez más tenue. Apenas se deslumbra el perfil de la Montaña, cuya mole  se desvanece en la incierta luz crepuscular. El paseo de Sagasta, estremecido por un vientecillo suave que arranca algunas hojas amarillentas y gime, leve, al cruzar, oculta la vaga forma de sus macizos en las sombras de la noche, que van apoderándose de las cosas hasta hacerlas casi desaparecer de la vista. En la oscuridad, por momentos más tupida e impenetrable, surgen, de trecho en trecho, los puntitos luminosos del alumbrado, que reverberan sobre las aguas aprisionadas del estanque, en los alcorques de las acacias o en la misma humedad del suelo.

Aprovecho estos días para poner en orden los papeles del despacho. He reunido en apretado haz de cuartillas todos los materiales que andaban dispersos por las estanterías de la biblioteca, relativos a la obra que proyecto escribir sobre la literatura del diablo (155). ¡Qué evocación la mía¡ ¡Ah, si yo acertase a emplear este tiempo perdido en tarea más remunerativa¡ La suerte de Séneca, de los Siete ensayos sobre el Romanticismo español, y de tantos otros trabajos ya concluidos, sobre política, literatura o arte, debería servirme de lección. ¿Espero sin duda, que venga algún nuevo León X, Luis de Baviera, o, más modestamente, conde de Lemos, a echarme una mano y dar a la estampa mis obras? Pero estos no son tiempos de mecenas. Hay que hacérselo todo uno solo y no confiar en la ayuda de los demás.

Decepcionado de mis propias fuerzas y de la esterilidad de mis intentos, hay muchos días que al levantarme me prometo abandonar los libros e invertir las horas libres en cosa de provecho. En casa, a medida que aumenta la familia, se crean nuevas imperiosas necesidades. Vivimos estrechamente, dándole muchas vueltas a los cuartos en la mano antes de gastarlos. Los chicos van creciendo y las atenciones de la ropa, del calzado, de los estudios, son cada día que pasa más apremiantes e ineludibles. En cambio, la tacañería con que en las oficinas se pagan nuestros servicios hace a los hombres mártires o sinvergüenzas. Como veo que Emilia se impone cuantos sacrificios son necesarios para constreñir los gastos, y se remienda la ropa y se zurcen los calcetines hasta aquel extremo que permite nuestro decoro, decídome a buscar quehacer que nos deje subvenir más holgadamente a nuestras necesidades (156). Pero por muchas vigilias y desvelos que paso, no acierto a encontrar campo adecuado a mis actividades. ¿Representaciones? ¡Válgame Dios¡ Si en cuanto el tendero, el industrial, el fabricante, nos ven aparecer por la puerta, con la cartera debajo del brazo, nos acoge con una sonrisita irónica que echa al traste todos nuestros cálculos y esperanzas.

(155) Como señalábamos en la introducción, La literatura del diablo es un proyecto que Romero Mendoza anunciaba ya en 1933, cuando publicó su ensayo Azorín. En el archivo de Pedro Romero Mendoza se conserva una copia manuscrita de esta obra.
(156) Este de las estrecheces económicas es uno de los temas que más reiterativamente obsesionan al protagonista de Angustia, la novela póstuma de Romero Mendoza. En ella, Concha, la mujer de Marcelo Ponce, aparece con cierta frecuencia, como aquí Nela, mientras zurce los calcetines y repasa la ropa.

