JUICIOS PUBLICADOS RESPECTO ESTA OBRA Y REPRODUCIDOS EN EL
TOMO II
“Siete ensayos sobre el Romanticismo español”
CONCHA CASTROVIEJO (“Informaciones” 27-9-1963-resumen)

(...) Leo en estos días los ensayos de Pedro Romero Mendoza en torno al Romanticismo español, siete ensayos que obtuvieron el premio Cartagena, de la Real Academia Española, y que edita la Diputación de Cáceres.

Estos “Siete ensayos sobre el Romanticismo español” tienen el poder y el encanto de sumergirnos en una época, en las manifestaciones de una época, cuya atracción no hemos dejado de experimentar, desbordada, como se ha mostrado fuera de sus límites, y misteriosa también, ya en parte cerrada a la comprensión, apenas a un siglo largo de distancia; transparente y arcana, según nuestra manera hostil o propicia de volvernos hacia ella . Cabría apuntar que siempre que una vuelta, sea al pasado y aunque sea al inmediato pasado, sea incluso al presente, a lo que traza su paralela a nuestro lado, ajenos a nosotros, pero ligado a nuestro ritmo, se realiza desde una actitud hostil, lo probable es que experimentemos la sensación de enfrentarnos a ello convertidos en sal desprovistos de piel y de nervios.

La época romántica, sus fenómenos y su ambiente, sus protagonistas y sus portavoces, ha tenido siempre un encanto capaz de vencer toda hostilidad e indiferencia. Si no cabe considerarla admirable, sentimos especial indulgencia ante sus flaquezas.

Este conjunto de ensayos nos va introduciendo en ella a través de distintos aspectos, acontecimientos, circunstancias y figuras. Es un estudio detenido, extenso, documentado, lleno de interés .Del cuarto ensayo que trata de la poesía, escojo el capítulo dedicado a “la Avellaneda y la Coronado”.Gertrudis y Carolina, nombres que encajan muy bien en la época. Como encajan ellas, sus vidas, expresivas de su mundo y de su momento. Ambas, en la cumbre de la estimación de sus contemporáneos, fueron poéticamente coronadas. Carolina, en el Liceo de Madrid, en 1848; Gertrudis, en La Habana, en 1860 (…)

DE UNA CULTURA PROVINCIAL
JUAN RAMON MASOLIVER (“La Vanguardia Española”.Barcelona, 2.10.1963)

Tan se convierte en costumbre y asciende a paradigma lo cotidiano, que fácilmente perdemos de vista cómo no pocos de nuestros ingenios, entre los más señeros, cumplieron buena parte y aun la totalidad de su obra literaria en los más diversos y apartados puntos de la piel de toro. Quiero decir que, desde el centralismo berroqueño que nos legaron, no tanto los Borbones cuanto la Ilustración y, por modo más decisivo, la organización napoleónica y la política liberal: una vez que Madrid se convirtiera en rompeolas-según cantó Antonio Machado-de todas las provincias, trabajo cuesta imaginar que las cosas no siempre estuvieron, en la república literaria, como al presente. Mejor, qué casi nunca se vieron como hoy, cuando, si exceptuamos el núcleo gallego, algo del país vasco y Barcelona con sus extensiones, fuerza es admitir que casi todo acontece en el que Jiménez Caballero apellidara meridiano de Madrid.

“Il n´y a bon bec que de París “, estamos de acuerdo :es natural que la corte atraiga a los ingenios :Mas de países que han disfrutado de muchas cortes es conservar otros tantos y operantes centros culturales. Pienso en Italia, donde aquéllas, y las gloriosas universidades, comparten todavía con Roma la capitalidad literaria. O en Alemania así fue también en España. Pero ya no era. El círculo oscense de Lastanosa, la escuela salmantina, los caballeritos de Azpeitia, la Cuerda granadina , como antes la impagable de los López Soler, Bergnes y Cabrerizo, o más tarde el renacimiento de la novela desde Andalucía y Galicia y la Montaña y la ruralía catalana, son fenómenos que-salvo las excepciones que antes dije, más alguna ciudad universitaria-ya no se registran, o no suelen registrarse.

Admitimos-en excepción confirmatoria de la regla-un Cela en Palma, un Delibes en Valladolid, Cunqueiro en Vigo o el grupo Barcelonés; también que el erudito de campanillas profese en una apartada universidad. Pero sorprende, a qué negarlo, que un caballero de Navalmoral de la Mata, en tierras extremeñas, reciba y con pleno merecimiento, el premio “Conde de Cartagena” de la Real Española que la obra galardonada (“Siete ensayos sobre el Romanticismo español”) no se ampare a la enseña de las grandes editoras de Madrid o Barcelona, sino que provenga de los servicios culturales de una apartada Diputación, la de Cáceres. Hablo de un tomo en cuarto con más del medio millar de páginas y cincuenta impecables láminas, un primer volumen-único que conozco-,que sólo contiene cinco de los siete estudios anunciados. Un tratado poderoso, completísimo, abundante en muy personales puntos de vista, como que nada debe a la socorrida tijera y el usual recurso a las autoridades. Y pienso por ventura cuántos libros de análogo peso y enjundia se producirán por ahí, fuera del habitual circuito, es decir, ignorados, ya que no por los especialistas, siquiera por la minoría culta. Lamentable desconocimiento que depone poco a favor de la salud de nuestra vida literaria.

Porque el libro de Pedro Romero Mendoza que así se llama nuestro autor, sobre que denota un escritor de cuerpo entero, dueño del idioma, modelo de prosistas, un prodigio de exposición, nos presenta un vigoroso, profundo y matizadísimo cuadro de algo tan invocado y mal conocido como nuestro Romanticismo. Con gran copia de documentación, no limitada al estricto campo de las letras y lo que más vale: con el conocimiento directo y al detalle de los autores y obras que trae a debate, edifica piedra a piedra su meditado estudio; originalísimo en cuanto suyos son los parentescos, deducciones y juicios que, por lo mismo ,difieren netamente de cuanto-copiándose de unos a otros-dan por sentado tratadistas y manuales. Y añade que ese cabal conocer autores y movimientos, ese colacionar y enjuiciar obras y aportaciones, no se reducen al mero marco español, antes abarcan todo el Romanticismo y sus inmediatos precedentes, con morosa consideración del aporte de los Rousseau y Senancour y Young, de Goethe, Chateaubriand y Lamartine de Byron, Hugo, Leopardi, Musset, Heine y otros pares.

Con esos presupuestos abre volumen un vivacisísimo repaso a la sociedad española y la vida madrileña de los días que precedieron al Romanticismo, mostrando cuán preparadas estaban ambas al advenimiento y auge de la nueva escuela, directamente condicionada por el cataclismo social que aportara la Revolución francesa y pariente próxima del liberalismo, hostigado pero triunfante. De ahí el “mal du siècle”,la misantropía, el sentido de la soledad que conduce a la comunión con el paisaje. También el ambiente, que contamina a los poetas sin necesidad de formación (los de más parvo bagaje de ideas son los innovadores más audaces);pues jamás se registró mayor continuidad entre la vida y la obra del poeta, ni tamaño interés de la sociedad, y de la política, por la literatura. Pasa luego al análisis del origen, caracteres y fases, partidarios, tránsfugas y detractores del movimiento y al estudio, punto por punto, de Larra y la prosa costumbrista, de la poesía desde Rivas y Espronceda a Bécker y del teatro así en lo tocante a los dramaturgos como en orden a los actores, la crítica y las condiciones en que se desarrollaban los espectáculos.

A mi ver, tan ponderado y rico cuadro presenta (a menos que se colme en el segundo volumen)una laguna sensible: la parte que Cataluña tuvo en la introducción del Romanticismo, principalmente el, digamos de orden (de Walter Scott a Manzini, para entendernos).Pero tampoco Romero Mendoza pretende historiar completamente el movimiento. Son siete ensayos, poderosísimos estudios, y que en los puntos abarcados resultan de capital interés para el estudioso y de sumo interés para el curioso lector.

BIBLIOTECA DEL TERCER PROGRAMA
RADIO NACIONAL DE ESPAÑA
“Siete ensayos sobre el Romanticismo Español”
Comentario crítico por ANGEL DOTOR

En las postrimerías del fenecido 1963 ha visto la luz una de las obras a nuestro juicio de mayor mérito entre cuantas de índole literaria y crítica fueron publicadas en los últimos años, y cuya aparición, lejos de las atalayas madrileña o barcelonesa, habituales conferidoras de la fama, viene a probar como en el rincón provinciano existen egregias péñolas, sobremanera merecedoras del ditirambo. Nos referimos a “Siete ensayos sobre el Romanticismo español”,por Pedro Romero Mendoza, brillante escritor, que dirige la magnífica revista ”Alcántara”, de Cáceres, cuya Diputación Provincial ha editado la obra en cuestión, mediante sus Servicios Culturales.

Romero Mendoza es un positivo valor de nuestras letras, que desde bien joven sintió la llamada entusiasta hacia su cultivo, dándose al mismo con vocación ejemplar, sin subordinar la creación a exigencias temporales. Así, morosa y amorosamente, con honda preparación y criterio cabal, sin otra ambición que el culto a la belleza, ha venido publicando trabajos narrativos, poéticos y críticos denotadores de concienzuda cultura humanística y pleno dominio del idioma, trabajos alguno de los cuales fue premiado. Pero es ahora, en “ Siete ensayos sobre el Romanticismo español ”,donde vense peraltadas sus cualidades de escritor de cuerpo entero, dueño de fina sensibilidad, don de observación penetrante y ponderado enjuiciamiento, todo ello servido por un estilo brillante, a la vez directo y expresivo.

Su gran erudición es consecuencia del profundo estudio de la cultura greco-latina y del acervo literario universal, preferentemente el español, pues no de otra manera habría conseguido escribir esta obra maestra que es estudio que nos ocupa, laureado por la Real Academia Española con el importante premio “Conde de Cartagena”.

Pese a lo mucho que se ha escrito acerca del Romanticismo, este movimiento literario no había sido cabalmente comprendido, tal vez por el prejuicio, la limitación conceptual y otras causas. Según Marañón, ”el romántico jamás se ha definido exactamente y fue el hombre que se atrevía a pensar, a sentir, a vivir la vida íntima y la pública, y a crear fuera de las normas clásicas académicas, ampliando, pues con mayor razón de libertad, las posibilidades vitales de otros hombres, los que se amoldaban al patrón corriente”.De aquí que todavía, a un siglo de distancia del que fue su ocaso, haya venido constituyendo tema de atraer apasionante curiosidad, manifiesto interés para numerosos pensadores y críticos, los cuales diéronse a su estudio e interpretación con entusiasta empeño. Creemos que ninguno de ellos logró calar en su esencia y supo exponer el verdadero sentido y fundamental alcance de aquel movimiento con el acierto que ahora lo hace Romero Mendoza en su gran libro, del que solo ha visto la luz el primer tomo de los dos que comprende, tomo de gran formato, en cuarto mayor, de más de medio millar de páginas ,ilustrado con cuarenta y dos láminas fuera de texto. Para nuestro autor, el Romanticismo consistía en “volver los ojos hacia sí, en bucear y escarbar en el ser moral de cada uno, porque la realidad circundante era grosera y vil; en cambio el profundo misterio de las almas, con sus dudas terribles, y sus conflictos pasionales, y su sed de ideal y de ensueño representaba como una liberación de la sociedad”,esta definición viene a ser como un exponente magistral del concepto alentado por Romero Mendoza acerca de cuanto motivó e hizo posible la surgencia de lo romántico, concepto basado en un profundo minucioso y detenido estudio de la época y la vida intelectual y colectiva, con gran acopio de documentación atinente no solo al campo literario, sino al político-social, al costumbrista, etc. Su conocimiento directo de autores y obras no se limita al marco español, sino que abarca los de otros países, en sus antecedentes, desarrollo y figuras relevantes, por lo cual la obra comprende todo el Romanticismo.

Es, en resumen, la de Romero Mendoza una creación en la que se plasma cuanto cabe reconstruir, de forma objetiva y crítica, acerca del movimiento romántico ochocentista, reflejo de época y ambiente de trascendental importancia como antecedente del mundo actual. El comentarista no solo se ha dado a la morosa y fruitiva relectura de partes sobresalientes del brillante texto, como son las relativas a la vida española de la época y las que constituyeron magníficas semblanzas de los cinco principales epígonos románticos españoles (Larra, el duque de Rivas, Espronceda, Zorrilla y Bécquer),sino que acotó marginalmente, a lo largo del general y extenso contexto, gran número de juicios, definiciones y citas donde se denota paladinamente el original enfoque del autor en su exposición y crítica del Romanticismo, tales, por citar algunos, los referentes a cómo aquel movimiento se dio contra la rigidez de preceptos mal interpretados, la influencia de la inestabilidad política en la gestación romántica, los estímulos y ejemplos foráneos, la hiperestesia del yo, características distintivas, figuras representativas, contraste entre lo clásico (la forma sobre la idea) y lo romántico (primacía del pensamiento, lo interno, lo psicológico), apostillas a la división nietzscheana de lo clásico o apolíneo y lo romántico o dionisíaco, la anarquía moral e inusitados desmanes a que llegó el movimiento romántico y tantos más. De los siete ensayos integrantes de la obra, este primer tomo aparecido comprende cinco: Primero: Ambiente romántico (tres capítulos) Segundo: Origen, caracteres y fases del Romanticismo. Precursores y tránsfugas. Partidarios, detractores y eclécticos (ocho capítulos).Tercero: Larra y la prosa costumbrista (dos capítulos), Cuarto. La Poesía (ocho capítulos). Quinto: El Teatro (cinco capítulos).A continuación, y como final del volumen, dos utilísimos índices, el primero alfabético onomástico, y el segundo de láminas (casi todas ellas retratos de grandes románticos).

RECENSIONES DE LA REVISTA “ALCANTARA”
“Siete ensayos sobre el Romanticismo español”
Nº.141 Enero a Diciembre de 1963
OMAR EL ZEGRI

Interesante, sugestivo y completo estudio del Romanticismo literario español, es éste de Pedro Romero Mendoza que hoy, con bastante retraso sobre la época en que consiguió el valioso “Premio Cartagena”,se presenta al público hispánico, bien editado por los Servicios Culturales de la Diputación de Cáceres en dos tomos, de los cuales sólo ha salido hasta la fecha el primero, que es el que tengo en las manos y debe tener en su biblioteca todo el que se interesa por la historia de nuestra literatura.

Es este primer tomo de gran formato y tiene 530 páginas. Solo su tamaño evita que se lea de un tirón como si fuera una novela. Tan interesante es el tema, tan bien tratado está y con tal elegancia y sal ática está escrito.

Todo el que a escribir dedica sus desvelos, anhela haber compuesto durante su vida por lo menos una obra cumbre. La presente es la obra cumbre de un hombre que dedicó muchos años a estudios literarios, que practicó el mismo la actividad literaria con acierto notable y que todavía dirige y por muchos años siga haciéndolo, esta querida revista “Alcántara” que sería honra de nuestra provincia alto extremeña sino fuera por las dificultades de todos conocidas, en que se desenvuelve su vida.

De estos siete ensayos anunciados en el título, el presente primer volumen contiene cinco. El primero de ellos se llama Ambiente romántico y cumple con exactitud precisamente el deber de ambientar al lector, de ponerle en fase en lo que va a leer a continuación y que constituye el contenido de la obra. Descríbese en él las circunstancias del mundo romántico en España con una viveza extraordinaria y una gran amenidad. Empero, sobre este primer ensayo, he de hacer yo la primera y sustancialmente la única objeción que este magnifico libro me ofrece.

Inevitablemente, la ambientación del capítulo ha debido ser sacada de las fuentes de la época e insensiblemente el autor se ha contagiado del estilo romántico y hace suyas las críticas exaltadas y vociferantes de los escritores de entonces. Larra, Modesto Lafuente, Bretón de los Herreros, etc. Así pues, el ambiente romántico no está escrito con serenidad, sino con lenguaje romántico también ( ...)

El segundo ensayo se titula Origen, caracteres y fases del Romanticismo Precursores y tránsfugas. Partidarios, detractores y eclécticos. En él se comienza señalando las influencias precursoras que gravitaron sobre nuestros autores románticos, provenientes de allende las fronteras: Chateaubriand, Lamartine, Byron, Victor Hugo, Musset, Jorge Sand, Leopardi, Heine. Todos estos autores quedan estudiados en lo esencial de su obra y en sus caracteres determinativos, fisonomías, el texto pasa revista a la técnica literaria que desarrollaron sus plumas; tras algunos estudios previos, se entra en el análisis de las fases del Romanticismo y sus escuelas literarias, diseñando con jugosas descripciones los estilos de nuestro romanticismo propiamente dicho y de los autores post-románticos que en nuestro país adquieren tanta importancia como sus antecesores.

Con el tercer ensayo, Larra y la prosa costumbrista, entramos en el auténtico estudio de los autores románticos españoles. El capítulo primero está dedicado al famoso Fígaro, el número dos de nuestros satíricos, después del inconmensurable Quevedo, con el cual y con mucho acierto, encuentra Romero indudable parentesco en el carácter y estilo de Larra, tan certero, elegante y original en su obra literaria como desorientado e irrecomendable en su vida particular. Seguimos con los costumbristas de aquella época: Estébanez Calderón, Mesonero Romanos, Lafuente, Hartzenbusch, etc., floración de verdaderos notarios de la vida de entonces, que no todas las épocas de nuestra historia ha tenido, y ejemplo de ello es la nuestra, donde no hay ni un solo cultivador de este género literario tan importante y tan necesario para el historiógrafo.

El cuarto ensayo está dedicado a la Poesía romántica, y por él desfilan, con el conocimiento y la erudición que son corrientes en el libro, en primer lugar, el Duque de Rivas, literato romántico y personaje él mismo de romance; después el brioso y atormentado semidiós extremeño Espronceda; en tercer lugar Zorrilla, ardiente y fecundo; más tarde el orientalista y sensual sacerdote catalán Arolas; las dos grandes poetisas, Gertrudis de Avellaneda y Carolina Coronado, y por fin ,las estrellas menores de la profusa constelación romántica. El ensayo termina en capítulo aparte con Bécquer, a quién después de dudar de si incluirlo en el epígrafe, se decide por la afirmativa con completo acierto, porque en Bécquer está precisamente la culminación del romanticismo y su enlace con el Arte Literario Universal. Con avisada penetración, el autor hace notar que Bécquer es el único autor que vive en obra, es decir que su biografía y su producción son una misma cosa.

Si el cuarto ensayo, dedicado a la poesía, es profundo e interesante, el quinto, dedicado al Teatro, es sencillamente excitante. No sólo aparecen en él redivivos por la pluma mágica de las descripciones García Gutiérrez, el Duque de Rivas, Gil y Zárate, Zorrilla, Hartzenbusch y la Avellaneda, sino la pléyade de actores y representantes que encarnaban los don Juanes y don Alvaros, las Ineses e Isabeles de Segura: Julian Romea, Bárbara y Teodora Lamadrid, Concepción Rodríguez, Carlos Latorre.