De retorno en casa, nos encerramos en la paz dulce, tibia, acogedora, del despacho. Hay en las estanterías y la mesa cierto simpático desorden que proclama la proximidad de otras horas de febril inquietud, de creador desasosiego. A través de los visillos del balcón, de un tenue color pajizo, se filtra la luz mortecina, suave, del crepúsculo. Empiezan a desdibujarse un poco las severas formas de los muebles. El ruido de la calle tiene aquí una débil resonancia. Como los chicos están abajo, en casa de sus tíos, se disfruta de cierto grato silencio, que invita a la meditación y al propio éxtasis. Los objetos que nos rodean muestran el blando perfil que la semiobscuridad da a las cosas. Sentimos la necesidad de buscar en la lectura de algún libro el apaciguamiento  de nuestros nervios, un poco tensos, dilacerados. Hemos dado vuelta a la llave de la luz, y la habitación, más bien angosta y recogida, se inunda de una claridad radiante, cegadora. Los muebles rehabilitan sus verdaderos contornos. Sobre las estanterías de la biblioteca hay algunos objetos de metal que brillan, sin llegar a herir nuestros ojos. Los cuadros que decoran las paredes recobran la exacta corporeidad de sus figuras, y el silencio que nos rodea tiene cierta aérea ingravidez. Hemos cogido un libro de los estantes. Herman y Dorotea, de Goethe (157)  o El héroe de Carlyle (158). Al conjuro de las primeras ideas, de los primeros efectos, ha surgido de nuevo en nosotros nuestra conciencia estética. Todo lo que no contribuye a una estrecha, íntima compenetración nuestra con el libro que descansa en el regazo acogedor de nuestras manos, se desvanece o anula. La atención de nuestro reanimado espíritu está como claveteada en las páginas de El héroe. Hay aquí una robustez de pensamiento que inunda nuestra sensibilidad y nuestra mente. Todas las adormecidas ansias se encabritan y pugnan por rebelarse contra la disciplina interior. Es como la recuperación de la propia personalidad, el volver a encontrarse así mismo después de una renuncia forzada a cuanto hay de sustancial y permanente en nosotros. Y a través de esta espléndida coloración del espíritu, lleno de luz cenital, un poco imprecisa, desvaída, temerosa, pero no hasta el punto de que se esfumen sus características más específicas, la figura oronda del tendero, sus manos algo grasientas y el volandero mandilón oliendo a especias.

 

15 Noviembre

El problema más serio que se plantea a un hombre de letras es el de su remozamiento espiritual. Todas las épocas son de transición, incluso las que presentan rasgos más típicos y profundos. El espíritu no se resigna a estar en reposo, sino que está en constante movimiento, en perenne actividad creadora. Y sus operaciones denotan un sentido de evolución, cuyos aquietamientos o remansos determinan la existencia de una modalidad literaria,con sus caracteres peculiares, distintivos, su normas y cánones. Esto fue nuestro clasicismo del Siglo de Oro y nuestro Romanticismo del XIX. Pero entre estas concreciones estéticas más durables hay una serie de formas intermedias que suelen señalar al paso de cada generación literaria. Cada escritor va adscrito a una época. Su formación espiritual corresponde a las directrices de la cultura de su tiempo, sin perjuicio de los elementos clásicos, humanísticos que  aporte (n)  el estudio y la lectura. No es fácil, pues, desentenderse de aquellas singularidades típicas, castizas, genuinas que constituyen la conciencia estética de cada generación literaria. Como no puede desprenderse el árabe de su fatalismo, ni el hombre de los trópicos de su indolencia, que les son consubstanciales, ya que el orden religioso, ya en el

(157) Herman y Dorotea (1796) es un poema idílico cuyo telón de fondo es la Revolución francesa.
(158) Los héroes (1840) es la obra más conocida del filósofo e historiador inglés Thomas Carlyle (1795-1881), idealista y romántico tardío
temperamental, respectivamente.

Cuando yo era mozo me sentía animado de un espíritu andariego. Ya empezaba a fastidiarme el trato de la gente. Sobre todo la cazurrería y la ordinariez propias de las poblaciones pequeñas. Me holgaba de liberarme de esta vida prosaica, servil, simplista, en que todo tenía siempre el mismo tono, el mismo ritmo, la misma insubstancial apariencia. Mi gusto hubiera sido salir de esta ciudad, recorrer aquella parte del mundo que mejor conocía por mis lecturas, orearme de todos los vientos, soplaran de donde soplaran, curtirme bien por dentro y por fuera y no echar nunca hondas raíces en ningún lado.
A medida que ha pasado el tiempo me he ido curando de esta propensión viajera. Aun cuando los dominios de la fantasía no tengan fronteras y el alma se escape del medio en que vive habitualmente, para andar de la ceca a la meca, lo cierto es que tampoco puedo hurtarme ya a la tiranía del ambiente. Se ha formado dentro de mí un orden de cosas. La luz que nos alumbra, y el aire que respiramos, y el paisaje que se contempla desde las ventanas de mi casa, y las costumbres, y las personas con que nos tropezamos todos los días en la calle, y los caminos han tejido en torno del espíritu como una tupida red en que aparecen prendidos todos los actos de nuestra voluntad.