Sin esperar a la salida del segundo tomo, en que sin duda se tratará de la Novela y de los restantes géneros literarios del Romanticismo, puedo defender que habrá muy pocos o ningún estudio de este período, en fidelidad y en crítica sensata. La Real Academia Española, que no concede los premios bajo la frivolidad y el comercialismo que estamos acostumbrados a ver en concursos particulares, supo lo que hizo al sancionar esta obra con la concesión de uno de sus más prestigiosos galardones. Pedro Romero Mendoza puede estar satisfecho por haber dejado de estar en deuda con su época, por haber producido la obra cumbre de su producción literaria.

No es el menor de los méritos de este libro su cuidadísima edición, con numerosas notas a pie de página, un extenso índice nominal y una galería ilustrativa con los retratos de los corifeos del Romanticismo Hispánico y Mundial.

"PAPELES DE SON ARMADANS"
No.XCV.Febrero MCMLXIV.
S.V

Todo estudio sistemático de las principales corrientes literarias que han sido es acreedor de especial atención, ya que de manera implícita se pasa revista al marco histórico en el que se produjeron. Esta obra que obtuvo el “Premio Cartagena” de la Real Academia Española, reúne las condiciones exigibles a la labor crítica de amplios alcances, tanto su ordenación metodológica, como en la ponderación de las opiniones emitidas. Pero algunas licencias estilísticas nublan, sino la claridad, si el rigor con que debe escribirse un ensayo. Una cosa es la prosa narrativa, la creadora de ficciones, y otra el quehacer ensayístico, frio pulsador cuando no investigación de pensamientos. Si en la primera pueden permitirse algunos circunloquios, en la segunda toda prolijidad es perjudicial.

Lo dicho no impide reconocer el meritorio esfuerzo llevado a cabo por Romero Mendoza, y su obra tendrá que ser considerada en el futuro en todas las bibliografías que traten cuestiones análogas a las que él ha tenido la paciencia y el tesón de llevar a análisis. Al aludir a la prensa, el autor escribe un párrafo admirable, tanto por su vigencia como por la síntesis crítica que en sí contiene del problema general de nuestro país: ”La sordidez mental en que se desenvuelve la vida española en los primeros decenios del siglo XIX es poco favorable al florecimiento de la ciencia y el arte. Las sátiras de Fígaro, flagelador insaciable de la sociedad de aquel tiempo, confirman esta apreciación nuestra. Por orden del Gobierno los periódicos extranjeros no entran en España. Aparece un periodiquito satírico, como El Duende (1828) y bastará que alguno de los vapuleados en sus páginas interpongan su influencia cerca de la autoridad, para que inmediatamente sea prohibida la publicación. Se persigue a los que piensan- "lejos de nosotros la funesta manía de pensar"-porque toda actividad del espíritu se estima como una actividad nociva al bien público “.

El segundo ensayo se ocupa del origen, caracteres y fases del romanticismo. Antes ya ha advertido Romero Mendoza que la inestabilidad política preparó en algún grado el advenimiento de la nueva escuela. ¿No se les brindaba a los poetas-se pregunta- una ocasión excelente para protestar contra todo, para desesperarse y enfurecerse…? La chispa decisiva proviene del extranjero. No se le escapa al ensayista que otro de los determinantes del romanticismo "fue la airada protesta del espíritu creador contra la rigidez hierática de los preceptistas franceses y de los neoclásicos españoles del siglo XVIII".Así,aparecen Rousseau, Chateaubriand, Lamartine, Gautier, Goethe, Byron, Victor Hugo, Leopardi, Musset y Heine.Y en nuestro solar, con una u otra variante, la floración también es abundante, en la prosa, la poesía y el teatro.

La obra y la biografía de los autores a los que Romero Mendoza dedica mayor espacio son Larra, el duque de Rivas, Espronceda, Zorrilla y Bécquer. Con todo, la nómina de los autores que más o menos se estudian, nos parece completa, si la memoria no nos falla. Para nosotros, Larra es la figura de mayor importancia, pues muchos de sus escritos continúan de actualidad. Como dice el ensayista, Larra hurgó muy hondo en la herida abierta de la vida española. Los teatros, las cárceles, los escritores, las leyes, los políticos…, sugieren a Fígaro el mismo comentario hondo, agrio, hiriente…, Todo está podrido en torno suyo. Todo huele a cadáver, a descomposición.

AMPLIO ESTUDIO DE LA EPOCA ROMANTICA
NICOLAS GONZALEZ RUIZ
“Siete ensayos sobre el Romanticismo español”

"YA" del 2-4-1964

Este trabajo que obtuvo en su día el “Premio Cartagena” de la Real Academia Española, es de una gran amplitud que aspira a abarcar toda una época con la necesaria exposición de antecedentes..Los siete ensayos que lo componen no tienen entidad separadamente, sino que se necesitan unos a otros en el orden que van, formando así un estudio tal vez más completo en la dimensión superficial que en la profunda, pero que resulta de gustosa lectura y contiene la necesaria información para que dicha lectura rinda un provecho.

Todo el ensayo primero se consume en la descripción de Madrid de la segunda década del XIX con su aspecto exterior, sus establecimientos más renombrados, sus botillerías, su Ateneo y su Parnasillo, sus cafés políticos como Lorencini y la Fontana de Oro. El autor considera que todo se hallaba maduro para la aparición de la nueva escuela literaria, y a ella dedica el segundo ensayo, remontándose a antecedentes ciertos como los de Rousseau, en cierto modo, y los de Lamartine o Chateaubriand. Su examen de algunos aspectos de las fases precursoras, tal como el capítulo dedicado a Fausto, es tal vez de lo más certero del libro.

El tercer ensayo versa sobre Larra, por el cual siente el autor justificado entusiasmo. Dedica un capítulo a la prosa costumbrista, llegando hasta Mesonero Romanos, sin olvidar la figura importante de Estébanez Calderón. Y entra propiamente en la materia de su estudio en los ensayos cuarto y quinto, dedicados a la poesía y el teatro en España, cuyas principales figuras estudia, desde el duque de Rivas y Espronceda hasta Bécquer, ese último romántico que casi, casi, es el mejor poeta de todos ellos. Un quinto ensayo dedicado al teatro…y faltan por lo visto, en el plan del autor dos ensayos más que formarán un tomo segundo que suceda al presente.

El estilo de Romero Mendoza es claro y correcto, su conocimiento del tema es vasto y su entusiasmo por alguno de los autores y obras que examina (verbigracia el teatro de Gertrudis Gómez de Avellaneda) perfectamente disculpable y aun defendible, aunque hayan variado mucho los criterios.

I N D I C E

PRIMER ENSAYO: AMBIENTE ROMANTICO

Tomo I

CAPITULO I

Aspecto de Madrid en la segunda década del XIX. Calles y edificios. Conventos. Comercios. La botillería de Canosa. Las barberías. Cafés, pastelerías y fondas. La vida doméstica. Los viajes. Las diligencias. Las comidas. Los comensales.

CAPITULO II

El teatro. La prensa. Los malos modos. Beatería. Los jóvenes. Su indumento. Vida de sociedad. El Parnasillo. El Ateneo. Indiferencia por las cosas del espíritu. El Liceo. Los vestidos. El Paseo del Prado.

CAPITULO III

La política. El café de Lorencini y La Fontana de Oro. Estado de la cultura. Todo estaba preparado para el advenimiento de la nueva escuela.

SEGUNDO ENSAYO : ORIGEN, CARACTERES Y
FASES DEL ROMASNTICISMO. PRECURSORES Y
TRANSFUGAS.
PARTIDARIOS, DETRACTORES Y ECLECTICOS

CAPITULO I

Consideraciones generales.

CAPITULO II

El liberalismo político y el Romanticismo. La melancolía. Rousseau, Senancour, Chateaubriand, Lamartine y Gautier, contempladores de la naturaleza.

CAPITULO III

Elementos fundamentales. Goethe, Byron, Victor Hugo, Leopardi, Musset y Heine.

CAPITULO IV

Fausto.

CAPITULO V

La técnica literaria.

CAPITULO VI

Fases del Romanticismo.

CAPITULO VII

PRECURSORES Y TRANSFUGAS

I

El Romanticismo y la Edad Media.

II

Las escuelas literarias. Young, Cadalso, Meléndez Valdés, Quintana, Arriaza, Cienfuegos y Gallego.

III

Del romanticismo al realismo.Ventura de la vega. Bretón de los Herreros, Canmpoamor, García Tassara, Antonio de Trueba y Fernán Caballero.

CAPITULO VIII

Partidarios, detractores y eclécticos.


TERCER ENSAYO: LARRA Y LA PROSA
COSTUMBRISTA

CAPITULO I

Larra.

CAPITULO II

Estébanez Calderón (El Solitario), Miñano, Somoza, Segovia, Lafuente, Hartzenbusch, López Pelegrín, Flores, Mesonero Romanos y Neira. Los españoles pintados por sí mismos y Los españoles de hogaño.


CUARTO ENSAYO : LA POESIA

CAPITULO I

El duque de Rivas.

CAPITULO II

Espronceda.

CAPITULO III

Zorrilla.

CAPITULO IV

Naturalismo erótico: el P. Arolas.

CAPITULO V

La Avellaneda y la Coronado.

CAPITULO VI

Escepticismo y pesimismo: Pastor Diaz, Bermúdez de Castro (José y salvador) y Miguel de los Santos Alvarez.

CAPITULO VII

La ternura: Enrique Gil. Otros poetas: Donoso Cortés, Pacheco, Corradi, Garcia Gutiérrez, Hartzenbusch, Escosura (P.), Romea, Asquerino (Eusebio y Eduardo), Madrazo (P.), Cueto, Romero Larrañaga, Ros de Olano, García de Quevedo, Aguiló y Hurtado.

CAPITULO VIII

El último romántico: Bécquer.

QUINTO ENSAYO : EL TEATRO

CAPITULO I

Aspecto que ofrecía la escena a partir de 1830. Precio de las localidades. Los teatros del Príncipe y de la Cruz . Los entreactos. Las actrices. Los actores. El público. Ignorancia y pobreza. Evocación.

CAPITULO II

Consideraciones generales sobre el arte dramático. La crítica teatral coetánea y posterior al romanticismo.

CAPITULO III

Martínez de la Rosa, Larra y el duque de Rivas.

CAPITULO IV

García Gutiérrez, Hartzenbusch y Gil y Zárate.

CAPITULO V

Zorrilla y la Avellaneda. Otros autores dramáticos,

Indice alfabético onomástico.

Indice de láminas


SEXTO ENSAYO: LA CRITICA LITERARIA

Tomo II

CAPITULO I

DEL NEOCLASICISMO AL ROMANTICISMO

I

Mirada retrospectiva.

II

La Patética, de Luzán.

III

Quintana.

IV

Lista.

V

Martínez de la Rosa.

VI

Don Manuel Silvela.

VII

Don Agustín Durán.

VII

Hermosilla.

CAPITULO II

CLASICO. ROMANTICOS

I

Gil y Zárate.


II

Aribau.

III

Mesonero Romanos.

IV

Donoso Cortés.

V

Hartzenbusch.

VI

Don Pedro de Madrazo.

VII

Don Pedro José Pidal.

VIII

Don Gabino Tejado.

IX

Don José María Cuadrado.


X

Otros críticos.

CAPITULO III

ROMANTICOS

I

Larra.

II

El Marqués de Molins.

III

Don Patricio de la Escosura.

IV

Alcalá Galiano.

V

Don Eugenio de Ochoa.

VI

Gil y Carrasco.

VII

Pastor Díaz.

VIII

Ros de Olano.

IX

Piferrer.

X

Ferrer del Río.


SEPTIMO ENSAYO: LA NOVELA

CAPITULO I

El elemento romántico en nuestras letras. La levadura. Frente a la formación filosófica y humanística de fuera, la improvisación. Anacronismo moral. Nuestro despego de la verdad histórica. Cómo nos beneficiamos de la Edad media. El “Juicio de Dios”.

CAPITULO II

Influencia extranjera. El ámbito novelesco. Abuso de los tonos sombríos y de las situaciones desesperadas. Los folletines truculentos. La filosofía racionalista. Tristeza y pesimismo. Cómo llegó esta literatura a España. Nuestro genio literario. Inferioridad. Dictaduras de Walter Scott y Goethe.

CAPITULO III

Las traducciones. Los editores y libreros. No beneficiamos nuestros propios filones, sino los de fuera.

CAPITULO IV

Walter Scott.

CAPITULO V

Trueba y Cossío, López Soler y Kostka y Vayo.

CAPITULO VI

Larra.

CAPITULO VII

Don Patricio de la Escosura, García Villalta, Espronceda y Estébanez Calderón (El Solitario).

CAPITULO VIII

Martínez de la Rosa, D. Eugenio de Ochoa y Miguel de los Santos Alvarez.

CAPITULO IX

La Avellaneda, D. Tomás Aguiló, Gil y Carrasco y D. Antonio Hurtado.

CAPITULO X

Navarro Villoslada, Carolina Coronado y Antonio Flores.

CAPITULO XI

Ferández y González , D. Vicente Boix y D. EmilioCastelar.

CAPITULO XII

Pastor Díaz, Ros de Olano y Cánovas del Castillo.

CAPITULO XIII

Consideraciones finales. El folletín. Novelistas femeninos. Otros autores que cultivaron la novela.

Bibliografía general.
Indice alfabético onomástico.
Indice de láminas.

SIETE ENSAYOS SOBRE EL ROMANTICISMO ESPAÑOL (Pasajes de la obra)

TOMO I
PRIMER ENSAYO
AMBIENTE ROMANTICO

CAPITULO I

Aspecto de Madrid en la segunda década del XIX .Calles y edificios. Conventos. Comercios. La botillería de Canosa. Las barberías. Cafés, pastelerías y fondas. La vida doméstica. Los viajes. Las diligencias. Las comidas. Los comensales.

Pocas veces habrá habido una compenetración tan perfecta, tan profunda, como la que existió entre nuestra literatura romántica y su tiempo. El arte en su manifestación escrita, es el espejo a donde van a mirarse las ideas, los hechos y las costumbres de cada país, es decir, su historia sublime y vulgar. Este espejo tiene la virtud mágica de mostrarnos las cosas tal como son ellas de por sí o de cambiarlas al través del prisma del humorismo, de la sátira o de la ironía.

La literatura romántica no solo impuso a sus autores un estilo de vida que rimase con los principios estéticos que observaban en sus obras, sino que extendió esta compenetración y afinidad a la sociedad misma. Que los poetas sean desarreglados, ignorantes, sucios y melenudos, no debe de sorprendernos, puesto que el arte que cultivaban nada tenía de ordenado, ni de culto, ni de pulcra espiritualidad.¿Es que el escepticismo y el pesimismo no son como greñas del espíritu? Si la vida y carácter de un escritor influyen de manera decisiva en sus escritos, a una poesía sentimental hasta pecar de sensiblera, reñida con la luz y el aire por lo sombrío de sus ideas y lo enfermizo de sus afectos, ha de corresponder forzosamente una psicología delicuescente y vaga, unos gustos lúgubres, unas melenas mal cuidadas y un vestir desastrado. Tal arte tal artista. Pero no es tan natural que esta relación alcance también al público, y que sus inclinaciones, maneras, ideología y sentimientos sean los que corresponden a lo característico y fundamental de su literatura coetánea. En medio de una sociedad inteligente, aristocrática en sus aficiones y costumbres, amiga de ir siempre a la moda, vestida por el mejor sastre y la modista de gusto más exquisito; en una nación muy ordenada, con buenos gobiernos, austera administración y vigoroso y temible ejercito; en una ciudad de amplias calles, excelente alumbrado y buen pavimento, fondas limpias y arregladas, hermosos y cómodos teatros y casas higiénicas, soleadas, luminosas, nuestra literatura romántica no habría podido desenvolverse y prosperar como lo hizo entre nosotros. Diríase que el ambiente estaba dispuesto para recibirla y que todas las cosas conspiraban a la floración brillante del romanticismo (…)

La corte de España nos da la impresión de un país pobre y desaseado. Calles mal empedradas o sin empedrar y de edificios sucios y desiguales. Unas luces mortecinas y bastante distanciadas entre sí, alumbran la calle de Alcalá. Las Calatravas aparecen circuidas de casas muy modestas, todo lo más de dos pisos. Puertas claveteadas, con buenas trancas y cerrojos, y ventanas con gruesos barrotes de hierro. No se olvide que estamos en los tiempos de José María, el Tempranillo, de Jaime, el Barbudo y de los Siete niños de Ecija.

En los zaguanes de estas viviendas, oscuros, sombríos y apestosos, estan los urinarios y el basurero. Las escaleras pronas, crujientes y llenas de polvo, débilmente iluminadas por la claridad que entra de la calle y sumidas desde el atardecer en la semipenumbra medrosa de un quinqué o de un candil.¿Dónde encontrar la alegría en estas casas, ni el optimismo jocundo y alentador? Las celosías de las ventanas entorpecen el paso de la luz y del aire. Los pasillos tétricos y mal ventilados tienen la culpa de que la atmósfera sea tensa y agria. No se conoce aún el entarimado o al menos es poco frecuente. Para solar las habitaciones se usa el ladrillo, que aparece como cubierto de un polvillo rojo. Las casas antiguas se reducen a dos o tres aposentos grandes y destartalados y a varios callejones sin fin .En las nuevas los cuartos son muy mezquinos, hasta el punto de que apenas si caben los muebles. Los vidrios del balcón, unidos por plomos, no pueden ser ni más feos, ni más pequeños, ni más irregulares. En estas casas de vecindad vive el tendero de la calle de Postas, y el tablajero de la del Pez, y el covachuelista que escribe memoriales, y el actor o autor de compañías, como se decía entonces, y el cesante con la levita un poco raída por los codos, y la ancha y negra corbata deshilachada, y el rostro famélico, grave, taciturno, y el prendero y la patrona, y el clérigo, y el guardia de corps, y el que vende bujerías, perfumes y cosméticos en un portal de la calle de Carretas o de la Plaza del Angel (...)

Conventos de la Trinidad, de la Merced, de San Agustín de paredes sucias, desaseadas, con erosiones que atestiguan la erosión inexorable de los años. Sólo en la Carrera de San Jerónimo, punto de cita de todo Madrid, tenemos fronteros, los siguientes: el del Buen Suceso y el de la Victoria, las Monjas de Pinto y los Italianos, y ya más adentrado en la calle, el Espíritu Santo. La sociedad española de estos tiempos es santurrona, mendaz, conculcadora de los preceptos evangélicos aunque exteriormente alardee de arraigadas creencias religiosas.

Las actividades, los negocios, el comercio en una palabra concuerda con el aspecto miserando de la ciudad. Modestas abacerías, de toscos anaqueles o estantes, se instalarán en los tétricos zaguanes de las casas, y tiendas de tejidos no mal abastadas de crespones, rasos, encajes, organdíes, popelines, mazandrán, paliacats, gros de Nápoles, barabin, terciopelo punzó, guirindolas, lustrina Zaz de Saint-Cir, alepín y ante, que satisfarán los caprichos de un público más bien sobrio y desaliñado. Regatones vocingleros, estrepitosos, recorrerán las calles con su mercadería a cuestas o todo lo más sobre los lomos de peludos y trasijados de algún descendiente de Rucio. Y por el mismo procedimiento se llevará la cal y el yeso a las construcciones, y el pan a los consumidores, y la carne a los tablajeros. En el barranco de la Tela habrá muchas carretas de bueyes que a cambio de una modesta retribución se emplean también para el acarreo de objetos y materiales de albañilería. El golpe seco, opaco, que trasciende de algún penumbroso y nauseabundo portal denota la presencia del talabartero. De las mulas que tiran de las carrozas, tartanas, carromatos, calesas, galeras o calesines aquí se fabrican los arreos y guarniciones(…)

Las barberías no habían perdido como las de ahora su sabor castizo y su rango de mentidero público. Fígaro aparecía allí con su típica y genuina fisonomía. Y sobre la puerta o a ambos lado de ella, la vacía, de dorado metal, con su escotadura semicircular, y algún que otro pintarrajo, alusivo al oficio, en la pared propincua nos mostrarán la índole del establecimiento. Cuchitril donde además de rasurarse el rostro se hablará de lo divino y de lo humano, con esa graciosa sans-façón española que permite al ignorantuelo menestral echar pestes de Fernando VII, el Narices, y tutear a Martínez de la Rosa o Romero Alpuente.

No será nada raro ver entrar de pronto en la barbería a un hombre sudoroso, jadeante, casi sin resuello. Cubre su testa con un sombrero de picos, pues el sombrero gacho había desaparecido ya por orden prohibitiva, y cuelga de sus recios hombros de jayán una larga, amplia y vistosa capa blanca. Requerirá, entre aspavientos y visajes, al maestro o primer oficial de la tienda para que en su compañía venga a remediar la situación de un enfermo atacado de apoplejía, de fuerte torzón o fiebre perniciosa. Tomará el barbero en sus manos vellosas la redoma de las sanguijuelas y juntamente con el fornido recadero o criado cruzará calles, pasadizos y plazuelas hasta embocar con la casa del paciente, que será a lo mejor un nuevo Torres de Villarroel sometido a los más malolientes menjurjes salutíferos, emplastos y sangrías.

Porque no se piense un instante que en este Madrid polvoriento, sucio, desdibujado, sin una arquitectura arrogante, ni un empedrado uniforme, limpio, bruñido, pero eso sí, con las calles llenas de animales domésticos: gallinas, pavos, cerdos, se da un nuevo ejemplo de la frugalidad ateniense. Pese a la pobretería urbana de la Corte, a su desaliño y abandono, la gente engulle de lo lindo, ya en casa, ya en La Fontana de Oro, en el café de San Luís, en el de la Cruz de Malta, emplazado en la calle de Caballero de Gracia, y en tantos otros de menos pretensiones y vistosidad, como el de San Sebastián, por ejemplo. Nada puede sorprendernos por consiguiente, que el mucho tragar y beber dé origen a terribles torzones e incluso apoplejías fulminantes.

¿Quién no ha oído hablar de la pastelería de Ceferino, de la calle del León, de la casa de comestibles de Perico, el Mahonés o de la fonda de Genieys del Postigo de San Martín? En todos estos sitios se cocinaba bien y barato. Se hacía repostería y tanto la clase encopetada y pudiente, como la gente de medio pelo, hambrona y zafia, allí satisfacían sus gustos gastronómicos. Ni que decir tiene que la minuta, como está mandado escribir ahora, no estará inspirada por la alta ciencia culinaria de un Marqués de Villena, de un Trimalción o de un Roberto de Nola (...)

Fuera de los palacios señoriles, donde la gente de prosapia come en vajilla de plata, sale de paseo en carroza con adornos de carey, tirada por una pareja de mulas, con un rígido cochero en la parte delantera del andante armatoste y dos orondos lacayos en la popa, todo es miserable y ramplón aunque se disimule con dedálica habilidad, esto es, distribuyendo ingeniosamente por las habitaciones muebles y objetos. La sillería será de caoba, y si los recursos económicos no fueran muy holgados, de cerezo, de nogal o de pino, imitando caobo. Una consola lucirá sobre su tablero más o menos brillante, un áureo reloj, unos floreros vacíos de cristal labrado y unos candeleros de plata con sus arandelas de vidrio .El sofá no solo tendrá tosca hechura, sino que repelerá por su incómoda dureza a pesar de su respaldo de cerda. De percal blanco con franjas de tafetán encarnado, las cortinas. Un espejo o trenor, si hemos de decirlo al uso de entonces, decorará la pared, y no faltará en un ángulo del marco el consabido ramo de flores o algunas plumas de pavo real .En el centro de la sala habrá de seguro un brasero de cobre, con su correspondiente sustentador, ya simplemente liso y circular o imitando unas garras de león. No faltarán tampoco las socorridas rinconeras con algunas figurillas de yeso de las que vendía el popular Cavalcini. En un ángulo de la sala habrá un velador ochavado y encima de él un velón con relojera de piedra, de cristal el fanal y la peana de caoba(…)

Los extranjeros que arriban a nuestro país para ver los monumentos, estudiar las costumbres y enterarse del estado de nuestra literatura, se quejan de las diligencias y de las fondas, y se admiran por último de lo sobrio que somos para divertirnos. ¿No habrá en todo esto algo de exageración? Estamos tan habituados a que se nos achaquen defectos que no tenemos, que a nadie puede sorprender que pongamos de momento, en cuarentena aquellas afirmaciones. Veamos que hay de verdad en ellas.

Allá por los años treinta, si determinados asuntos nos hacían emprender un largo viaje, teníamos que recorrer Madrid de punta a punta y posada por posada-la del Peine, la de los Segovianos, la de los Huevos, la de la Gallega-hasta topar con el vehículo o caballería que había de transportarnos. Podía ser éste un coche de collera, una galera, carromato o simple tartana, y a falta de ellos unas bestias cuyo aspérrimo aparejo e incómoda andadura repelían al jinete.¿Será necesario decir que estos medios de locomoción no estaban al alcance de todas las fortunas? A los próceres les correspondía viajar en los coches, los funcionarios públicos que se trasladaban de un lugar a otro por exigencia de su profesión, lo hacían en las galeras tiradas por mulas, el primer tronco enfrenado y los otros confiados a un zagalón que iba a horcajadas en el mingo delantero, y las caballerías y carromatos quedaban reservados para negociantes, predicadores y estudiantillos no sobrados de numerario. Vienen después las diligencias remolcadas por tres o cuatro parejas de caballos. En la enorme baca aparecen hacinados los paquetes, atadijos, baúles, cofres, sombrereras, alforjas, cuévanos…Dentro del coche, ya delante, ya en la rotonda y como sardinas en banasta, esto es, encima unos de otros y metiéndose los codos en la barriga al menor vaivén de la diligencia, una docena o más de gente abigarrada, sudorosa y locuaz.

¡Y qué viajes aquellos! Dando tumbos por carreteras descuidadas y mal construidas. Un traqueteo horrible y agotador. Baches y aguazales en los que se hunde la diligencia hasta el eje. Frío, nieve y viento en la invernada. Calor, polvo y moscas en el estío. Asientos duros, ventanillas que cierran mal, posadas y fondas que tienen a la incomodidad también por huésped. Y sin embargo, qué hechizo, qué singular y embrujado encanto el de estas caminatas por valles, puertos y llanadas. Con qué emoción evocamos aquellos tiempos. Un espíritu de despierta y aguda sensibilidad ha de sobrecogerse, honda y dulcemente, ante este cúmulo pintoresco de rasgos, modalidades y caracteres de la vida española al promediar casi el siglo XIX.

Para Sevilla se sale a las tres de la mañana, de la calle de Alcalá y se viene a andar unas cuatro leguas por hora. Los gritos del mayoral y de los postillones, el ruido de los cascabeles y el constante vaivén del vehículo ahuyentaran el sueño en estas frías y largas horas de la madrugada. Si sentimos el amor de la naturaleza, a poco que se tiña del lívido claror el horizonte nuboso no perderemos pormenor del paisaje. Oyarzun, Astibarra, Salinas si venimos del Norte a la meseta. Puerta Lápiche, de los Perros, Cacín, Ecija en las rutas del Sur.¡Qué feroz vocerío en la remuda de los caballos ¡Cuánta palabrota castiza, vigorosa, tajante, de los zagales al enganchar los tiros.¿Y el restallar del látigo al emprender la marcha?¿Y el crujir del carricoche o galera sobre el duro empedrado? Aguerridas mozas de ajustado corpiño, grueso refajo de color y trenzas sueltas sobre la espalda, aguardan en los anchos portalones de las posadas y hosterías. Dentro hay un corral con alguna parra cabe las enlucidas paredes o sobre el pozo de brocal y garrucha. Posiblemente, para llegar al interior de la venta -¡oh Parador de los Tres Reyes, de las Animas, del Peto, del Mesón Grande!- habrá que atravesar la cuadra como en los cortijos .Una tuforada de estiércol nos saldrá al paso. En la amplia cocina encalada, con su llar, su garabato, su humero, su piedra trashoguera y sus tajuelos, preparan el clásico cocido español, con su buen trozo de vaca o de pollo, chorizo, tocino y jamón, amén de los ricos garbanzos, la verdura y la sopa humeante y rojiza, bien espolvoreada de pimienta. Del comedor nos llegará el ruido de los platos, cubiertos, jarros o alcarrazas-cada una de éstas vale doce cuartos-que una opulenta maritornes va colocando sobre rameado mantel. Los cuartos de dormir serán anchos, espaciosos, de alto techo, enjalbegadas paredes y aljofifado suelo. Un grato olor de ropa limpia y oreada, y su nívea blancura herirán nuestros sentidos deleitosamente.¿Pero quién duerme en estos lechos más bien chiquitos, con su flamante cobertor y su telliza o sobrecama y sus nítidos cabezales, si no fuera porque el cansancio del camino echa una pesada losa sobre nuestros ojos? No ha alboreado todavía y ya están los gallos del corralón lanzando al aire su estridente quiquiriquí (…)

La fondas, dicho sea también en honor de la verdad, parecen testimonios vivos e irrefutables de nuestro atraso, desaseo y sordidez, incluso. Se come mal por diez reales y nada bien por veinte. Sopa de yerbas, estofado de vaca, riñones, ternera mechada, pollo o gallina, sesos, criadillas, manos de cordero, con su poco de vino y postres. Manteles sucios, servilletas manchadas de grasa, algún plato desportillado-la vajilla procedía generalmente de la fábrica de la Moncloa-y una servidumbre de pésimos modales y nada complaciente.

Conviene con este cuadro lo desairado de la figura de cuantos se sientan a la mesa o de la mayoría, al menos. Barba puntiaguda, como la de Espronceda. Algo deslucida la levíta y a veces hasta raido el pantalón. La nota característica de esta sociedad, con raras excepciones, como la de Larra, por ejemplo, tan pulcro, atildado y correcto, es la desidia, la hurañía y el poco aprecio de la limpieza y esmero en el vestir. Características que se dilata de una persona a otra, cualquiera que sea su condición social y su profesión u oficio. El desarreglo, las greñas y la misantropía se dan en el poeta que escribe versos fúnebres, llenos de tristeza y desaliento, y en el empleado, a pesar de su sencilla espiritualidad, y en el cómico que hace llorar o reír a la gente. Es el mal del siglo. Su espiritus intus.

CAPITULO II

El teatro. La prensa. Los malos modos. Beatería. Los jóvenes. Su indumento. Vida de sociedad. El Parnasillo. El Ateneo. Indiferencia por las cosas del espíritu. El Liceo. Los vestidos. El Paseo del Prado.

Esta sociedad apenas si siente ganas de divertirse. Hasta en esto es sobria. Pero no por virtud o mojigatería, sino sencillamente porque su natural es así. Conténtase con ir los lunes al teatro. Los demás días están éstos vacíos y durante la cuaresma no funcionan. De aquí que los cómicos se lamenten, con razón que les sobra, de la frialdad e indiferencia del público. Vocifera la crítica contra el desvío y la incultura de la gente. La culpa de este panorama tan desconsolador del arte escénico no es sólo del público. Los autores que se meten a traducir en vez de componer obras originales ”Bien es verdad que no hicieron más que imitar a los literatos, que teniendo condiciones para escribir obras originales, como Ventura de la Vega y Larra, preferían traducir comedias y vaudevilles, si bien en muchas ocasiones mejorándolos” Impresiones y recuerdos. TºIII, pág 168). ”Cómo negar que zafios traductores-el buen gusto y la lengua corrompiendo-profanan sin cesar los bastidores” Poesías, de Bretón. Madrid,1851,pág.104. y los comediantes que todo se lo deben a la espontaneidad y al nativo despejo, sin preocuparse gran cosa de estudiar la psicología de los personajes que han de interpretar, ni del vestido y caracterización de cada uno, y las empresas que se limitan a poner en escena las obras quie han obtenido franco éxito al otro lado de nuestras fronteras-El Diplomático ,La Cuarentena ,El afán de figurar ,La Huérfana de Bruselas ,La Pata de Cabra-tiene muchísima más culpa que el inocente espectador, cuya deficiente preparación literaria no le permite distinguir lo bueno de lo mediano, ni aun de lo malo.

Pero ¿con qué estímulos cuéntale autor dramático para componer un drama o una comedia? No reconocida la propiedad intelectual como es debido, y en manos de cómicos y empresarios poco escrupulosos, ¿qué puede sorprendernos la pereza, la apatía consuntiva de cuantos escriben para el teatro? Parecería lógico que nadie tuviera más derecho sobre una comedia, si no se ha enajenado su propiedad, que el autor. Pues no es así. Todos mandan más en ella que él. El empresario, la actriz o el actor encargado del primer papel, la mutilan; el impresor la lanza a la publicidad y paga por ella 500 reales cuando más; la compañía la representa; el autor, en un caso muy favorable cobra cincuenta o sesenta duros por su obra y ya puede darse con un canto en los pechos (1). Quien se decide a escribir quema también sus naves. El arte no tiene otra salida que la pobreza-ya lo dijo Larra (2), porque la gente ni lo estima, ni lo paga suponiendo que el escritor se alimenta del aire como el camaleón, según se suele decir. Hace falta tener, pues, una grande vocación literaria para seguir en el oficio tras de ver estas dificultades tan graves e irremediables.(...)

En confirmación de nuestra tesis vamos a decir, sucintamente como se escribía un drama romántico.

Allá por el año 1842 dos teatros de Madrid se disputaban los aplausos del público: el del Príncipe y el de la Cruz. El primero contaba a la sazón con más partidarios y admiradores. Lo regentaba Romea. El de la Cruz, Lombía. Al declinar la tarde de un día de Diciembre, un poeta muy celebrado entonces, de esmirriadilla figura y endrina y copiosa cabellera, recibía en su casa número 5 de la Plaza de matute un aviso para que acudiera aquella misma noche al teatro de la Cruz.

Existía ya en estos días la costumbre de recibir, en su saloncillo o antecámara, a sus amigos y predilectos, el primer actor de la compañía. Romea tenía su tertulia en el teatro del Príncipe y Juan Lombía en el de la Cruz. Nuestro poeta entrará en la antecámara del famoso actor cuando ya se encuentran allí, además de éste, Hartzzenbusch, Rubí e Isidoro Gil. ¿Quién le ha mandado llamar? Lombía explicará todo en pocas palabras. La empresa del teatro pretende que nuestro poeta, que es también autor dramático, componga una obra para que se represente durante las navidades. El actor Carlos Latorre, con el pretexto de que el género cómico al que pertenecen las piezas que se ponen en escena estos días del Nacimiento de Jesús, no se aviene con el repertorio que él cultiva, se pasa de vacaciones de Navidades a Reyes. Modo de evitarlo: hacerle una obra a propósito, de la cuerda de sus aptitudes dramáticas, y nadie más indicado para realizar este milagro, dada la terrible premura del tiempo, que nuestro poeta. Estaban a 13, habría que tener terminado el trabajo el 17, copiado y hecho el reparto el18, aprendidos los papeles respectivos el 19 y 20, ensayada la obra el 21 y 22, y puesta en escena el 24. Forcejea nuestro autor para librase del tremendo encargo. ¡Cómo escribir una pieza dramática en tan pocos días? ¿Se han dado bien cuenta de la pretensión? Insiste Lombía terne que terne, porfía nuestro poeta por desentenderse de él, pero acorralado materialmente por el célebre actor, que no ceja ni a la de tres, acepta el compromiso.
(...)

Han pasado, pues, sin sentir, la noche, y la madrugada, y la mañana y el mediodía, y la tarde, una tarde un poco melancólica, descolorida, gélida de Diciembre sin haber almorzado, ni comido y, mucho menos, reposado, saldrá del número 5 de la Plaza de Matute nuestro trasijadillo autor, con el manuscrito debajo del brazo y camino del teatro de la Cruz.

Así escribió El puñal del godo don José Zorrilla, según poscuenta el mismo en sus Recuerdos del tiempo viejo, en páginas de una sinceridad admirable, cautivadora, las cuales acabamos de parafrasear. En 22 días compuso El caballo del Rey D. Sancho y se comprometió a escribir, su Don Juan, en 20. No creemos que el Don Alvaro, y El Trovador, y Los Amantes de Teruel, fueran escritos tan aprisa, pero desde luego podemos afirmar que no lo serían tan despacio como El Fausto, de Goethe, ni corregidos durante diez años, como Las Geórgicas, de Virgilio(1).

¿Por qué no asiste el público al teatro? Si por medio del discurso quisiéramos una razón al desvío de la gente, atribuiríamos la ausencia de aquél a la falta de confort de los teatros. Pero en esta época tan poco reflexiva, tan divorciada de la lógica, en que todo es súbito, inesperado, fortuito, no hay que buscar la razón con la razón .Es cierto que los locales llamados teatros por un exceso de eufemismo, son verdaderamente detestables. Nula o casi nula la ventilación, enrarecida la atmósfera por el olor nauseabundo de las galerías inmediatas y por el humo apestosos de las luces de aceite. Sucios e incómodos los asientos. Angostos los palcos, y todo el decorado de la sala, del peor gusto. Una semioscuridad diríamos que desdibuja a las personas hasta convertirlas en bultos innominados. Cuatro fornidos mozos de cuerda están encargados de subir y bajar el telón. Arrojes se les llama en el argot escénico.

Con “palitos y tronchitos”, como se decía entonces, se arman las decoraciones. Durante la estación estival, con el calor asfixiante, el mal olor que emana de donde quiera, ya que la aireación de la sala no puede ser más deficiente y escasa. En el invierno la gente acude bien provista de abrigo con que contrarrestar la baja temperatura del local. (...)

El público no va a teatro porque no le da la gana. Así en cueros sea dicho y con perdón. La gente no siente la curiosidad del arte, ni la necesidad de divertirse. España ha sido siempre un país sobrio, educado en la austeridad y buen administrador de su escaso peculio. Lo mismo le daba pasar hambre que hartarse, ser huésped del dómine cabra que invitado a las bodas de Camacho, holgarse en fiestas y diversiones que morirse de aburrimiento y hastío.