(...)
No comparto, desde la lejanía de mi formación estética, el excesivo ardimiento de esta juventud creadora (162) que ve un poco imprecisamente las cosas, por la misma rebeldía con que se sitúa frente a la vida, pero me siento atraído por sus audacias. Ellos vuelan y yo ando. Van en pos de formas vagas etéreas, huidizas de arte, con la esperanza de encontrar algo definitivo y eterno. No les pesan los años todavía. Están ahítos de optimismo. Creen que en el mundo de la poesía también es posible descubrir nuevos continentes. Y en seguimiento de esta idea, lanzan a través de los mares de la fantasía la carabela de su espíritu soñador. En cambio, yo estoy ya de vuelta de todos los caminos y en cada uno de ellos he enterrado una ilusión.
Don Eugenio es un pensador y un poeta (163). De cuerpecito menudo como Kant, como Leopardi, representa un eslabón muy valioso en la continuidad de la filosofía y de la rima. Mira a través de los lentes con unos ojos distraídos, de ensimismado en la contemplación de sus propios pensamientos. Cuando recita sus versos, la voz se le tiñe de honda melancolía y tiene, a veces, matices patéticos.

Don Pedro (164) es alto y espigado, de ojos inquietos, profundamente inquisitivos. Parece un haz de nervios. Da un acento apasionado a cuanto dice, y es un prosista elegante, jugoso, de prosapia azoriniana.

(162) Juventud Creadora fue precisamente el rótulo con que se agruparon en 1943 García Nieto, Pedro de Lorenzo y algunos otros en torno a la revista  Gracilaso.
(163) Se trata sin duda, de Eugenio Frutos Cortés (1903-1979), poeta y catedrático de Filosofía en el Instituto de Segunda Enseñanza de Cáceres, que desempeñó un papel relevante en la vida cultural cacereña de aquellos años, en los que escribía su Políptico de Cáceres (1941), inédito hasta 1980.
(164) Pedro de Lorenzo (1917-2000), que firmaba por entonces sus artículos con el seudónimo Kopolam, estaba iniciando su carrera literaria. Con su prosa de altísima calidad ha recordado el magisterio de Eugenio Frutos en estos años formativos y cacereños en Los cuadernos de un joven creador o Ahora, ¡a otra cosa¡ De la época de este diario es la primera obra publicada por Pedro de Lorenzo, La quinta soledad (1943). Vid José Miguel Santiago Castelo: Pedro de Lorenzo. Epesa. Madrid, 1973, p. 26.
Don Leocadio (165) es un poco miope. Dibuja y escribe, propendiendo más al teatro y a la novela que a los demás géneros literarios. Es un romántico, incluso en su falta de formación clásica, que controlase la exaltación de su imaginativa.
Don Jesús (166) siente una morbosa complacencia en contravenir todos los cánones literarios y es de una impetuosa originalidad creadora.
Reverso de esta medalla es Don Faustino (167). Su preparación clásica, trasvasada en los moldes literarios de nuestro tiempo (...)
La habitación donde nos reunimos es muy angosta (171) apenas cabemos en su ámbito. De las paredes, enjalbegadas, penden algunas fotografías de familia. Un severo estante muestra la hilera nutrida, copiosa de sus libros. En la mesa de pino, como la del Don Pablo de Espronceda (172) reina un simpático desorden propio de las actividades creadoras. Cuartillas de una impoluta blancura y libros con registros que indican horas de estudio y meditación. A través del herraje del balcón, se ve en la lejanía un alcornocal. La oscura tonalidad de sus árboles, algo distanciados entre sí, contrasta con el azul limpio, bruñido, del cielo. Delante de esta austera perspectiva hay unos labrantíos cuya rojiza coloración forma parte de una escala de matices, que se inicia en el azul del horizonte y concluye en las paredes terrosas, como calcinadas, de un cercado. En las lomas, donde se celebra el ferial de la ciudad  (173), una punta de ovejas pastoreadas por un zagalillo da al paisaje cierto aspecto campesino.De las calles cercanas llegan hasta aquí los ruidos antagónicos de una artesanía afanosa, diligente.. Son como el portavoz de su dinamismo. Herreros, forjadores, talabarteros, canteros, especieros, regatones...El ruido de sus instrumentos de trabajo o sus voces en medio de la calle, tienen una simpática resonancia en nuestros oídos. Cuanto se ve desde esta habitación- las azoteas con ropa blanca a secar, las corraladas con sus cobertizos llenos de enseres inservibles, los tejados relucientes por la luz del sol y el paisaje, en una perspectiva suave, dulce, tibia-aparece envuelto en la luminosidad de estas primeras horas de la tarde.
(...)