Este despego del público por el arte, la vulgar espiritualidad de los empresarios, la mala interpretación que se da a las obras de música, las traducciones y arreglos clásicos que infectan la escena, y la improvisación de los actores, que todo lo dejan para la noche del estreno, y que en los ensayos rezan el papel, con la indignación del autor, provocan las censuras de la crítica, en cuya acerbidad rivalizan Larra, Bretón, y Mesonero Romanos(1).

Pero este descontento es extensivo a otras muchas cosas. Ninguna sociedad como aquélla tan digna de la picota del ridículo. Aunque ni se asista al teatro, ni se lea todo lo que debiera leerse, la nota peculiar, típica de estos días es la influencia indudable que ejerce la literatura en la mayoría de las personas. La melancolía morbosa de los poetas, su desprecio de la vida, el tedium vitae que se ha apoderado de sus almas, se transmite a los demás. La cabeza poco dueña de sí, de esta gente, se llena de fantasmas, espectros y visiones terroríficas. El escepticismo arrebata a la fe su puesto. Los amores imposibles, las desventuras más tremendas, la utopías socializantes, constituyen la historia íntima de estos pobres mortales que, ya por lo novelones que andan de mano en mano, ya por el teatro, ya por las poesías por entregas, como El Diablo Mundo o porqués mal está en la atmósfera y se respira a todas horas, se contaminan y envenenan. (...)

¿Cómo viven los señoritos de buena familia, los lechuguinos(2) pisaverdes, currutacos, petimetres, pollos elegantes o tónicos, que por andar sobrados de dinero no tienen que buscarse el sustento en una profesión liberal de las pocas que había entonces? Se levantan tarde, desayunan te, leen muy por encima algún periódico; ya en la calle y si el tiempo lo consiente, se dan una vuelta por la del Príncipe y la Montera, bajan al Prado o se van a probarse alguna prenda de vestir en la sastrería de Utrilla; hacen una visita, donde será obligado hablar mal de todo el mundo, visten la levita polonesa o el frac verde pistacho de luengo faldón y se perfuman la ropa con Witiber; calzan botas a la farolé, montan a caballo por la Moncloa o la Casa de campo, comen a las tres en Genieys, y acaban en el teatro de la Cruz, en el Conservatorio viendo La Italiana de Argel o en casa de Montijo, Hijar, Cabarrús, Heredia o Ezpeleta.

Su indumento ha sufrido algunas modificaciones a lo largo de este periodo histórico. La moda es versátil, tornadiza, y se alimenta de su propia instabilidad. En la primera década de la pasada centuria se usan pantalones ceñidos, ajustados, con media bota o bien calzón corto, si el portador de ellos es persona de alcurnia y como tal devota de la elegancia y del bien vestir. Estos pantalones cortos ofrecen la particularidad de llevar en el ajuste de la rodilla, hasta donde llegaban las llamadas botas de campana, unas cintas en lugar de hebillas. Más adelante seusará la corbata de color, denominada “guirindola” y el “carrik” de cuatro cuellos, y los pantalones “patincourt”. La levita o el frac completaban el traje. Cubríanse la cabeza con el sombrero de picos o el de copa. El primero más corriente en la entrada de siglo. Una escarapela roja o negra en el sombrero de picos, declaraba la calidad militar o civil, respectivamente, del ciudadano. La levita, adornada de piel y con cordonadura. El frac de color verde, azul o gris. Los guantes blancos. El cuello de la camisa muy incómodo debido a la terrible agudeza de sus puntas. El chaleco de alepín con historiada botonadura. La airosa capa, de rojo embozo y áurea botonadura a lo Almaviva y el peinado a la inglesa (1).(...)

La gente moza, acudía a este sitio (Parnasillo), ya para comentar, entre ingeniosas chanzas, el último librote versos o la comedia recién estrenada, ya para echar pestes del Gobierno. Murmuración chispeante y cáustica, propia de jóvenes apasionados e irreflexivos. No todos eran románticos. Ni Bretón de los herreros, ni Estébanez Calderón lo eran sino con muchas y profundas restricciones. Les unía más que una determinada modalidad literaria, el común ideal estético cualquiera que fuese después la manera de realizarlo.

En torno de una mesa de pino, como la del Don Pablo de El Diablo Mundo, agrupábanse las celebridades de la época o las que iban camino de serlo. Espronceda, impetuoso y exaltado, parecía un Júpiter de pacotilla que en vez de rayos fulminase epigramas contra todo el mundo. Junto a él y como reverso suyo, el ecuánime Ventura de la Vega. Presidiendo la tertulia, el italiano Juan de Grimaldi, y alrededor Bretón, Carnerero, Estébanez, Gil y Zárate, Larra, Ferrer del Río, Asquerino y Bautista Alonso. Gente de encontrados pareceres, arrebatada e impulsiva. Frente a la afirmación más juiciosa, la pedantería o el chiste mordaz. La actitud sombría y recelosa de Larra, contrastando con el simpático semblante de Bretón y la sana alegría de El Solitario, pese a su remoquete o sobrenombre de letras. Anécdotas, chascarrillos, procacidades y carcajadas, en ese revoltijo propio de las personas de ingenio que lo mismo discurren con tino y mesura, que cuentan una historieta picante o lanzan un dardo enherbolado.(...)

SEGUNDO ENSAYO : ORIGEN, CARACTERES Y FASES
DEL ROMANTICISMO. PRECURSORES Y TRANSFUGAS. PARTIDARIOS, DETRACTORES Y ECLECTICOS. (...)

CAPITULO II

El liberalismo político y el Romanticismo. La melancolía. Rousseau, Senancour, Chateaubriand, Lamartine y Gautier, contempladores de la naturaleza.

El romanticismo era el fruto podrido de un momento universal también podrido. Cuando la atmósfera en que vivimos nos parece que no corresponde a la estirpe de nuestro espíritu, se produce en nosotros una irritada decepción que, primero se condensa de un modo intelectivo y racional, esto es, en los libros y después adopta el tono polémico, irascible, demoledor, de las revoluciones. En el primer caso tenemos a los enciclopedistas y en el segundo a la Revolución francesa. El espíritu en cuanto es una fuerza activa inmoderada, va siempre más lejos que el elemento en que se desenvuelve, que es su propio fruto, pero con los límites fatales, impuestos por la realidad. Digámoslo con la sencilla precisión de este paradigma: la vida es el blanco alcanzado por la flecha, pero el espíritu es el arco tenso, vibrante, dispuesto a dispararse hacia un blanco ideal que suele estar por cima de nuestras posibilidades humanas.

Los pueblos de más rango cultural habían sufrido la terrible decepción de su sistema político. Puede decirse que Europa, víctima de un largo proceso bélico, desgarrada por hondas disputas internas o fronterizas, pretendía reconstruirse mediante la instauración de un nuevo régimen.

Para llegar a este punto, el descontento había tenido una primera fase discursiva, que por su propia naturaleza presentaba un campo de acción limitado. Vino después la otra fase explosiva, en que las fuerzas ciegas, fanatizadas, del populacho intervinieron para plasmar con material humano lo que hasta entonces había sido más bien una lucubración.

Este batallar de las naciones más cultas y fuertes de Europa, una por establecer un sistema político inédito y las demás por abatirlo antes de que se enraizara y consolidase, con el grave peligro, además, de su poder expansivo, trajo un estado de angustia, de sombrío desasosiego, de enfermiza inquietud, cuyo testimonio literario fue el romanticismo. El apogeo del arte helénico era casi un proceso paralelo respecto de su madurez política. Como lo fue también el Renacimiento. Pero ahora las fuerzas que actuaban, aun cuando su objeto fuese la reconstrucción de Europa de acuerdo con otro patrón social, eran fuerzas anárquicas, disociadoras y el choque entre sí producía cierto desaliento escéptico, cierta propensión pesimista y misantrópica, que vino a ser como la alquitara del romanticismo.

Rousseau fue el primero en sufrir este mal terrible. Su pernicioso ejemplo influyó poderosamente en los verdaderos románticos que vinieron después. Senancour, Chateaubriand, Lamartine, por no citar sino a los más próximos y conocidos, padecieron la misma atenazante y honda misantropía. ¿Había en esta grave dolencia espiritual llamada “el mal del siglo” una exageración convencional y estudiada? Puede ser que sí. Pero aun admitida la tendencia hiperbólica de aumentar esta enfermedad del espíritu, lo cierto es que las modalidades de carácter, las costumbres e incluso los elementos internos de las obras románticas, confirman que el mal era verdadero y que había echado fuertes y profundas raíces en quienes lo padecían.

Contribuyó considerablemente a todo esto el grande cataclismo social de la Revolución francesa(1). Adviértase el hechote que en Alemania, donde el movimiento romántico fue coetáneo de la Revolución, los poetas renovadores, como Goethe y Schiller, por ejemplo, mostraron una salud moral, una robustez y ponderación de espíritu que, reflejándose por entero en sus concepciones, dieron a estas el carácter clásico, armónico y severo que las distingue de las de Víctor Hugo, Musset y Jorge Sand, hierofantes de la nueva escuela (2).

Ya se me alcanza lo difícil que resulta encerrar en una fórmula simplista, las causas de un movimiento literario tan vasto y complejo como el romántico. Más de un elemento generador de esta revolución quedaría fuera. Pero es innegable que el paralelismo de Víctor Hugo trazó entre el romanticismo y el liberalismo político (1), no es un exabrupto más de los muchos que cometiera el impetuoso poeta francés. ¿No podíamos aducir como una prueba de cuanto veníamos sosteniendo, el mismo caso de Víctor Hugo, si Beranger con sus poesías satíricas y demagógicas, Jorge Sand con sus utopías noveladas y sus ardientes anhelos palingenésicos, y su idealismo, y su teosofía, Lamartine con su tributo al humanitarismo sansimoniano, y en un orden inferior en cuanto al arte se refiere, Sué y Soulié con sus novelones socializantes, no denotaran el ascendiente revolucionario? (...)

Rousseau abrió el camino a los contempladores de la naturaleza. La hurañía enfermiza y roedora apartó al poeta de la vida de relación, y la soledad en que se encontraba, ya fuese convencional o verdadera le enfrentó con el paisaje. Vino a ser éste como una esponja gigante que absorbiera todas las actividades del espíritu. Las agrestes montañas, línea sinuosa del horizonte sensible, los valles angostos y húmedos, la bizarría alpina con sus nieves perpetuas y sus ventisqueros y sus dulces cañadas, y sus bosques umbríos, despertó en estas almas enfermas de melancolía y de tedio, un hondo sentimiento panteísta (2).Quizás lo más bello del Obermann sea el fervor casi religioso con que el protagonista se compenetra con el paisaje, sus descripciones de la naturaleza alpestre. Hay en estas páginas descriptivas una morosidad voluptuosa y entrañable, una como identificación ideal entre el contemplador y las cosas que le rodean. Se establece entre ambos factores la corriente recíproca que nace de una comunión perfecta, absoluta. No es el paisajismo palabrero y relumbrón de Chateaubriand en su Genio del Cristianismo-obra que dicho sea de paso, se nos cae hoy de las manos-y en su Atala. En las descripciones de Senancour hay más sinceridad de sentimientos. La naturaleza está más llena de poesía y de misterio. Se oye mejor “el estremecimiento de los abedules” y el ruido suave, deleitoso, de las “hojas de los álamos” al caer al suelo, y “el acento solitario, único y repetido” del ruiseñor. Se suceden los lagos, y los torrentes, y las cimas nevadas o ceñidas de vagarosos cendales de niebla. Refléjase la luna sobre “el esquisto de las rocas”, aparecen “prados cerrados por vallas a lo largo de las cuales crecen altos cornejos y grandes perales silvestres” (3)

Desde Chateaubriand a Gautier el elemento descriptivo se dilata en una multitud de modalidades y matices. El naturalismo tuvo su antecedente más vigoroso en la literatura romántica. Aquí vinieron los grandes novelistas franceses de la mitad del siglo XIX a nutrirse de electos pictóricos. Hay en Los trabajadores del mar y en la poesía arqueológica de Nuestra Señora de París una riqueza de pormenores, una fuerza plástica, un poder de evocación que nadie superó después.(...)

CAPITULO III

Elementos fundamentales. Goethe, Byron, Victor Hugo, Leopardo, Musset y Heine.

Meted en ideal alambique el escepticismo, la impiedad, la desesperación, el pesimismo, la ira, el sarcasmo, la blasfemia, el incesto, la preexistencia (1), la mordacidad corrosiva, y cuanto constituye en lo psíquico el acervo común del romanticismo y esperad un instante su destilación. No será delicioso néctar lo que salga por la piquera, sino mortal veneno. Todo es como un avispero. ¿Cómo un avispero nada más? No, más aun, como un nuevo Cedrón rugiente y desatado, que arrastra cuanto halla a su paso, que lo salpica todo con su espuma, que inunda el aire de patética sonoridad. Si es el amor el asunto elegido por el poeta, no será el que inspiró Beatriz, Laura o la condesa de Gelves, sino una pasión blasfema, sacrílega, demoníaca como la del Don Félix, de Espronceda. Y no por que la mujer que provoca este amor sea por su enrevesada psicología la causa de tal desdicha, sino porque el poeta cambia toda pasión por pura e ideal que sea, en aborrecible y condenable furor de su alma. El romántico viene a ser a su modo, un nuevo Eautontimorumenos, un atormentador de sí mismo. Unas veces se creerá poseído del demonio, como Byron y tratará inútilmente de evitar su maligna influencia. Otras se considerará desahuciado de la vida e incompatible con ella, como Alfredo de Vigny, y se desterrará por propia decisión a la soledad y el regusto de su propio ser. Y sino fueran estas las causas de su desgracia, se creerá atacado de tuberculosis o de locura, cuando no esté realmente loco o tísico, como Gerardo de Nerval y Alfredo de Musset. El topo vive debajo de tierra y la lechuza en la oscuridad y el silencio de la noche. Los románticos detestaban también el sol bienhechor y fecundo y la paz de la conciencia, y el latir acompasado y firme del corazón. El equilibrio de la vida, la templanza de los afectos, la medida y contención de los deseos, les es insufrible. Prefieren el desorden anárquico de la vida interior, la umbría intelectual, donde todo lo que nos rodea adopta una lívida expresión precursora de la muerte. La oscuridad con sus sones miedosos, les incita en sus actividades creadoras. El dolor sin término, la desgracia sin remedio, les atrae de un modo irresistible. Fuera de este panorama moral, no existe nada. El mundo es un cementerio de cadáveres insepultos.

Si el poeta es un creador de la belleza, un vates de verdad, y está imbuido por la filosofía y por el conocimiento científico de cuanto alienta en torno suyo, el romanticismo entonces tomará un tono transcendental y metafísico. ¿No hemos aludido a Goethe con estas palabras? Pero Goethe es un espíritu fuerte, lleno de ponderación y de mesura. Se ha forjado como un pequeño cíclope del saber en las Universidades de Leipzig y Strasburgo. Cultiva la amistad de Herder, y entrañablemente la de Schiller. Recibe los agasajos del duque Carlos Augusto, en Weimar. Visita a Italia con el fervor estético de un enamorado de la antigüedad clásica. Desempeña altos cargos de Estado. Vive con holgura, sin que la inquietud de un presente azaroso, ni el temor de un futuro adverso frustren en su alma todo anhelo de bienestar y de alegría.

Explana su teoría de los colores y sus observaciones sobre la metamorfosis de las plantas. Es un genio admirado y querido. Carlota Buff, Cristiana Volpius, Federica Brión, le rinden su albedrío, y esta última, aun preterida y rehusada por el poeta, todavía tiene la grandeza de renunciar a la mano de Reinhold Lenz, porque la mujer que había sido amada por Goethe no podía ser ya de otro hombre(1). (...)

Ya ha observado la crítica sabia que la humanización del Fausto, de Goethe, es menos consistente que la del Marlowe y que la del Manfredo de Byron(2). ¡Ah, pero es que Byron-hijo de Fausto y de Helena, según dijo Goethe-es la antítesis del poeta alemán!

Recordemos sucintamente su vida, su carácter, su temperamento.

Ya en la infancia muestra en germen o embrión, lo que va a ser cuando el desarrollo de su naturaleza y de su conciencia hayan logrado la plenitud. Los ascendientes fisiológicos auguran una vida vigorosa y enfermiza al propio tiempo, un polémico modo de ser originador de todos los extravíos y aberraciones imaginables. Es orgulloso, indómito, avasallador. Junto a la rosa de los sentimientos nobles y generosos, crece la flor de loto de la impiedad, del sacrilegio, de todos los móviles impuros y aborrecibles. Aquel niño voluntarioso y tímido, capaz según su biógrafo Maurois (1), de recibir la mitad de bastonazos destinados a un compañero suyo de colegio, con tal de librarlo, en parte, de tan duro castigo, saltará por encima de las leyes morales y amará a su hermana Augusta con amor de la carne. Su soberbia y su mordacidad multiplicará el número de sus adversarios. De un atractivo irresistible entre las mujeres que admiran en él, por dosis más o menos iguales, al hombre y al poeta, sabrá de todas las emociones y de todos los placeres, esto es, desde la romántica Annabella a la liviana Segati. Para demostrar su amor a Teresa se desgarrará el pecho con la punta de un puñal. No es un hombre de ciencia sometido a las disciplinas del saber. Aunque su formación cultural sea muy sólida, grande la retentiva y ávido el pensamiento, es superior la sangre que riega su cerebro, y los nervios que reciben las impresiones de las cosas, y su propensión a lo arbitrario y descomunal. Es una conciencia sin gobierno, sin leyes coercitivas, sin imperativos categóricos. Más fácil y deliciosa para una psicología así, la rampa del pecado, que el camino áspero y prono de la virtud, se deslizará por la pendiente hasta hervir y despeñarse. Con él revivirán en Newstead las orgías paganas, y la visión etérea y ultrasutil que tiene de María Duff se irá esfumando, como un ensueño irrealizable, en medio de esta atmósfera turbia y pasional. Trasegará el vino, no en copa de cristal o de oro, si se quiere, sino en una calavera, para que las libaciones tengan un sabor macabro y blasfemo. Y esta vida ardiente, romancesca, será abatida por la muerte en Missolonghi- su última aventura en holocausto de la independencia griega- bajo un cielo tempestuoso. Tempestuoso como el alma del poeta. (...)

CAPITULO IV

Fausto.

De igual modo que en el arte clásico predomina la forma sobre la idea, en el Romanticismo el pensamiento adquiere sobrenatural realce. Esta propensión a lo interno y psicológico encontró en el retorno a la Edad Media, tan dada a la teología, a la metafísica y a la magia, un clima favorable para su próspero desenvolvimiento. El doctor Fausto es exhumado de entre los escombros del Renacimiento. Su origen es mucho más remoto. Trátase de un legendario personaje medieval cuya afinidad con san Cipriano, mártir, con el monje Teófilo, del poeta Berceo y la monja Roswitha, de Gandershein, y con fray Gil de Santarem, de fray Luis de Sousa, sería fácil probar.

Fausto es un mago, brujo o alquimista. Hoy en que la ciencia se ha dignificado tanto, sería un sabio. Pero su sabiduría no es infusa y providencial. La ha logrado después de muchas horas de estudio, de reflexión sobre las cosas. Su vida ha sido un calvario. Siempre entre libros y mamotretos descoloridos y polvorientos; entre formulas, drogas, retortas y matraces. Sin embargo, de la piquera de sus alambiques no ha salido la substancia maravillosa que pueda rejuvenecernos, como la fuente de Juvencio al que bebía de sus cristalinas aguas. Todos los estudios y experiencias de Fausto se han estrellado contra la escollera inconmovible de este enigma. De no terciar en la disputa el mismísimo Mefistófeles, el legendario doctor no habría conseguido remozarse y embellecerse. Porque este viejo de luenga barba y encrespados cabellos, que muestra en sus ojos cierta fatiga y desaliento, a cambio de la perdición de su alma torna a ser joven, apuesto y hermoso y con estas armas terribles se lanza a la conquista y posesión de Margarita, tras de herirla de incurable amor.

Pero Fausto no es el mismo siempre. El Fausto del Renacimiento no ofrece la misma faz, el mismo contenido psicológico que el del siglo XIX. El Fausto de Marlowe, no es una entelequia, mejor o peor humanada, sino un brujo de carne y hueso, egoísta y sensual, ahíto de pasiones inconfesables, que entre la piedra filosofal y una mujer cualquiera, optaría por la mujer. Cada época imprime su peculiar carácter a sus concepciones artísticas. El Renacimiento es más sensualista que filosófico. Imitar la naturaleza es la forma primordial del arte clásico. Idealizar la vida hasta el punto de hacer de ella una abstracción, un símbolo inaprensible, es la teoría estética del romanticismo. (...)

Goethe aparece en una época absorbida por la especulación filosófica. Los grandes pensadores intentan coordinar las ciencias en un sistema adecuado, y explicarnos de este modo el sentido y alcance del universo. Todo tiende a ordenarse, a buscar el principio vital de las cosas. Abandonamos la realidad en que aparecen sumidas de ordinario las actividades subalternas del espíritu, porque nos apasiona el mundo ideal, lleno de bellos y tentadores problemas. El arte se espiritualiza, se empina, por decirlo así, sobre la naturaleza para abarcarla más fácilmente en una visión panorámica y penetrar, si es posible, sus arcanos. Goethe no es sólo un gran poeta, sino un hombre de ciencia, que comparte el tiempo entre experiencias y ensayos y gloriosas tentativas de un arte magistral y trascendente. Un hombre así no puede ver las cosas por su lado vulgar, ni ha de limitarse a embellecerlas. Buscará su porqué, las idealizará hasta hacer de ellas algo etéreo y extrahumano. Los abismos sin fondo del pensamiento metafísico le atraerán de modo irresistible. Es el poeta y el sabio en una misma pieza, que primero descubre al hombre como es en realidad y después lo deshumaniza hasta convertirlo en un símbolo o alegoría inaprehensible. Este fausto mortal y eterno, de proporciones grandiosas y que, en virtud del poder teúrgico de que está investido, penetra en los senos de la naturaleza, ansioso de robarle sus secretos, y baja al infierno, como Orfeo, si bien con mejor suerte, o sube al Cielo con Margarita, su intercesora cerca de la Virgen María, es la creación más hermosa del romanticismo, y su ascendencia sobre otros poetas coetáneos de Goethe o posteriores a él, es por demás notoria.(...)

Visto así el romanticismo, desde el ápice de lo trascendental y filosófico, es como una explosión súbita de la mente, y allí donde las leyes discursivas sean más liberales, se mostrarán más visibles las deformidades y los extravíos. Hay sin embargo un punto en que lo clásico y lo romántico se absorben mutuamente, con la atracción irresistible de las afinidades químicas o de los cuerpos celestes con relación a su centro. Este fenómeno tiene universal resonancia- Fausto, el Quijote, Hamlet, la Celestina- porque su realización material es la obra eterna, inconmovible, sobrenadando triunfalmente en el océano de los siglos.

Al auge de la crítica literaria obedece la porfía de estos dos conceptos. El mismo Goethe se sorprende en sus conversaciones con Eckermann de la trascendencia estrepitosa que lo clásico y lo romántico ha tenido en todas partes. Nietzsche para distinguirlos se valió de dos términos profundamente significativos. Lo clásico era lo apolíneo, y lo romántico lo dionisiaco (1). La claridad de las formas, la armonía y sencillez de las ideas universales, el sentido jocundo y optimista de la naturaleza, era lo apolíneo. La sombría concepción de las cosas, el sentimiento melancólico y enfermizo de la vida, y sobre todo la penumbra vaga y temerosa en que se desenvuelven las actividades del espíritu cuando sufre de hurañía y aislamiento, era lo romántico.

Frente a este fastuoso panorama ideal cada país reaccionó de distinto modo (2). (...)

CUARTO ENSAYO
LA POESIA

CAPITULO I

El Duque de Rivas (1)

¡Buen ejemplar de aristócrata¡ No encontraréis en él ninguna semejanza con aquellos próceres de su tiempo tan vulgares y aristocráticos. Nada tenía que ver con el duque de San Carlos, que aconsejaba a Fernando VII que no jurase la Constitución, ni con el traficante e intrigantuelo conde de Montijo, que preparaba el terreno, entre el populacho de Madrid, al absolutismo, ni con el duque de Osuna que, a falta de otros metales más ricos -los del espíritu-, prodigaba el oro y la plata en fiestas, viajes y embajadas. Don Angel de Saavedra había mostrado, desde muy mozo, irresistible inclinación hacia la poesía. Alumno del Seminario de Nobles de Madrid a los once años de edad y soldado, como Alfredo de Vigny, a los dieciséis. Mal estudiante si hemos de creer a sus biógrafos, pero valeroso y audaz combatiente, como lo demuestran las múltiples heridas que recibió en Antigola (1). Elegido de las Musas, prefería componer versos al estilo clásico a auparse con la ciencia que enseñaban en el Seminario, entre otros profesores, don Isidoro de Antillón, don Manuel Valbuena y don Demetrio Ortiz.

No tardó mucho en perfilarse su verdadera personalidad. La política, la diplomacia y las letras, entreverado todo esto de aventuras amorosas y galantes, para las que era buen incentivo la bizarría de su juventud, y de su ingenio, fueron los tres principales rasgos de su fisonomía social. Frente al despotismo que aquejaba a la mayor parte de los aristócratas, muy embebidos aún en las formas ásperas y vejatorias del antiguo régimen, lucía él su tolerancia liberal y un concepto más calidamente humano y comprensivo de la vida. Su participación en una política apasionada y turbulenta como réplica natural a los abusos fernandinos, que ya han sido sucintamente enumerados en este libro, concitó contra él las iras gubernamentales, y la Audiencia en Sevilla le confiscó los bienes y sentenció a la pena capital. Aquí empieza su exilio, que dura diez largos años. De Gibraltar-estación de tránsito de tanto desterrado español de aquellos días-a Londres, de la capital insular a Italia, tras de detenerse de nuevo en el Peñón, donde casó con doña Encarnación de Cueto, hermana del marqués de Valmar. De Italia a Malta, y de esta isla a Francia: Orleáns, París y Tours, hasta que la Reina Gobernadora concedió una benévola amnistía, y a su amparo se tornó a España (2).

Este peregrinaje a través de climas literarios que estaban entonces en plena erupción anárquica, algo tenía que influir en el desenvolvimiento de su espiritualidad. La primera fase literaria de nuestro autor se había cerrado casi en 1823. Las imitaciones de Herrera, la amistad de Martínez de la Rosa, don Juan Nicasio Gallego y don José Quintana, en el Cádiz situado en 1811 se desvanecieron en la nueva atmósfera que allende nuestras fronteras iban formando los flamantes cánones románticos. No hubo transubstanciación de elementos psicológicos, que en el futuro autor de Don Alvaro eran genuinamente castizos, de honda y fuerte raigambre españolista. Pero si hubo un orearse en el viento vigoroso que soplaba en Francia e Inglaterra, y que él había tenido que respirar por fuerza durante las largas horas de proscripción.

¿Quién se acordaba ya de los primeros ensayos poéticos influidos también por la dulzona inspiración de Meléndez Valdés, ni de los versos patrióticos dedicados a la victoria de Bailén y a Napoleón desterrado? (1). Las excelentes condiciones que don Angel de Saavedra mostrara para la poesía tuvieron desde ahora ámbito más holgado en que ejercitarse.

Además de las composiciones líricas mentadas y con sujeción a los mismos estrechos moldes neoclásicos, había escrito las obras dramáticas Ataulfo, Aliatar, Doña Blanca y Lanuza (2), y con anterioridad El paso honroso, poema descriptivo en octavas reales, nuncio más o menos tímido y balbuciente con el Moro expósito, del romanticismo.

Lanuza, según nos dice el padre Blanco García, fue muy del agrado del público en aquellos días de tanto fervor constitucionalista, y obligada representación en los teatros nacionales con motivo de las fiestas públicas, celebradas en todo el país como exaltado homenaje al nuevo Código. Más tarde, con la madurez del espíritu y el recuerdo de las torpezas cometidas por el liberalismo, amainó la demagogia y populachería de don Angel, como ocurrióle a Alcalá Galiano y a tantos otros corifeos de la revolución.

El tránsito de una escuela literaria a otra no suele producirse mediante una conversión rápida y profundadel espíritu, de los modos e ideas. Por lo general la primera educación que recibimos y que nos adscribe a una determinada época, retrasa el cambio aunque no lo dificulte del todo, ya que abierta la conciencia a las impresiones exteriores, malamente se puede acorazar contra ellas si la atmósfera está muy saturada de los nuevos principios estéticos. La trasformación literaria de nuestro poeta fue gradual y espaciada, como lo demuestra la simultaneidad de cánones, pues si en lo lírico El sueño del proscripto, poesía compuesta en Londres y al Faro de Malta, también de los años de destierro, se notan las hondas huellas del nuevo estilo, en la tragedia Arias Gonzalo, escrita en la citada isla mediterránea, reivindícase el rigoroso credo literario de Boileau. (...)

Pero ni la poesía lírica, ni su numen festivo y burlón, ni su prosa histórica (3), ni su ocurrente y salpimentado decir, ni siquiera sus obras dramáticas, con condicionada excepción del Don Alvaro, representan gran cosa en la valoración integral de su obra literaria. Son modalidades más o menos salientes del talento creador del Duque, capaces por sí solas de granjearle un puesto en la república de las letras, pero sin que la “yedra y lauro eterno” se ciñan a su frente en plástica alabanza. Ya veremos después cómo el mismo Don Alvaro, a pesar de su estrepitosa resonancia, es obra de grandes defectos si se la pasa por el tamiz de una severa crítica. No era éste el ámbito donde habían de desenvolverse las notables aptitudes poéticas del duque de Rivas.

Fue éste un poeta narrativo de subidos quilates. De su predilección por tan atrayente y cautivador género de poesía era buen testimonio su poema descriptivo y caballeresco, en cuatro cantos. El paso honroso (1), escrito cuando aún no contaba veinte años. Si como empeño de la juventud quizá resulte desmedido, que no están aún sazonadas y apretadas las dotes espirituales que tanta parte han de tener en la elaboración poética, proclama en cambio una inclinación que ha de madurar en rico y jugoso fruto más tarde, y anuncia al propio tiempo raras y señoriles cualidades, las cuales tendrán esplendida granación en El Moro expósito, y sobre todo en los primorosos Romances históricos.

En el Paso honroso, compuesto en octavas reales, se canta, con lozana inspiración y moceril desenfado, la singular hazaña de Suero de Quiñones. La narración, que si se atuviera al hecho histórico, del que incluso dio fe un acta notarial, sería, como observa Valera, monótona y uniforme, a causa de los múltiples encuentros que hubo entre los esforzados paladines que en el mismo intervinieron, ésta entreverada de amoríos, galanteos y episodios que, sin entorpecer ni desvirtuar lo rectilíneo de toda acción fundamental, divierten y subyugan la atención del que lee. Contado todo con galanura, pero sin exuberancia farragosa y tropical. Fluye la poesía sin esfuerzo alguno, espontánea y fresca, como cuanto es natural y va tejiéndose o formándose a sí mismo, en un blando y dulce devanarse de sus actividades creadoras.

Es curioso que el padre Blanco García (2) cite este poema como de pasada y refilón, que don Manuel Cañete (3) hable de él con desgana y le dedique tan solo unos desabridos y desmedrados elogios, y que don Juan Valera, en su prolijo estudio sobre el Duque, inserto en El Ateneo (4) y recogido después en su obras completas (5) , lo examine y comente sin prisas, para llegar a la conclusión de que El paso honroso ocupa el tercer lugar en la producción épica o narrativa del Duque, esto es, tras El Moro expósito y los Romances históricos.

Valera por su natural optimista y benévolo, propendía más al encomio que a la censura. Todo lo más que se permitía era dejar trascender de sus lisonjas como un suspirillo burlón e irónico. Que ya es bastante para el que sepa leer al trasluz. Uníanle con don Angel vínculos no sólo de cordial amistad, sino de parentesco político, y había compartido con él, como attaché ad honores de la embajada de Nápoles, las tareas diplomáticas que, dada la unívoca afición de ambos, se entremezclaban de un goloso departir literario, lleno de poderosos incentivos.

Si hemos de poner las cosas en su justo medio, sin caer en la distracción del padre Blanco García, ni del rigor censurino del autor de El teatro español del siglo XVI, ni en la proverbial indulgencia de valera, digamos de El paso honroso que como obra primeriza del Duque muestra bien a las claras las prendas y merecimientos que tan alta y gloriosa ejecutoria habían de tener después en El Moro expósito y especialmente en los Romances históricos, para mi gusto y parecer, la flor más espigada y fragante de cuantas nacieron en el jardín de nuestro poeta. (...)

Por el romance fluye la vida española, hasta tal extremo que no sería difícil reconstituir lo más brillante y glorioso de nuestro pasado si no tuviéramos otra fuente de información que ésta.

El espíritu hazañoso y aventurero de la raza, sus rasgos típicos e inconfundibles, juntamente con aquellos otros acaecimientos de la tradición, que viene a ser como una pasarela entre la verdad histórica y la soñada, tienen por engarce o vestidura el romance. Forma además que corresponde a nuestro natural sencillo, pues nunca dimos a nuestras conquistas y hechos de armas más admirables, la importancia que se merecen, conformándonos con esta manera tan juiciosa y sosegada de referirlos. Otros pueblos, muy pagados de sí mismos, adoptaron en el relato literario de sus proezas y vicisitudes métrica más solemne, altiva y pomposa. Nosotros nos perdimos, en la justa embriaguez de la gloria, el natural sencillo y modesto de la raza, y preferimos, más concordes con el ser español, el romance a la octava real. Predilección que no estuvo circunscrita a la musa popular, incompatible naturalmente con todo lo que fuese aristocrático atildamiento, sino que compartieron los poetas cultos, a excepción de muy pocos, como el remilgado marqués de Santillana, que embebido en las maneras clásicas del humanismo, consideró el romance como cosa vil y despreciable (1). (...)

CAPITULO III

Zorrilla (1)

Un siglo tan turbulento y agitado como el XIX había de contravenir, por fuerza y en más de una ocasión, el principio estético del arte por el arte. El poeta es un ser vanidoso y soberbio que se cree a veces llamado a realizar misión distinta de la que le compete. No es extraño que en días difíciles abandone la poesía, su oficio propio, y se haga didáctica, política o filosófica. Los poetas intentan la reforma y mejoramiento de la sociedad, e inspirados por alguna musa providencial o semidivina, irrumpen en la arena ardiente de la política, proponiendo soluciones, excitando al pueblo, de suyo irritable e impetuoso, y presentándonos, bajo la magia del estro poético, una vida más honrada, prospera y gozosa.

No seré yo quien vaya, rebenque en mano, contra esta inclinación irresistible de buscar el bienestar y perfeccionamiento humanos, de dar formulas a la política militante o de vestir de lenguaje rítmico los más intrincados problemas filosóficos. Lo cierto es que ninguna de estas propensiones, tan en boga a la sazón, aquejaron al ilustre cantor de Granada, y si padeció alguna vez el prurito de la filosofía, fue más bien expansión natural de su genio literario, arrebato de su potente fantasía, que propósito magistral y docente.

Fue Zorrilla un poeta desinteresado, antidoctrinal, juglaresco, que componía versos a impulsos de su corazón o de su fantasía. A nadie mejor que a él le vendría bien el nombre de trovador. Tal es la espontaneidad de su numen y la delicadeza de sus afectos, y sobre todo, su predilección por los asuntos medioevales, en los que se emplea, con verdadero éxito, su imaginación reconstructiva y creadora a la vez, y sus sentimientos españolistas. En este aspecto de su múltiple fisonomía, no tuvo par. Le aventajará Espronceda en apasionado lirismo, y el Duque de Rivas y García Gutiérrez, lograrán triunfo más resonante e indiscutible en la escena, pero nadie le sobrepuja en su poder de evocación, en fantasía soñadora y, particularmente, en esa facultad más intuitiva que científica, de ver las cosas pretéritas en su propio ambiente o escenario. La impresión exacta y veraz que Walter-Scott nos daba de un determinado momento histórico y de su marco local, procedía del estudio paciente y prolijo. Zorrilla sin alcanzar la precisión arqueológica del ilustre escocés, que peca en muchas ocasiones de farragosa, reconstituye el pasado de manera incomparable, envolviéndolo en un halo poético y evocador.

Para sentir las cosas hay que llevarlas dentro. Solo así se puede descubrir el misterio de cada una, penetrarlas hasta su raíz y destilar gota a gota, como quien las pasa por alambique, su recóndita idealidad. Zorrilla pintaba magistralmente las ciudades vetustas, y los castillos abandonados, y las ruinas disimuladas entre espesos y hostiles zarzales, y el elegante ajímez, como nimbado de luna, porque todo este mundo inerte, a trasmano del tráfago de nuestros días, lo llevaba muy metido en los entresijos de su alma.

Asistido de estas condiciones, forja, allá en el fondo de su conciencia estética, una multitud de héroes legendarios o históricos, dándoles su ser auténtico, imprimiendo en cada una de las actividades necesarias a su destino inmortal. Fue, pues, Zorrilla el animador de este mundo olvidado de figuras descomunales y fastosos acaecimientos. Nadie ha sentido como él la tristeza de lo viejo, ni ha descrito con tal variedad de tonos, la soledad y el misterio de las ruinas, los almenados muros, el chirriar de rotas y desvencijadas puertas, las aguas verdosas de los fosos o de los estanques, el coraje del viento al penetrar por saeteras y matacanes, y las apariciones pánicas de trasgos, endriagos y vestiglos...