(165) Leocadio Mejía, cuñado de Eugenio Frutos y admirador de César González Ruano, firmaba con el seudónimo Viky y era unos años mayor que Pedro de Lorenzo, con quién escribió en colaboración Santa Lila de la Luna y Lola novela cursi. Llevaba un prólogo de Frutos y estaba ambientada en Tristón de Tedio (Cáceres). En el capítulo “Tertulia de Café” de Los cuadernos de un joven creador (1971) Pedro de Lorenzo dedica unas emocionadas páginas a Leocadio Mejías. En Obras completas, I, pp. 707-708.
(166) Jesús Delgado Valhondo, aunque nacido en Mérida en 1909, se traslada en 1919 a Cáceres, donde se relaciona con Pedro Caba, Eugenio Frutos, Pedro de Lorenzo y Leocadio Mejías. Fue uno de los fundadores de Alcántara en 1944. Su primer libro, El año cero (1950), lo reseñó Romero Mendoza (Alcántara, 29, 1950, pp. 49-50) con la misma ambivalencia reticente que vemos en este texto.
Delgado Valhondo se ha referido alguna vez a estas tertulias: “Por aquella época se juntaban en Cáceres, 1940-41, Pedro de Lorenzo, Pedro Romero Mendoza, Mejías, Frutos, Faustino Sánchez Marín, Juan Fer-
nández Figueroa, Pedro Caba, Martín Gil, etc.” (Literatura extremeña viva, Cáceres, 1989, p. 42.)
(167) Faustino García Sánchez-Marín (1914) fue redactor de Extremadura y la Falange. Colaboró esporádicamente en Cristal  y Alcántara y en los años cincuenta dirigió en Madrid la revista Correo literario. Publicó algunos ensayos, entre los que destaca Humanismo natural y humanismo cristiano.Editora Nacional. Madrid, 1954.
(171) En ocasiones, como la que aquí se describe, la reunión se celebraba en la casa familiar de Pedro de Lorenzo en la calle Fuentenueva,16, en lo que entonces eran casi las afueras de la ciudad. El dato lo tomamos de Pedro de Lorenzo: Fortuna de los reveses, pp. 60-61.Eso explica el paisaje rural que se va a describir a continuación. Sobre las tertulias de escritores jóvenes en la casa de Pedro de Lorenzo, vid. su conferencia La juventud ilusionada: aquél Cáceres, en borrador. Cáceres, 1999.
(172) Espronceda comienza así el Canto I de El diablo mundo, cuyo protagonista es Don Pablo : “Sobre la mesa de pintado pino/melancólica luz lanza un quinqué”. Citamos por la edición de R. Marrast. Castilla. Madrid, 1978.
(173) El actual Parque del Rodeo fue el recinto ferial de Cáceres en aquellos años y mucho después.

10 Marzo

Llevo varios días como desconcertado y fuera de mí. Pensé que, al reintegrarme a mi vida de siempre, mis sentimientos y mis ideas estarían en orden. Nada ha pasado que justifique esta comezón de mi espíritu. Y sin embargo he perdido aquel dominio que tenía de mí mismo, aquella ataraxia (196)  o placidez de ánimo para enfrontarme con las cosas y gozar de ellas honestamente.

La primavera se anuncia ya, pues la naturaleza se va vistiendo estos días con sus mejores galas. Los crepúsculos son largos, tibios, soñadores. Al salir al campo, de los huertos transciende un fuerte olor mareante. Los regatos tienen las aguas más limpias y serenas . Ha aumentado la algarabía de los pájaros que traduce no sé qué pagano contento. Pero mi alma sigue conturbada, ajena a cuanto ocurre en torno suyo. Antes, cuando llegaba este tiempo rellenaba de una ufanía sana y radiante. Reanudaba mis paseos solitarios por el campo. Recorría las callejas de los olivares en la falda de La Montaña, cruzaba las huertas por los puentecillos de la Rivera, bajo la sombra fresca y patriarcal de los nogales(197) . Sentía una voluptuosa complacencia en estas caminatas por los atajos de la Sierrilla, sobre la yerba tupida del sendero, entre olivos, higueras y zarzamoras. Me detenía a oír la leve canturía del hilillo de agua de las acequias y a aspirar el tibio aroma de las madreselvas. Buscaba el toldo de algún árbol del camino, donde descansar de la fatiga del repecho, y emprendía otra vez la marcha, hasta encaramarme en los canchos de los cerros, ya a una hora en que el sol empezaba a declinar (198).
¡Qué inefable encanto tenían para mí estos momentos de una poesía íntima y profunda¡ Un sentimiento idolátrico de la naturaleza me hacía que me compenetrase con el paisaje, con la luz, con el rumor del agua oculta entre los juncos y los helechos, con el aire, que era como una caricia cargada de perfume campesino. Esperaba hasta que el sol se ponía del todo, en un cielo limpio, sin celajes, o entre nubes apretadas que iban tiñéndose de tonos aurirrosados. El crepúsculo se prolongaba en una tenuidad luminosa, que ya no permitía distinguir con precisión las formas naturales. El viento acababa por aquietarse y solo era como un suspiro. Algún sapo hendía el espacio con su canto de cristal. Y apenas las luminarias de la noche, de unos destellos claros, plateados, aparecían en el firmamento, tornaba a la ciudad.

Otros días me adentraba en las huertas, bajo la ancha sombra de los cerezos. Por canalillos escondidos entre las plantaciones corría el agua sutil y rumorosa. La casa achaparrada del hortelano, con sus huraños ventanucos, las paredes enjalbegadas y algunos tiestos de hierbabuena y albahaca junto a la puerta me echaba al paso el aliento húmedo y fresco de su interior. En un estanque de verdosa superficie líquida croaban las ranas. Las más asustadizas se zambullían en las aguas turbias. Otras seguían su cántico hiriente y duro.

La luz, tamizada por la pomposa vestidura de los árboles frutales, daba cierta ensoñadora apariencia a cuanto había en torno nuestro. Del suelo subía un recio olor a tierra mojada, que sin trastornar el sentido, le hería de una voluptuosa sensación. Pa-

(196) Concepto muy ligado al pensamiento existencial de Sopenpenhauer y asumido por la literatura del 98, sobre todo por el Baroja de Camino de perfección o El árbol de la ciencia.
(197) Aún existen esas callejas y esos olivares, entre la falda de la Montaña y la Rivera del Marco, al sureste de la ciudad.
(198) Este otro recorrido, por la Sierrilla, nos lleva al noroeste del casco urbano de Cáceres.
recía como si se bañase uno de frescura y de agreste fragancia. Después, al salir de entre los nogales y las higueras, se apetecía la ardiente caricia del sol.
Volvía a casa contento, porque estas paseatas al aire libre eran un sedante de los nervios. El poco cansancio que experimentaba me producía una suave laxitud. Pero todas mis potencias venían más despiertas y entraban prontamente en actividad. Ahora, cuando regreso del paseo noto mayor cansancio físico, y esta agria comezón del espíritu que vengo padeciendo estos días, como un recrudecimiento de mi carácter enfermizo, no me deja hacer nada. No tengo paciencia para leer, ni siento la necesidad acuciante de otras veces de traducir a la palabra escrita mis pensamientos. Es como una inapetencia del espíritu, un desfallecimiento de la voluntad, que se niega a toda operación discursiva.

15 Abril

Estoy leyendo de nuevo nuestros místicos. Quisiera recuperar cuanto antes el dulce sosiego interior de siempre. Este constante sobresalto espiritual que padezco no me deja disfrutar de nada. Me he vuelto algo irascible. Me molesta el ruido de los chicos, hasta el punto de no poderlos soportar cerca. Pero ¿quién los contiene en sus juegos y travesuras? Juan Manuel tiene un chillido hiriente, desgarrador, en cuanto las cosas no marchan a su gusto. Ana María, generalmente apacible y dúctil, si se pone a llorar no hay quien la aguante. ¡Qué bien saben desquitarse los pequeños cuando se les contraría¡ ¿No son el llanto y los gritos sus armas más terribles? El hombre hiere con la ironía, con la sonrisa burlona, con el sarcasmo. Tiene muchos medios de contraatacar si se le ofende o disgusta. Los niños replican con el llanto. Ese llanto sin lágrimas, agudo, penetrante como un estilete, lleno de sonoridades estrepitosas.