¡Con qué honda voluptuosidad se zambulle su espíritu en todo esto! Roqueños alcázares se yerguen bajo las sombras de la noche o entre las luces melancólicas del crepúsculo. Suenan las trompas de caza y los aullidos de ahilados lebreles, o los clarines anunciando justas y torneos. Se llena la plaza de villanos, de pajes, de escuderos. Brillan los recios coseletes y afiligranados arzones al herirlos fuertemente la luz. El aire se puebla de gritos, de voces jubilosas, cuando los enjaezados palafrenes, con cargas de gentiles damas o apuestos y aguerridos jinetes, desfilan braceantes, nerviosos, engallados por las angostas calles de Toledo ante una plebe embobada. En la paleta de Zorrilla no falta un color. Su imaginación poderosa va reconstruyendo la visión histórica o legendaria. Brocateles, tapices, arquetas, adustos sillones frailunos, almetes y yelmos, perlas de riquísimo oriente, reposteros y damascos, airosos penachos, tizonas de labrada empuñadura toledana, mosquetes, azagayas, tahalíes, petrales, rendajes, y cabezadas fabricados por los más famosos talabarteros de Córdoba, gualdrapas de púrpura, jubas y albornoces esmaltan de reflejos, de austeridad, de colorido las leyendas de nuestro poeta. Fluye el lenguaje rítmico con la abundancia de una vena lírica y narrativa que nunca se agota, Aunque Zorrilla fue, como es sabido, hombre de pocos estudios (1), pues si de mozo se le atravesaron el Heineccio y las Pandectas, en su madurez no se sintió nunca inclinado a ninguna clase de disciplinas, manejaba nuestra lengua con el desenfado incluso con la pericia de un buen hablista. Supo sacarle todo el jugo que a fuerza de exprimirla daba, y combinar las palabras con intuitivo acierto hasta lograr la mayor musicalidad. Como los grandes imaginativos-Victor Hugo, por ejemplo-conocía los senos más difíciles de la retórica para emplear los artificios literarios de modo que las cosas descritas se hermosearan por alto estilo mágico y soñador.

Así como hay filósofos y pensadores, hay dos géneros de poetas épicos. El filósofo-Platón, Santo Tomás, Kant- ordena todas sus doctrinas hasta constituir un todo armónico, un cuerpo científico que llamamos sistema. En él está comprendida la interpretación trascendental de los tres grandes objetos de la Metafísica: Dios, el hombre y el universo. Los pensadores-Pascal, Balmes, Keyserlíng-no llegan a crear un verdadero cuerpo de doctrina en donde hallemos cumplida satisfacción a los problemas que tiene nuestra conciencia planteados, pero aportan una serie de profundas meditaciones sobre las cosas. El poeta épico en toda la extensión de la palabra, canta una civilización, un ideal clásico o al menos un gran acontecimiento histórico o religioso que eche hondas raíces en la humanidad. Ahí están Valmiki, Homero y Dante. El autor de la Ramayana da forma rítmica a una civilización: la oriental. Homero al ideal clásico, y el vate florentino al espíritu religioso de la Edad Media. Pero aquí diríamos que termina el verdadero ciclo de los poetas épicos. Y hasta es posible que algún severo preceptista excluya de éste al autor de La divina comedia por cuanto en los días en que se compone este admirable poema, la religión, la filosofía, la política, las artes, la historia, las ciencias fisico naturales y todo lo que es objeto de las actividades del espíritu tiene sus propios intérpretes y divulgadores y para nada es necesaria ya la presencia del poeta épico, como compilador y vocero de tan complejo arsenal humano. El poeta narrativo es un poeta épico menor. Su campo de acción es más reducido. Limítase a cantar hechos particulares, bien sean de comprobada autenticidad histórica, ora caigan dentro de lo tradicional y legendario. Pero todo este acervo poético reunido, si está avalorado por la inspiración y la belleza, tanto en lo que atañe al héroe, como al ropaje de las situaciones, afectos e ideas, puede destacar la personalidad del poeta en proporciones, si no descomunales como las del épico, sí lo suficientemente considerables para atraer y subyugar la atención de los demás.

No es otro el caso de Zorrilla. El gran vallisoletano puso su inspiración al servicio de la raza. Se sentía predestinado: poeta misional en perenne exaltación glorificadora de nuestros héroes. Con todo lujo de retóricas se ha definido a sí mismo. Pocos vates habrá, por no decir ninguno, que hayan puntualizado tan reiteradamente el alto destino estético a que se veían impelidos. Nuestra Historia, henchida de fastos brillantes, le ofreció copioso manantial en que ahitarse. Los libros de devoción, como el David perseguido, la tradición oral, tan prolífica en elementos de honda poesía popular, las Cantigas de Alfonso el Sabio, los Reyes nuevos de Toledo y las Soledades de la vida y desengaños del mundo, de don Cristóbal Lozano, Las mil y una noches, el Cronicón del moro Razis, y tantas otras fuentes históricas o artísticas, proporcionaron a Zorrilla material adecuado para sus primorosas leyendas. Margarita la tornera tiene su antecedente literario en las Cantigas de Santa María ya citadas y en el falso Quijote. La princesa doña Luz, en los Reyes nuevos de Toledo, El capitán Montoya en las Soledades de la vida y en el romance del estudiante Lisardo. A buen juez mejor testigo en los Milagros de Berceo. Nuestro poeta desenterraba las tradiciones y las espolvoreaba de la luz meridional de su numen. Ramillete de bellas evocaciones del pasado con sus reyes, próceres, freiles, hidalgos, damas, dueñas, huríes, pajes y villanos, y sus torres desmochadas, en cuyas profundas grietas hay secas higueras retorcidas, y sus bosques rumorosos, umbríos, pánicos, poblados de seres fantasmales, y sus tajos y roquedos. Un mundo redivivo, que surge otra vez a la luz esplendorosa del día o bajo los astros misteriosos. Con la sonoridad de los cuernos de caza, de los timbales y de los clarines bélicos. Habitado también por brujas e íncubos. Tributario de una religión en cuyos floridos campos caben Santa Teresa y Juan Ruiz: el amor divino y la pasión arriscada del Arcipreste. Vena caudalosa en que abrevó a morros la fantasía del autor de la Leyenda del Cid. ¡Qué íntima comunión se establece entre su alma y este ancho mundo histórico o legendario! ¡Con qué cálido fervor se enfrenta con todo lo viejo y desusado, en sus búsquedas a través de los libros devotos, de las narraciones polvorientas, de las crónicas trasolvidadas! Acude a la Historia de España del padre Mariana y a la de Dunham, traducida y continuada por don Antonio Alcalá Galiano; a la Crónica Sarracina de Pedro de Corral, al Desiderio y Electo de fray Jaime Barón. Le atrae irresistiblemente esta vida feudal, el lujoso atuendo que la circuye como un marco maravilloso. Las regias comitivas con su marcial estruendo, el deslumbrante atavío morisco, los añafiles hendiendo el espacio con sus sones, el agreste y bronco paisaje de la Alpujarra y de la serranía de Córdoba, la arquitectura árabe, pródiga en calados, cinceladas maderas y mórbidas curvaturas. Los alhajados arneses, el duro y luciente espaldar, los jubones, las calzas, el ferreruelo, el capotillo, la escarcela, la garzota y el airón; las mancerinas de oro obrizo, las vajillas y preseas, los candelabros de plata, mecheros y lámparas; el brial de crujiente seda, los almaizales y turbantes, las gumías de rica ataujía o embutido de metales finos; las alcándaras con sus aves de cetrería: azores, neblíes y gerifaltes...

Aguas aprisionadas en tazas de jaspe o libres en saltaderos y azarbes, entonarán a todas horas su canción cristalina. Los pájaros de la Alhambra y del Generalife llenarán de acordes el aire perfumado. Prepararán bohordos en Bibarrambla los granadinos. Un embarullado sonar de atabales y chirimías anuncia el paso de la cabalgata. Alfanjes y broqueles despiden cegadores reflejos. El populacho invade las calles, y el señorío se agolpa impaciente y ávido a los miradores. (...)

SIETE ENSAYOS SOBRE EL ROMANTICISMO ESPAÑOL (Pasajes de la obra)

TOMO II
SEXTO ENSAYO
LA CRITICA LITERARIA


CAPITULO PRIMERO

DEL NEOCLASICISMO AL ROMANTICISMO

I

Mirada retrospectiva

Aquellas águilas caudales que se enseñorearon del cielo del arte en nuestro Siglo de Oro-Lope, Cervantes, Calderón, Tirso, Fray Luis, Garcilaso, Quevedo, Argensolas-habían sido ya abatidas por la muerte. La escena se nutrió ahora, sucesivamente, con las creaciones de Zamora, Candamo y Cañizares, de muy inferior calidad, aunque no de tan baja estofa como han supuesto, algunos críticos por demás descontentadizos y severos, y de Moratín, el padre, Cadalso, Huerta, Jovellanos, Cienfuegos, Moratín, hijo, y Quintana, entusiastas seguidores del ideal clásico, pero sin verdadero talento creador, y algunos de ellos, como los autores de La Zoraida y el Pelayo, adelantados, en cierto modo , del movimiento romántico. La lira había pasado de las manos egregias de Fray Luis, de Gracilaso y Herrera, a las torpes y desmañadas, de poetastros de fines del siglo XVII y de los dos primeros tercios de la siguiente centuria, con excepción de los malogrados Gabriel Alvarez de Toledo y Gerardo Lobo y la mejicana Sor Juana Inés de la Cruz, que respecto de los Cáncer, Montoso, Benegasi y Trigueros, constituían una triada poética de singulares merecimientos.

La decadencia literaria, con escasísimas salvedades, había invadido todo el campo de la creación artística. Los soles habían llegado a su ocaso, sin que otros astros de fulgurante brillo y hermosura viniesen a ocupar el cielo. Nuestra postración literaria iba unida al desmoronamiento del imperio, y en circunstancias tales no era cosa fácil oponerse con éxito a esta total declinación hispánica. El mal gusto, con la variedad de sus modalidades expresivas; los revesados conceptos, que el paciente discurso elaboró, con miras, diríamos, de hacerlos inasequibles al entendimiento ajeno; las trivialidades y prosaísmos ocupando el lugar de los temas elevados y trascendentales con que debe irrumpir el ingenio creador en la esfera de sus actividades; el lenguaje tropológico empedrado de oscuridades, extravagancias y descarríos; los chistes procaces y chabacanos, sin un solo destello de verdadera gracia, echaron sus raíces en el suelo del arte, sin que bastaran de momento a tanto estrago estético, las juiciosas normas dadas a la luz por los que pretendían restaurar el buen sentido y la belleza. ¡Qué derroche de imágenes avulgaradas y ñoñas¡ ¡Qué talento satírico más apleveyado¡ ¡Cuántas comparaciones absurdas, sin relación alguna con las cosas que pretendían poner de resalto¡ ¡Cuánto asunto insustancial, desgarbado y ramplón, acicalado de forma rítmica¡ ¡Qué amaneramiento más insufrible, sin que cupiera decir en descargo de estos escritores, lo que observó lord Macaulay del estilo amanerado de Horacio Walpole, el cuál “logró hacer tan natural y propia su manera, tan fácil y habitual su afectación, que no era posible llamarla en él así”! (1)

Todo el edificio del arte, en cuya construcción y ornato habían puesto sus manos los grandes alarifes de nuestra áurea literatura, se había venido abajo. Nada quedaba en pie, sino alguna columna o arquitrabe de confuso orden arquitectónico, llamados a desaparecer también, dada su poca consistencia y el general desplome.

Ninguno de los grandes objetos a que se dirigen de ordinario los poetas de verdad: Dios, el hombre, la naturaleza, la historia, atraían la curiosidad y el numen de estos tributarios de las musas. Optaban por los temas triviales, carentes de toda fuerza poética, inadecuados para elevarse a las altas cumbres de laceración estética. La idea de Dios les hacía prorrumpir en vulgares conceptos, cuando no en chanzas y burletas de todo punto inadmisibles. Del amor no conocía sino los galanteos y requiebros cortesanos, si que la exaltación del sentimiento erótico les encaramase a las cimas de la pasión poética. El Universo les tentaba en sus manifestaciones más intrascendentes y prosaicas, como si fueran las caspicias de las ideas y de los afectos humanos las únicas enseñoreadoras del arte. El sentimiento de la naturaleza, que aunque no hubiera llegado todavía el instante de su explotación poética, de su aprovechamiento como elemento estético de inestimable valor, ya había aparecido en sus primerizas formas, apenas se mostraba en aquellas poesías de sentido urbano e incluso doméstico. Los ojos del poeta no van nunca más allá de la faz externa de las cosas. Se recrean y gozan en las descripciones prolijas de menesteres y utensilios campesinos. Amontonan pormenores y circunstancias pueriles. Son enumeradores rítmicos de objetos prosaicos, de vulgarísimos instrumentos o modalidades y frutos de la vida rústica. Pero sin que una sola vez descubran en los versos un temblor, una emoción, un recóndito afecto del alma. Las agudezas satíricas, que solo hieren y deslumbran, bajo un adecuado lenguaje poético, bien forjado en el yunque de la composición, se vestían de trapillo, sin una sola prenda elegante y valiosa. El teatro se degrada y corrompe, ya imitando muy de lejos los modelos clásicos y sin aportar nada propio y meritorio, ya cayendo en las torpes extravagancias culteranas, ya omitiendo en la elaboración dramática aquellos rasgos característicos y vigorosos que dan hermosura y consistencia a los personajes y a las situaciones. Los romances, desnutridos de todo primor lírico o pintoresco, se atavían, a falta de otros arrequives más consubstanciales a su naturaleza, con las galas gongorinas, y discurren ramplones y bajunos, sin un destello de buen gusto, sin la menor bizarría de pensamiento. La oratoria sagrada de Hernando de Talavera y de Fray Luis de Granada, aparece ahora guarnecida de metáforas extravagantes, de sutilezas conceptistas, que son supercherías y habilidades con que la mente escamotea al auditorio la penuria de ideas.

No era solo España la que arrastraba en estos tiempos por los suelos su espíritu creador. Ronsard y su pléyade en la Francia del siglo XVI, el conceptismo de Marini, en Italia y el eufuismo inglés, propagado por Juan Lyly, amén de otras varias perversiones del gusto literario que podrían traerse a la colada, atestiguan también que la decadencia de las letras no era privativa de nuestra nación. Cuando la potencia espiritual de un pueblo ha dado de sí todo lo que consentía su elasticidad creadora, sobrevienen estos periodos declinación crepuscular, en los que la ausencia de calidades morales, de genios verdaderos, trae, por un imperativo biológico, el mal gusto, la extravagancia, la hinchazón hiperbólica del leguaje figurado y la superchería de las ideas, en sustitución de los conceptos hondos y trascendentales.

En cuanto a nuestro país se refiere y en medio de esta depravación literaria, a la que contribuyeron las Soledades y el Polifemo, de Góngora-dédalos de acicalada y bruñida poesía-los Conceptos espirituales, de Ledesma, las fábulas de Villamediana, como Faetón y Europa, El nuevo jardín de flores divinas, de Alonso de Bonilla y las oraciones sagradas de Paravicino, alzóse la voz discretísima de Luzán. Discretísima, insistimos, pese a las intemperancias de que alguna crítica hizo objeto al autor de la Poética. Para juzgar una obra hay que colocarse con la mente en la época en que se escribió. Ved, si en plena decadencia, entretenido el ingenio de nuestros escritores en la concepción y ejecución de obras mediocres, y relamidamente aderezadas de extravagantes figuras de dicción, ampulosas, declamatorias, torturadas en el potro de tormento de la más extraña elaboración poética, el flamante código literario de Luzán, y la crítica sagacísima de Jorge Pitillas y don Juan de Iriarte, no fueron dignos de estima y encomio.

No podía enderezarse del todo árbol que había nacido tan contrahecho y torcido. Pero muchas ramas viciosas y dañadas fueron sabiamente desgajadas de él. La hojarasca gongorina, tuvo ejemplar correctivo en el libro de Luzán. Sean muchos los defectos que podrían notarse respecto de esta reglamentación literaria, estrechísimo molde para lo que había de venir después, mas nada angosto en época como aquélla, en que la reflexión triunfaba del verbo creador, desgarbado y enclenquillo, reconozcamos paladinamente que, sin tales árbitros de la belleza, nuestra postración artística habría ido en aumento y el alba de un nuevo acontecer estético se habría distanciado de las posibilidades de nuestro genio literario.

El siglo XVIII junto con el último tercio de la centuria anterior, es un paréntesis de mal gusto, primero, de exhumación del ideal clásico, después, y como largo periodo de decadencia, erudito, investigador, discursivo, poco apto para crear; es un paréntesis, decimos, entre los magnos alumbramientos del áurea literaria y la rebeldía pujante y potentísima del romanticismo. La crítica literaria en todo este tiempo se acomoda al carácter negativo de nuestro arte. Sus cánones y reglas corresponden, pues, a un subalterno criterio estético. No se trata de una ordenación de principios trascendentales, encaminados a la realización de la belleza; de una filosofía del arte, que abriera nuevos horizontes al ingenio español. Como falta la chispa genial del espíritu que prenda fuego a sus potencias, los nuevos códigos literarios, ya inspirados en el neoclasicismo francés, ora nacidos al influjo de la preceptiva italiana, más tienen por objeto la ejecución artística que el determinar los elementos estéticos, integrantes de toda obra bella.

Sin embargo, Luzán y Mayans y Siscar, que entre la multitud de retóricos aparecidos en el siglo XVIII- siglo de las Poéticas se le ha llamado-yérguense como las dos más vigorosas autoridades en materia estética, no solo subvinieron a las necesidades de la pura composición literaria, sino que asentaron principios, más o menos originales, de filosofía de lo bello. Principios que en razón a su conformidad con la verdadera naturaleza del arte, salvaron el peligro de temporalidad y de provisionalismo a que están sujetas las cosas endebles y poco meditadas. Hoy no han perdido del todo su vigencia. Cuando nos acercamos a estos doctrinales estéticos, a fin de compararlos con los que les sucedieron en el gobierno de las letras, y poder establecer así las diferencias que los separan en la interpretación del arte, notamos en seguida la estabilidad de algunos conceptos fundamentales, que ningún legislador literario posterior ha mejorado. (...)

IV

Lista

Representémonos a un hombre que cubre su cabeza con un gorro negro, de seda, y que viste una levita del mismo color “ancha y larga”. Frisa en los cincuenta años, pero si hemos de colegir de su aspecto la edad, no sería aventurado creerle ya sexagenario. El gorro que lleva en la cabeza remata en unza borla y poquísimas veces está colocado en su verdadero sitio, pues ya aparece de través, ya casi junto a la nuca, ya cubriéndose la frente.

Nuestro hombre, cargado de espaldas y bajo de estatura, padece una acentuada miopía, bien de nacimiento, ora adquirida en el comercio de los libros y en las actividades docentes. Su rostro “no solamente no es bello, sino que a primera vista, tiene algo de repugnante, algo de incompleto, de obra sin terminar, de boceto de fisonomía humana más que de fisonomía real y efectiva”. Pero tan pronto nos hable, con su palabra diserta y jugosa, la cara cambiará por completo. Lo que antes se nos mostraba informe y no desbastado, ahora se animará y armonizará. Cada facción ocupará su lugar correspondiente y el conjunto nos cautivará, por “lo imponente y simpático”. Rostro, en suma, muy parecido al de Sócrates, según los grabados que conocemos del filósofo griego. (1).