Al anochecer me he echado fuera de casa. ¿Adónde dirigir mis pasos a esta hora en que las calles principales de la ciudad se llenan de gente? Busco los rincones extraviados, un poco tenebrosos, y en absoluto ajeno al trasiego urbano. Las plazuelas solitarias, oscuras, como dormidas en su propia paz. Sólo se oye el ruido de mis pisadas en el duro empedrado y a ratos, el canto lúgubre de algún pájaro nocturno que en el abrigaño de la torre vecina se siente incómodo por mi presencia. Calles pinas, angostas, retorcidas, de casucas achaparradas y ennegrecidas por la humedad, con el tejado lleno de carrizo y las paredes desportilladas. De las puertas entreabiertas, de postigo, surge de súbito un bulto negro que nos acecha hasta que trasponemos el callejón. Los guijarros del empedrado brillan bajo el difuso claror de las estrellas. Algunos balcones, de sencillo y tosco herraje, tienen tiestos con flores, que advertimos más por su tenue fragancia  que por su forma. Sin embargo, acostumbrados los ojos a las tinieblas, vamos precisando cada vez más los objetos que nos rodean. Las rejas saledizas, de afiligranados barrotes, los aldabones alegóricos de algunas puertas de recias jambas y bajo dintel.
Tengo que detenerme a respirar hondo en estas calles de alzapierna, en donde a cada paso surge un escalón. Los campanarios hienden con su aguda cúpula el ancho cielo. Hemos subido a San Marcos (199), la parte más alta de la ciudad. Para llegar hasta aquí, preferimos la ascensión más dificultosa. Desde la plazuela del Palacio Episcopal nos adentramos por la calle de la manga y Cuesta de la Compañía, para desembocar en la plazuelita del Sol. ¿Quién no se para en este rincón prodigioso a

(199) Se trata de la iglesia de San Mateo, levantada sobre la antigua mezquita árabe de Cáceres. El mismo juego de transformación del nombre se produce en su novela Angustia, p. 528. A partir de aquí se incia un recorrido por la zona monumental en el que el autor (tras haberlos alterado en una primera versión) transcribe los nombres reales de calles, iglesias y palacios.

contemplar  las singulares bellezas que contiene? El ábside de San Marcos- antigua mezquita-descansa en firmes contrafuertes. En los aleros del templo, unas severas gárgolas con las fauces resecas. Frontero hay un señoril palacio, con su tambor aspillerado sobre la entrada principal, y un escudo en el frontispicio, bajo sencillo arrabá. Sentimos un hondo estremecimiento de emoción estética.  La soledad y el silencio, apenas turbado por la lechuza de la torre contigua, contribuyen a este íntimo paladeo de cuanto me rodea. Unos luceros de claro y cambiante fulgor brillan en la franja de cielo que se descubre desde aquí. Nos hemos asomado a la calle de la Monja, sombría y desierta, en un reposo mortal. Volviendo sobre nuestros pasos con andar leve y temeroso, nos enfrontamos con la trasera de otro caserón linajudo. Su erguida torre, con su correspondiente matacán o  saetera, brinda a nuestros ojos un lindo ajimez con primoroso parteluz de mármol. A la izquierda, la lucera norteña de San Marcos, como herrumbrosa y renegrida en la noche oscura. Hemos salvado, con cierta inquietud pánica, la calle de los Condes, para contemplar la casa donde nacimos, y tornado apresuradamente a la plazuela de San Marcos, descendemos hasta el Arco del Cristo por unas callejas pronas, irregulares, esquinadas, de viviendas modestas, con tiestos de geranios y de poleo en las torvas ventanas.

Prefiero las noches medrosas, de luz estelar, para recorrer estos lugares. Me gusta adivinarlos. Casi no se ven los hoscos tragaluces de los muros, ni las guirnaldas y angelotes, ni las aspilleras, ni el mainel del amarillento mármol, ni la alta tronera sobre canes volados. Pero tiene uno que venir solo, para embeberse  más libremente en la contemplación de este  mundo insepulto. Y andarlo todo sin prisas, con ritmo lento, lleno de pausas evocadoras. De otro modo no lograremos penetrar el tentador arcano de estas torres medio derruidas, con sus profundas grietas florecidas de hierbajos. Este venerable convento de San Pablo, de paredes desconchadas y cubiertas de verdín, con su espadaña de piedra y sus sombrías celosías. Este lóbrego callejón del Alcázar y la higuera seca que cuelga de sus muros, y las ortigas del suelo, y la esbelta palmera, solitaria, nostálgica, que se yergue por una de las tapias del jardín moruno.

Todo conspira aquí a la evocación. Lo tétrico del ambiente, el silbo de la lechuza, recogida en algún mechinal de las torres, la adustez de estos palacios, como arrebujados en su propia sombra, tienen un castizo sabor romancesco. En el trozo de cielo que se divisa entre los aleros de los tejados están las tres estrellas del Rastrillo o Bastón de Jacob, como claras esmeraldas prendidas de la cintura de Orión. El viejo reloj de San Marcos desgrana en el aire tibio y abrileño unas campanadas graves, sonoras, isófonas. Por la empinada Cuesta del Marqués y la Plazuela del Obispo, vuelvo, como si dijéramos, a la vida presente, con sus gritos, sus empellones y su bajuno desenfado. Una vez en casa, he cogido de la librería El libro de buen amor, del Arcipreste de Hita, y me he engolfado deleitosamente en esta poesía honda, sencilla, pintoresca, mordaz.

      

25 Noviembre

(...)
    
Casi todo el otoño lo he pasado en la sierra (200). Un cortijo de blancas, relucientes, enlucidas paredes. Con un toldo hecho de hojas de parras, sobre la puerta de cuarterones cuadrilongos y unos arriates a los lados, que dan a la casa cierta delicada y

(200) Se trata de la finca “La Enjarada”, situada a pocos kilómetros de Cáceres en dirección a Badajoz. Era propiedad de unos amigos de la familia Romero mendoza, que amablemente nos ha aportado este dato.

señoril apariencia. El suelo del zaguán, de aljofifada cantería, está lleno de aperos de labranza. De los gruesos clavos de las paredes penden varios especieros de cuerno, un farol con el cristal roto, un aparejo cogido por la baticola, varios collerones y una azuela. Contigua está la cocina, de ancho vasar, losa trashoguera y trébede. Brillantes peroles de cobre, loza talavereña, rameada de figurerías caprichosas, alcuza, almirez y vasos  de duro cristal, cubren casi literalmente la toza de la cocina. Un llar, con su garabato, cuelga del humero, y varias sillas de esparto, unos tajuelos y una mesa rectangular, con cajones y patas toscamente talladas, aparecen junto a las paredes. En un ángulo está la cantarera, con sus toscas vasijas de barro cocido.

En esta espaciosa habitación, soleada por amplio ventanal o por la sierra, oliendo romeros y lentiscos, bajo la fuerte luz del mediodía y arrullado dulcemente por el son de algún regato de huidizo y cristalino caudal, he pasado gran parte del otoño. Hacía tiempo que anhelaba el ir  allá. La pasión del campo me ha tiranizado siempre. Pero de este campo agreste, duro, bravío, de lomas cubiertas de chaparros y carrascas, de ondulados horizontes de riscos, gollizos y abajaderos. Y oler uno mismo a menta, tomar el sol de lleno en los calvijares y bajar al valle donde pasta el ganado, estar presente en el ordeño y conversar con el cabrerizo, de recia zalea, bronceada faz y un poco huraño. ¡No hay nada comparable¡ Subir al alcor a ver como el sol desaparece entre el añil limpio, terso, bruñido, y la hosca vegetación del monte. Detenerse a la sombra de las encinas, de achaparrada copa y retorcido tronco, para aspirar mejor el olor del tomillo. Sortear los ramblizos, por donde el agua de las lluvias otoñales desciende a las hondonadas. Encaramarse en las peñas enhiestas, agudas, resbaladizas, cubiertas de musgo y de líquenes, de oscuras zorreras y pequeños remansillos de agua en sus oquedades y quebraduras. Y sentirse solo, en medio de este silencio pavoroso, sin otro ruido que el agua espejeante y cantarina de algún arroyuelo o el rumor del viento en los alcornoques. Paz honda, acogedora, entrañable, turbada de vez en vez por el aleteo vigoroso de una bandada de perdices o el tierno balido de una oveja distanciada del rebaño. Y al tornar al cortijo, como escondido en la espesura, algo fatigado de la andada montaraz, el jubiloso crepitar de los leños en el hogar campesino y la ingenua palabrería del gañán, que atiza el fuego, encendido el rostro hirsuto, barbitaheño, de ojos brillantes por el resplandor de las llamas.