Dentro de nuestra república literaria en el primer tercio del siglo XIX, pocas figuras habrá tan venerables como esta: la de don Alberto Lista. Dedicado preferentemente ala enseñanza, no es un dómine pedantesco y rijoso. Su simpatía y afabilidad granjeárosle el aprecio y respeto de3 sus discípulos e hicieron amable y fecunda esta labor educativa. En aquel tiempo, en que el saber empezaba a ser tan poco estimado, la erudición de Lista, respecto de los conocimientos más desemejantes, constituía un caso singular y, por otro lado, definidor de la prosapia espiritual de nuestro crítico y poeta. Aun cuando así en política como en literatura se le haya tildado de indeciso y oscilante, a nuestro juicio su filiación literaria, que es la parte que a nosotros nos interesa de su persona, no ofrece la menor duda. Si su talento y sensibilidad estética le depararon lugar más sobresaliente que el de hermosilla, por ejemplo, en el fondo venían a ser bastante parecidos. Educado en la escuela neoclásica ofrecía todas sus características fundamentales. Las buenas, como el amplio saber, el contacto diario con los modelos reputados de verdaderamente ejemplares dentro del arte, la ponderación y armonía de las facultades intelectuales, esto es, que no vivían unas a expensas de otras, y las menos buenas: el rígido sometimiento a posprincipios literarios establecidos por Aristóteles y Horacio, y demás preceptores del parnaso, y como consecuencia irremediable de tal dogmatismo artístico, la repudiación o menosprecio de toda manifestación literaria disconforme de las reglas y geractones de sus antecesores y coetáneos al juzgar nuestro teatro del siglo XVII, si bien condenó, no desprovisto de toda razón, a Tirso por pésimo conductor de la fábula dramática, a Rojas por haber pagado tributo, en la totalidad de sus obras, al gongorismo y a Lope de vega, porque no se encontrará composición suya, cualquiera que sea el género a que pertenezca, donde no haya que reprender algo.

Dos son los trabajos de Lista a que hemos de referirnos en este sucinto examen de su doctrinal estético: Las lecciones de literatura española dadas por él en el Ateneo de Madrid durante los años 22 y 23 del pasado siglo y reanudas el 36 y los Ensayos literarios y críticos, recogidos en dos volúmenes en 1844, con un prólogo de don José Joaquín de Mora, y publicados antes en un periódico de Cádiz.

Lista entiende por clásico “lo que es perfecto en su género, en materia de literatura, y que debe servir de modelo” y por romántico “ lo que se semeje al mundo ideal que se finge en la novela (roman)”. Nuestro autor no creía, como sostenían algunos escritores de su tiempo, que el género clásico era aquél en que se , observan los preceptos y romántico el que falta a ellos, entregándose el poeta a los excesos delirantes de una imaginativa libre de trabas y ataderos. “La poesía es un arte: y no hay arte sin reglas, deducidas de la observación de la naturaleza y de los modelos”. De cuanto antecede se deduce que no hay más que dos géneros: “uno bueno y otro malo, así en la literatura como en las demás artes y ciencias”. Las obras que produzcan un gran interés, serán buenas, aunque presenten algunos defectos. Las que nos causen sueño, fastidio o risa por los delirios del autor, serán malas, pese a algunas bellezas que puedan ofrecernos. Tan sólo las palabras clásico y romántico tienen un sentido merced al cual se diferencian verdaderamente y cuya semejanza debemos conocer y observar. Esta diferencia nace de considerar las letras antiguas de griegos y romanos; clásicas y románticas, las de la Edad Media. A la luz de esta consideración, la cuestión gana en trascendencia y debe ser objeto del estudio de humanistas, historiadores y filósofos. La primera literatura pintó al hombre exterior; la segunda al hombre moral y esta semejanza de objeto, modificó las reglas de convención del arte, porque, para presentar en general un afecto cualquiera no es necesario marco tan amplio como el que se precisa para descubrir en el hombre pasiones que luchan con él y de las cuales unas veces sale vencido y otras vencedor.

A la escena, continúa diciéndonos Lista, pueden llevarse defectos, vicios, y aún maldades, pero de tal manera que al verlas encarnadas en los personajes dramáticos, sirvan para su detestación. Antes de proclamar este principio había llamado “estercolero moral” al Angelo, al Anthony y a La torre de Nesle.

A pesar de su partidismo literario, reconoce paladinamente que entre nosotros no es hacedero conservar intactas las unidades de tiempo y lugar “sin sacrificar bellezas dramáticas de primer orden”. Una de dos: o hay que reducirse a la sencillez constructiva del teatro griego y llenar con los coros el tiempo que se necesita para que el espectáculo tenga la conveniente extensión, o dar mayor amplitud a las mentadas unidades. Pues estas reglas que atañen a la verosimilitud material, son de convención. “La esencial es la verosimilitud moral”. Mas no se crea en lo ilimitado de tales concesiones. Como Quintana, Martínez de la Rosa y Hermosilla, pues al fin y al cabo son discípulos de los mismos maestros, añadirá un poco asustado de su anterior liberalidad en esta materia: “una acción bien sostenida hasta el fin y las unidades de tiempo y lugar respetadas todo lo que sea posible” (1).

Si bien apuntalado por estos principios que le encasillan en la escuela neoclásica, con todas sus ventajas y todos sus inconvenientes, ya precisados antes, su talento crítico quedó muy de resalto en la interpretación y comentarios de nuestro teatro del siglo XVII. Advertidas fueron, con enjuiciadora morosidad, las bellezas, aciertos y singularidades de nuestro copiosísimo repertorio dramático de aquella áurea centuria. La severidad clasicista de su pluma no ahogó cuanto hay de trascendente, audaz, pintoresco y brioso en nuestros dramáticos. Faltóle a Lista la independencia literaria, la decisión y desenfado de don Agustín Durán para proclamar, abierta y valerosamente, todo el mérito de la ingente labor de Lope y la no menos envidiable de Tirso y Calderón. Pero tal osadía e incontinencia críticas no podían darse por entero, libres de toda limitación doctrinal, en quien, aparte de su claro discernir y buen gusto, se había amamantado a los pechos de la poética clásica.

Las escuelas literarias malean al genio, lo traban y cohíben, Es cierto que hay preceptos inferidos de la misma naturaleza del arte como el omnis pulcritudinis forma unitas est, de San Agustín. Pero a la sombra de estos principios incontestables, se han impuesto otros de fácil expugnación, y que a pesar de su natural, inconsistente y frágil, campean en la literatura y se enseñorean de la potencia creadora de los autores, constriñéndola o pervirtiéndola. ¡Cuántas poesías de Lista adolecen de ser el resultado de preestablecidos patrones literarios, en cuya angosta concepción o típicos caracteres de escuela, se malogró el entusiasmo lírico! Ya el marqués de Valmar trajo a examen estos defectos en su Historía crítica de la poesía castellana en el siglo XVIII (1) y no hemos de insistir sobre ellos.

Sus Ensayos literarios y críticos contienen trabajos de la más diversa materia. Sobre la importancia del estudio filosófico de la humanidad, los sentimientos humanos, la filosofía de lo bello, historia, política, poética, oratoria sagrada, retórica, gramática, física, astronomía, etc. Esta variedad de disciplinas y la extensión de conocimientos que en cada una revela, hace muy atrayente su erudición, a lo largo de la cual no se advierte el menor rasgo de petulancia. Los estudios matemáticos de Lista- circunstancia no muy común entre los que apagaron su sed en la fuente Aganipe- contribuyeron, sin duda alguna, a la claridad, exactitud y concisión de cuantos escritos salieron de su pluma. Seduce de este autor la habilidad y el arte con que expone su pensamiento; la mesura con que afirma o niega, y hasta la simpatía personal que parece como trasvasársele a sus artículos y ensayos y hacer llevaderas, si no compatibles del todo con nuestros puntos de vista de hoy, sus intransigencias clasicistas.

En su ensayo De los sentimientos humanos arguye Lista: “Si el hombre, al ver el espectáculo de la naturaleza física y moral, no hiciese más que sentir impresiones y gozarlas o reproducirlas por instinto, no habría ciencia que formase el gusto; no habría arte que dirigiese el genio; y no es cabalmente lo que pretenden los caudillos de la actual escuela romántica, que lo han dado todo a la sensación o al impulso, y nada a la razón” (2).

Ante las exorbitancias del romanticismo, que es la negación de toda autoridad literaria, porque según la nueva escuela “ el poeta no necesita de ningún estudio”,...”sale inspirado desde el seno de su madre”, suple con la inspiración la incultura, observa Lista: “En nada se conoce más la falta de genio que en la exageración, porque el principal carácter de lo bello y de lo sublime es la sencillez”. El verdadero genio da a sus cuadros proporción, armonía, naturalidad; la presunción quiere siempre ocultar su falta de originalidad dando a todos los objetos dimensiones gigantescas”(1).

No puede sorprendernos, después de cuanto va transcrito, que el poeta de La muerte de Jesús y de El canto del Esposo, pusiera como colofón a uno de sus artículos: “Telémaco será leído mientras haya hombres; y Notre Dame de París será un libro desconocido antes de veinte años”. Profecía que no se cumplió y cuya frustración obedece al error crasísimo de medir con el compás de Aristóteles, Horacio y Boileau, una obra cuyo autor, al elaborarla, había hecho con las reglas, lo mismo que nuestro Lope, encerrarla con seis llaves. Pero Lista, como todos los escritores neoclásicos, cifraba en los preceptos de griegos y latinos, que después siguieron a cierra ojos los Menatori, Blair, La Harpe, Addison y Burke, la realización de la belleza, y su habilidad dialéctica empleábase a fondo en la defensa y valoración de estos principios.(...)

CAPITULO SEGUNDO

CLASICO – ROMANTICOS

I

Gil y Zárate

Los autores que vamos a estudiar ahora o tuvieron algún parentesco espiritual con el romanticismo o por ser coetáneos de este movimiento literario le dedicaron en sus escritos una mayor o menor atención sin integrase en él, pero aún en el caso de cierta afinidad con la expresada escuela quedaron muy distanciados de ella en carácter, entusiasmo e incondicionalidad respecto de sus principios. Traer aquí a estos escritores, sin hacer la precedente advertencia, sería confundir al lector poco experto en estas lides y ganarnos la disconformidad de los bien enterados. Excluirlos en razón a sus rasgos borrosos e indistintos, constituiría una mutilación injustificada, ya que al examinar un movimiento estético, cualquiera que sea, no basta el enfrontarse con sus figuras más genuinas, sino que conviene también abarcar aquellas otras subalternas o francamente adversas que aumentan o subrayan, por contradicción, las particularidades y trazos del cuadro general objeto de análisis.

Pero si no hemos omitido a estos autores en el presente estudio, si los hemos sacado del sitio que cronológicamente les corresponde, para formar con ellos un grupo que ofrezca las características enunciadas y que venga a completar nuestro trabajo.

Ya hicimos notar en otra parte de este libro que la verdadera aportación romántica de don Antonio Gil y Zárate a la literatura española del siglo XIX fue su Carlos II, el Hechizado. Aquí rompió con todos los principios de la escuela clásica. El café de la calle del Príncipe, donde se reunían los exaltados partidarios del nuevo credo estético, contribuyó mucho si no fue la causa fundamental del cambio de rumbo. Del Parnasillo salió el Trovador, de GarcíaGutiérrez, para ser representado. Así lo cuentan Díaz Escobar y Lasso de la vega en su Historia del teatro español. El drama del poeta gaditano ya estaba escrito; pero sin el espaldarazo de Espronceda y demás corifeos del romanticismo, los cuales, tras de haber primeramente tomado a chacota al neófito dramaturgo de Chiclana diéronle después el exequator para presentarse ante el público, sabe Dios el tiempo que habría pasado hasta el estreno de la obra y las vicisitudes y eventos que ésta hubiera sufrido. Pues allí también; entre las acaloradas porfías de los contertulios sobre artes tan opuestos como el clásico y el romanticismo y las chirigotas de los más dicharacheros y revoltosos, y el fluir y refluir de gustos y fanatismos literarios, nació la idea de componer un drama que dejara como en mantillas cuantas obras renovadoras habían pisado ya la escena.

Fuera de esta estrepitosa Interpretación de nuestro último rey austriaco, nada o muy poco existe en el haber artístico de Gil y Zárate que pueda presentarse como un testimonio más de , incondicionalidad romántica.

En 1842, cinco años después de la primera representación de Carlos II el Hechizado y el mismo año en que se estrenó Guzmán, el Bueno, las dos obras que, por conceptos diferentes, granjeáronle crédito y nombradía , salió de las prensas su Manual de Literatura. Tras un siglo como el XVIII dado por entero ora a la especulación estética, ora a la reglamentación del arte, el componer una nueva preceptiva que venía a engrosar el número de las ya escritas y que apenas difería de éstas, poco o ningún esfuerzo representaba. Item más. Librado ya el reñidísimo combate entre los cultores del ideal clasicista y los que profesaban la nueva fe literaria, cabía suponer que cualquiera legislador del arte que recogiese en un haz sus principios fundamentales, juntamente con sus normas subalternas y adjetivas, aludiría en su trabajo a las flamantes ideas estéticas de los innovadores, bien prohijándolas, bien repudiándolas. Pero trasciende a manifiesta timidez, en tal momento, si no eludir del todo la cuestión., escamotearla casi al resolverla con un sentido hereditario, clasicista, entreverado de débiles rasgos de emancipación estética, que esto viene a ser el Manual de Literatura. ¿Cómo quien atropelló cual desbocado corcel, las reglas aristotélicas y horacianas, mostrábase ahora tan poco audaz y ambicioso, contentándose con reproducir, plus minusve el antiguo doctrinal literario? Así y todo el trabajo de Gil y Zárate, por la claridad y buen método que lo avaloran, se lee, reconocida la modestia del empeño, con gusto y simpatía.(...)

CAPITULO TERCERO

ROMANTICOS

II

El marqués de Molíns

El mismo año que las Cortes de Cádiz elaboraban su famosa Constitución, nació en Albacete, don Mariano Roca de Togores (1), por otros nombres, marqués de Molíns y vizconde de Rocamora. Aunque se ha insinuado, por un crítico de la pasada centuria, que en la nombradía y fama de este escritor tuvo mucha parte su origen linajudo, pensamos nosotros que tal circunstancia pudo contribuir a que los altos merecimientos del marqués de Molins, ni pasaran inadvertidos, ni quedasen sin el premio público a que eran acreedores, pero no determinó la existencia de tales aptitudes y méritos. Ni el talento, ni la erudición, ni el arte de saber hacer llegar ambas cosas a los demás, son cualidades que provienen de la cuna señoril en que uno se crió. Es verdad que el autor de El duque de Alba, obra que después se denominó La espada de un caballero, y de Doña Maria de Molina, fue el tercer hijo de dos grandes de España: el conde de Pinohermoso y la condesa de Villa-Real. Pero también es cierto que habría sido injusto, a todas luces, haberle negado cuantos lauros, honores y consideraciones obtuvo en el orden literario, político y social, si se hubiera dado en él el hecho opuesto de venir a este mundo sin signo heráldico alguno en sus pañales.

Se le ha pintado asimismo como equidistante de las dos escuelas literarias que forcejeaban entre sí por apoderarse del público. La una, caduca ya, no porque el arte a que tiraban sus representantes pueda envejecer nunca, sino por la estrechez con que éstos interpretaban sus cánones, sobre todo, las reglas que podemos llamar adjetivas e incluso subalternas. La otra, flamante, estrepitosa, arrolladora, destrabada de principio alguno, como nacida de la atmósfera anárquica y disolvente de una sangrienta revolución política. De este fenómeno de equilibrio estético respecto de las dos contrarias fuerza mentadas, se ha pretendido sacar la conclusión de que el marqués de Molíns, si no propugnó con el ejemplo en materia de arte, el doctrinal clásico, ni abrazó resuelta y vigorosamente el nuevo ideal, fue porque carecía de ímpetu creador, de robusto talento para decidirse por una u otra escuela, que de los tímidos e irresolutos, es decir, de los mal provistos de fuertes recursos espirituales, solo pueden esperarse medias tintas y borrosos caracteres. Entendemos nosotros al revés. La equidistancia de dos modalidades extremas, en muchos casos revela una bien dirigida robustez moral; un deliberado distanciamiento provocado por el buen gusto y el sano juicio. Las modas literarias, como las modas femeninas y como todas las exageraciones y violencias, arrastran más fácilmente a los ánimos poco enteros para recibir el golpe y no de notarlo, que a los espíritus recios y bien templados en el yunque de una maciza inteligente preparación cultural.

Roca de Togores, como tantos otros jóvenes de aquellos días se educó en el colegio de San Mateo, en Madrid. Las discretas enseñanzas de Lista, escritor que profesó el ideal clásico, aunque con sentido tolerante y juicioso, sin las severas intransigencias de su colaborador Hermosilla, forjaron la mente y el corazón de nuestro crítico y poeta en su primera fase educativa. Como la semilla no había caído en terreno baldío, otros estudios subsiguientes y una perfecta vocación literaria, de amplio margen en la adquisición de útiles adecuados conocimientos, remataron la obra inicial del benemérito maestro.

La política deparó a Roca de Togores, como ápice de su causa gubernamental, dos poltronas ministeriales: la de Marina y la de Gobernación. Su calidad de miembro del cuerpo diplomático le granjeó la amistad de diversos artistas y escritores, con lo que ensanchóse su espíritu en un sentido de universalidad y de independencia. No hay camino mejor para retocar nuestra educación, gustos y aficiones, como contrastar la propia personalidad con las demás; y el trato frecuente con quienes están bien pertrechados en el terreno de las ideas y de los conocimientos, hace que nos desprendamos de todo elemento propio que no represente un valor estimable. El marqués de Molíns, ministro plenipotenciario de España en la capital de Inglaterra y embajador en París y cerca de la Santa Sede, tuvo la ocasión de airear su cultura allende nuestras fronteras y de enriquecerla con el roce de otros ingenios. Generalmente, en nuestro país, la cultura adolece de cierta hurañía o tendencia al aislamiento, que si tiene por un lado la ventaja de que las ideas y los sentimientos se muestren con firmes trazos castizos, ofrece por otra parte el gravísimo inconveniente del excesivo estacionamiento espiritual, ya que solo del intercambio entre el propio saber y el ajeno, se operan las hondas transformaciones del pensamiento y de sus formas expresivas.