Para regresar del campo opté por un carro, que salió del cortijo en las primeras horas de la mañana. Es un lento e incómodo medio de locomoción, pero puede uno contemplar a sus anchas el paisaje. Las ruedas se hunden en los relejes del camino, más bien sinuoso y oculto en la maleza. Este traqueteo del carro, aunque un poco violento, acabaría adormeciéndonos si el aire sutil de la sierra no nos diese de cara. Una niebla vagarosa aparece como prendida en los chaparros y las encinas. La luz tiene un color lívido, crepuscular, y se difluye  sobre el monte con la lentitud de un amanecer otoñal. A través de la niebla los árboles pierden su natural consistencia y adoptan formas vagas, imprecisas, etéreas. Algunas carriladas del camino están llenas de agua. Son breves y diminutos canalillos que apenas espejean en la tenue claridad del día. El repiqueteo de las colleras y las voces con que el carrero anima al ganado en los recuestos son lo únicos ruidos que vienen a turbar esta placidez un poco triste del campo. En la lejanía ladra un perro con un aullido también triste, misterioso. A pesar de que voy bien arrebujado en una manta y que va echada la embreada cortina trasera del carro para evitar, en lo posible, la corriente, siento que el frío se me mete en los huesos. Ya en la carretera nos emparejamos con unos arrieros que van, como nosotros, camino de la ciudad. Envueltos en sus pardas mantas, con las bestias por delante, apenas si se les ve el entrecejo. Un perro famélico, trasijado, de pelos lacios y ojos fosforescentes camina tras la recua con paso cansino. La vegetación del monte se queda rezagada, en una perspectiva que cada vez se queda más suavemente azul. Ahora el terreno es arenoso, y recios canchales de formas redondas y achatadas surgen a través de la niebla.

He tenido que apearme del carro para entrar en calor. Me resguardo del aire marchando a un lado y me ciño bien apretada la gruesa manta zamorana. Las praderías cabe el camino ofrecen  a nuestros ojos el blando y húmedo tapiz de su hierba tupida. De un chozo negruzco, con la forma de una cúpula bizantina y no muy distante de la carretera, sale una columnita de humo azulado, que serpentea en el aire y acaba por esfumarse. Anchos terrazgos aparecen ya cubiertos de siembra. Pasado el río (201)  que trae bastante caudal y espumajea un poco entre las piedras, vuelve de nuevo el arbolado. El sol no consigue romper del todo la bruma deshilachada, pero su áurea luz se advierte entre los tules cada vez más transparentes y más ingrávidos. En las proximidades del paso a nivel (202) me subo al carro, traqueteante y ruidoso sobre el duro asfalto. La ciudad, desdibujada, incierta, como una apariencia de torres y campanarios que la claridad fuerte del día no acaba de reintegrar a sus auténticas formas, se yergue no muy lejos. Un silbido agudo, largo, hiriente, y una masa de hierro que pasa resoplando, coronada de humo espeso y negro, nos anuncia la proximidad de la ciudad.

¡Qué alegría al verme de nuevo entre los míos¡ Bien sabe Dios que es lo único que he echado de menos en mi voluntario exilio. La diabluras y el ímpetu de mi Pedro Luis, que se está haciendo un real mozo; los arrumacos y zalameas de mi Juan Manuel, cada día más sentimental y afectivo; los rubios cabellos y la tez ambarina de mi Ana María y los ojillos pícaros, traviesos, llenos de pueril malicia de mi pequeño Pablito.

A Nela la he encontrado bastante desmejorada. La sombra un poco cárdena que circunda sus ojos y cierta palidez de su semblante denotan el quebranto de una vida sacrificada, con liberal, generoso derroche a los hijos.

En verdad que, puestos a reprocharla algo, sería esta la única queja que podría formular contra ella.(...)

(201) Río Salor
(202) Este paso a nivel estaba situado en Aldea Moret.