Poseemos abundantes testimonios del favorable concepto que en el seno de las corporaciones científicas y literarias de Madrid disfrutaba Roca de Togores. Académicos de los de la Lengua, de la Historia, de las Ciencias Morales y Políticas y de San Fernando, fue muchas veces el encargado de dar la bienvenida, en cada una de ellas a los más ilustres recipiendarios, tales como don Aureliano Fernández Guerra, Campamor, López de Ayala, Cánovas del castillo, Marqués de Pidal, don Pedro de Madrazo, don Cayetano Fernández, el celebrado fabulista y don Leopoldo Augusto de Cueto. Dos gruesos volúmenes de los seis que integran las obras de Roca de Togores, están constituídos principalmente por discursos académicos, en los cuales, además de un estilo cálido, brillante, pintoresco, lleno de fuerza expresiva, de color y de viveza, hay mucha erudición de las disciplinas más diferentes, y observaciones y juicios reveladores de una mentalidad sana y generalmente bien orientada.

Menéndez y Pelayo hizo notar a su debido tiempo, desde las columnas de la Revista de Madrid, lo que había de ecléctico y equilibrado en los diversos escritos del marqués de Molíns. Pero no se crea que nuestro autor carecía de carácter propio, como todos los que cogiendo de aquí, y de allá, rellenando su espíritu con las modalidades de los demás en aquello que tienen de más racionales y permanentes, acaban por diluirse y casi borrarse sin dejar entrever siquiera ningún rasgo nativo. Huyó de las intemperancias, de las exageraciones y despropósitos, en que tan rica se mostró nuestra escuela romántica; pero como huye toda persona de buen juicio de tales excesos, contrarios al equilibrio de la razón y a las leyes universales del arte. No se adscribió resueltamente, como Pastor Díaz, por ejemplo, al flamante movimiento literario, pues menos esclavo que él de los fuertes dictados del corazón, nunca hizo del sentir solo, árbitro dirimente. Más suponerle inmune de toda extremosidad romántica sería ir en nuestras afirmaciones demasiado lejos. No es cosa fácil vivir en una época de exaltación creadora, de ardor lírico, de desbordamiento del ser, tanto tiempo encadenado y sumiso sin sentir también rebullir de impaciencia el alma, en búsqueda de formas nuevas con que hacer tangibles sus lucubraciones y afectos. Podremos caer más o menos profundamente en estos estados de febril desasosiego según que nuestro temperamento y la educación intelectiva que hayamos recibido muestren una mayor o menor afinidad con las recién aparecidas ideas estéticas. Pero pasar por entre ellas sin experimentar conmoción alguna, sin que se tiña el espíritu de sus tintas, y se impregne de su aroma, sería tanto como mirar al sol sin que nos llorasen los ojos o asomarnos a una sima sin sentir la atracción del vacío. (...)

III

Don Patricio de la Escosura

Allá por el 1826, un joven como de diecinueve años subía periódicamente las escaleras de la casa número 52 de la calle de Valverde, en la ciudad que baña el Manzanares con su parvo caudal. Vivienda si no miserable, muy humilde; con dos balcones a la calle, un zaguán de poca luz y ninguna limpieza y las escaleras excesivamente empinadas.

Nuestro héroe penetraba en una reducida sala, con estera de esparto blanco durante la estación invernal y al aire el ladrillo que la pavimentaba, en el estío. Pieza casi cuadrada y cuyo ajuar o moblaje estaba constituido por sillería de Vitoria y castiza y acogedora camilla, con tapete de hule y falda de bayeta verde (1).

En torno de esta camilla y junto con otros jóvenes se sentaba el nuestro, a recibir docta enseñanza de un venerable sacerdote, que compartía con Pitágoras la severa disciplina de los números y al igual que Gallego, Quintana, Arjona y otros era tributario de las Musas.

Aunque se desencadenase más tarde el ventarrón del romanti- cismo, si es verdad que no fue ajeno a sus violentas sacudidas, también es cierto que denotó visiblemente en muchos momentos de su longeva carrera literaria, la influencia, más benéfica que dañosa, de su maestro. Fue éste Lista, y el joven a que aludimos, Patricio de la Escosura.

La personalidad literaria, cuanto más concentrada está, más perdurable es. Los vinos más exquisitos son los que a través del tiempo conservan su poder alcohólico, y este poder procede de la concentración o espirituosidad del mosto. Escosura tiró más a lo vario que a lo profundo, y debido a este fenómeno de diversidad creadora, sus obras se nos muestran hoy desvaídas o insubstanciales.

Cultivó la poesía romántica en el Bulto vestido de negro capuz, escrita en Pamplona y aparecida por primera vez en El Artista (1); la novela histórica en Ni Rey, ni Roque; el teatro en La corte del Buen Retiro y en Bárbara Blomberg; la crítica social en Escritos sobre las costumbres españolas, insertos en el Semanario Pintoresco (2) y dados aparte a la estampa otra vez en 1851; la prosa histórica; la crítica literaria, y lo que pudiéramos llamar literatura gubernamentalista, en Las memorias sobre Filipinas y Joló y El Gobierno superior del archipiélago filipino, amén de un Manual de Mitología y de algunos trabajos biográficos, como Vida de D. Diego Duque de Estrada y Moratín en su vida íntima, fragmentos de un libro en proyecto (3).

Esta prolificencia y variedad, dentro de las actividades del espíritu, juntamente con su aportación personal a la gobernación del Estado, hizo exclamar, refiriéndose a él, a un biógrafo suyo: “Hombre de acción y de pensamiento figura como sátira del ocio y como prueba auténtica del movimiento continuo (4).

Y no es lo malo que esta poligrafía, más extensa que honda, le perjudicase en cuanto atañe a su valoración literaria, sino que a través de sus producciones se advierte, sin trabajo alguno, un ir y venir de uno a otro credo estético de los dos que generalmente se han disputado la hegemonía en el arte: el clásico y el romántico.

El hecho muy significativo de dar a las prensas un Manual de Mitología-de la que hicieron aborrecimiento los innovadores de 1830- y de justificar su necesidad (5), así cual elegir como sujeto de un estudio biográfico a Moratín, el hijo, y sumarse a la consideración unánime de tenerse El Sí de las Niñas “con razón por la joya del teatro clásico en España” (6), parecía indicar que el dogma romántico era compartido con severas restricciones. Sin embargo en Tres poetas contemporáneos (Felipe Pardo, Ventura de la Vega y José Espronceda: clásico el primero, mucho más clásico que romántico el segundo, y romántico hasta el tuétano el último) proclamará a los setenta y tres años de edad, “que los impulsos del corazón” siempre habían podido y aún en aquella sazón podían todavía en él, mucho más que el raciocinio. (...)

IV

Alcalá Galiano

Las personas que han llevado una vida dinámica y apasionada, aun cuando tengan poco fondo e incluso sean contradictorias en sus ideas y actividades, suelen provocar en torno suyo la curiosidad de los demás y en muchos casos hasta la simpatía. El movimiento es lo que más atrae nuestra atención. Nos seduce la filosofía, por ejemplo, porque los diversos sistemas que la constituyen son un movimiento de ideas hacia un fin prestablecido: Dios, el Universo o el hombre, cuando no las tres cosas a la vez. Si nos detenemos a contemplar un paisaje, por muy embebidos que estemos en su contemplación, bastará que pase de súbito un tren, a través de la arboleda próxima o en el hondo valle, para que los ojos corran tras él. Toda esta atracción procede de que el movimiento es un efecto o resultado de la vida, un testimonio elocuente de ella, y nada hay como la vida, cualquiera que sea la modalidad con que se nos presente, que tanto nos seduzca y cautive.

Don Antonio Alcalá Galiano (1) hijo de don Dionisio, héroe de Trafalgar, y tío de nuestro Don Juan Valera, es una de esas figuras dinámicas, apasionadas y contradictorias, que acabamos de poner como ejemplo de atracción. De naturaleza enfermiza, abocado en cierta ocasión a la muerte, su cuerpo más flaco que viril, no denota todo el fuego pasional que lleva dentro. Y pese a esa osamenta, sobriamente vestida de carne y de músculos que parece amenazar derrumbarse tan pronto alguna violencia humana se desate contra ella, el espíritu que la anima, que distiende los músculos hiere los centros nerviosos y da vigor y destreza a los movimientos, es fuerte audaz y dinámico.

Leed las Memorias de este español de la primera mitad del siglo XIX, dadas a luz por su hijo, en dos volúmenes (1), y veréis cuan inquieto, azaroso, polémico y batallador se muestra.. Como los vaivenes políticos, sus luchas cruentas, no son otra cosa sino el resultado del despego que sentimos respecto del módulo con que se miden nuestras acciones, la incomodidad con que nos movemos dentro del ámbito nacional, y por ende, la prosecución de otro patrón político, que venga mejor a nuestra individualidad en aquello que ésta tiene de coincidente con las demás, el siglo XIX fue un fluir y refluir de ideas antagónicas o muy distanciadas, al menos, entre sí, y gran campo de actividad para un temperamento como el de Alcalá Galiano.

En las páginas de esos dos voluminosos libros, el autor de Juicio crítico de Cervantes y de los Recuerdos de un anciano, cuenta sus correrías moceriles, su participación en la política revolucionaria, imperante en su juventud, como réplica al absolutismo fernandino, y su traslado a Suecia a título de representante diplomático nuestro, tras de conocer en Londres a Mad. de Stael. Los apuros económicos y desavenencias de familia, las persecuciones gubernativas, con el exilio por remate y el frustrado lance personal con Santiago Rotadle, además de todo el trapisondeo de la picaresca política, completan el retrato moral de este tribuno de la Fontana.

No fue Alcalá Galiano en este aspecto de su vida hombre de convicciones profundas. Los que son consecuentes con sus ideas no cambian fácilmente de ellas, y nuestro demagogo o furibundo liberalote de la juventud y madurez, se tornó después conservador recalcitrante. Bien es verdad que aquellos tiempos de pendulismo político, si se nos consiente el terminejo, eran poco a propósito para que las convicciones ideológicas enraizaran y soterrasen en la conciencia individual. Y como en el campo literario se iniciaba también el tránsito de un régimen a otro, esto es, de la severidad neoclásica, cuyas singularidades más notables acabamos de ver en la primera parte de este ensayo, a la independencia creadora del romanticismo, lo inconsecuente que fue en política, Alcalá Galiano, tuvo un paralelo en su versatilidad literaria.

Poco tiempo debía quedarle en este ajetreo constante de su vida, ya al lado del gobierno, ya frente a él, para ahondar y perfeccionar sus conocimientos. Su espíritu asimilativo y su despejo natural suplieron, la falta de preparación reposada, vigorosa y profunda. Y aún cuando la política, su pasión dominante, tirase de él a todas horas, colaboró, asiduamente, en los periódicos de su época (1) dio lecciones de crítica literaria en el Ateneo de Madrid; compuso algunos versos-sonetos y liras, principalmente-; continuó la Historia de España, de Dirham, desde Carlos IV hasta la ------mayoría de edad de Isabel II, y tradujo la Historia del Consulado y el Imperio, de Thiers (2).

Sus versos no ofrecen notables variantes respecto de los modelos precedentes, como no sea el tono melancólico y quejumbroso, a veces, de ciertas composiciones. La nomenclatura de la poesía pastoral, con sus Cloris, Filenos y Anfrisos (3), y los nombres de Hécate, Mavorte y Alcides, mentados deleitosamente, entroncan a Alcalá Galiano (4) con los poetas neoclásicos. Sin embargo, algunas poesías, como A Cádiz y A la muerte de mi hijo Cristino compuesta en 1844 y 1848, aunque de metro esencialmente clásico, denotan por la honda melancolía e incluso desesperado ánimo que el autor les infundiera, cierta afinidad psicológica con las de la escuela romántica. Es indudable que en este aspecto de su actividad literaria quedó bastante por bajo de sus coetáneos Lista, Reinoso, Blanco y Martínez de la Rosa, más no será difícil encontrar en sus versos alguna estrofa bien forjada, esto es, no carente de número, sonoridad y energía.

Dedúcese de cuanto va dicho que la personalidad de Alcalá Galiano presenta varias caras diferentes. Político activo, demagógico en la primera fase y templado e incluso conservador acérrimo, diríamos, después. Político doctrinal, como se infiere de las lecciones que de Derecho constitucional, diera también en el Ateneo madrileño. Poeta, historiador y crítico literario. De todos esos aspectos de su actividad espiritual, el más interesante y valioso es éste último. Conocía muy bien las letras inglesas y francesas, principalmente por su dominio de estas lenguas y sus viajes a ambos países, ya con motivo de su carrera diplomática o a consecuencia de forzosas expatriaciones. Amante lector, más que estudioso aprendiz, sus conocimientos adolecían de firme base humanística; pero pese a esta circunstancia, su buen juicio natural e intuitivo, por decirlo así, más que apuntalado por un ancho y profundo saber le permitía salir airoso de cuantos trabajos críticos emprendía.

Hemos observado antes que Alcalá Galiano fue, dentro de sus actividades literarias, algo cambiador y voluble. Sus tiempos eran de tránsito, más bien de inestabilidad, ya que de tránsito lo son todos, pues el espíritu creador está siempre en evolución, aunque las formas expresivas que adopta no muestren caracteres hondamente diferenciales, sino en ocasiones determinadas, esto es, de madurez específica. También Martínez de la Rosa y el duque de Rivas fueron tributarios, unas veces del ideal neoclásico, como en Edipo y Lanuza y otras significados valedores de la nueva escuela, como en La Conjuración de Venecia y Don Alvaro.

La educación clasicista, a la francesa, recibida y la razón enseñoreadora de los sentimientos, tiraban de la pluma hacia los modelos que se habían tenido hasta entonces por verdaderamente ejemplares; y la moda tiránica y absorbente, los uncía, velis nolis, a su carro triunfal. De aquí esas oscilaciones y cambios tan notorios en la mayor parte de nuestros autores de la primera mitad del siglo XIX. (...)

SEPTIMO ENSAYO
LA NOVELA

CAPITULO PRIMERO

El elemento romántico en nuestras letras. La levadura. Frente a la formación filosófica y humanística de fuera, la improvisación. Anacronismo moral. Nuestro despego respecto de la verdad histórica. Cómo nos beneficiamos de la Edad Media. El “juicio de Dios”.

Hemos dicho ya en otra parte de esta obra, que el romanticismo como elemento del arte, bien en forma simple, bien en relación con otros metales preciosos de literatura, ha sido siempre consubstancial a nuestro genio creador. Ciegos han de estar los que no vean la ancha veta romántica que hay en el Quijote y en las obras de Lope y de Calderón, por no citar sino a lo más representativo de las letras españolas. Pero si tenemos bien metido el romanticismo en nuestra sangre y nuestros huesos, la levadura que en el siglo XIX había de hacer fermentar la masa, nos vino de fuera. ¿Quiénes nos proporcionaron esta levadura? En la poesía lírica lord Byron. En el teatro, Victor Hugo; y en la novela, Walter Scott.

No cabe duda que reducir a estos autores el número de los que aportaron dicho elemento fermentativo, sería poco juicioso. Adivino éste de una forma vaga y difusa en la primera fase; pero la influencia ya característica y modal dentro de cada género, procedió principalmente de cada uno de los autores mentados.

Aún cuando el arsenal de nuestros noveladores del romanticismo fue en gran parte la Edad Media, no se les ocurrió volver los ojos a nuestra literatura medieval, sino que se guiaron de los modelos extranjeros, tan copiosos y variados, como veremos después. El ir a buscar motivos de inspiración estimulantes para la inventiva o, más concretamente, asuntos en las letras españolas del medioevo o en la literatura post-renacentista que sirvió de espejo a dicho periodo histórico, hubiera sido una acción erudita, que revelaba afición al estudio. Y ya se sabe que nuestros románticos, salvo contadas excepciones, habían huido deliberadamente de todo cuanto representase un esfuerzo ordenado y metódico. El talento literario se había hecho comodón e indolente. Se tiraba siempre por el camino más fácil: el de la improvisación. Raro fenómeno, si se tiene en cuenta que todos o casi todos los modelos elegidos por nuestros escritores, en las diversas actividades de creación literaria, eran cultos, fundamentalmente instruidos y disciplinados.

Quitad del romanticismo de allende la frontera a Víctor Hugo, de menos preparación intelectual, echado en brazos de su numen y de su genio, sin el duro ronzal del saber, que tanto frena al corcel de la fantasía, y todos los demás- Goethe, Byron, Schiller, Fóscolo, Vigny-, son escritores de honda y extensa formación filosófica y humanística. Ya hemos notado también en otro lugar de esta obra, que casi toda nuestra literatura romántica adolece de la falta de plan, de normas preconcebidas.

Es posible que hubiera algo de ficción, de posse, absurda si se quiere, en todo esto, pero ¿quién se atreverá a negar que, tanto en la poesía narrativa como en la novela, no hay más que improvisación, espontaneidad, sin que aparezca por ningún lado aquel plan o pauta de los grandes vates y novelistas alemanes, que componían sus obras con arreglo a normas predeterminadas? ¿Cabe concebir a Espronceda, ni a Enrique Gil, ni al mismo Larra, más estudioso y mejor enterado de todo cuanto se podía saber en una época más sentimental que reflexiva y culta, en un archivo oscuro, polvoriento y húmedo, acodado sobre mesa de roble y derramada la atención en varios mamotretos trasolvidados y descoloridos? De aquí que tanto el Doncel de Larra, como Sancho Saldaña, de Esproceda y El señor de Membibre de Gil y Carrasco, como veremos a su debido tiempo, carezcan casi por completo de colorido arqueológico, de ambiente local y temporal. Que la precipitación con que se hilvanaban las novelas, la falta de orden y medida-el inspirado autor del Canto a Teresa se burló, en donosos y satíricos versos, de estas cosas-malograse el noble deseo de emulación de nuestros novelistas respecto del concienzudo y prolijo Walter Scott.

La historia o la tradición caballeresca sirvió alguna que otra vez de disfraz de propias y desdichadas cuitas de amor, aunque resulte muy aventurado y hasta anacrónico encerrar el alma compleja, escéptica y sombría del hombre del siglo XIX (1) devorado, como es sabido, por todas las inquietudes y recelos imaginables, en un sencillo, aunque atormentado, galán y trovador del siglo XV. Porque Macías, a nuestro entender, es la envoltura de Fígaro.

Bien patente está, según se ve, el desenfado con que obraban nuestros novelistas del período romántico, no ya solamente al olvidar el marco de la acción y tener en tan poca estima la verdad histórica, sino al desdeñar del personaje, su ser auténtico, pues no es menos falso, artificioso y convencional, por ejemplo, el Villena de Larra, tan distinto de como nos lo pintan las crónicas.(...)

Otro cuadro histórico muy traído a los romances y las novelas es el combate llamado “juicio de Dios”. Institución monstruosa y descomunal, pero que tuvo general arraigo en el pasado. Difícil será hallar un pueblo que no practique esta ordalía. Pretendíase con ella dirimir cuestiones de honor; reivindicar una fama; decidir sobre la legitimidad de una grave sanción o castigo: el de la muerte. Rito bárbaro e incivil, si bien paliado por la creencia que era Dios, al hacer invulnerable a uno de los contendientes, quien resolvía la cuestión debatida por medio de las armas. Es decir, que no obedecía la victoria a la mayor bravura propia, pericia e intrepidez de los combatientes, sino al divino fallo, al supremo decreto de Dios que se hacía patente mediante una previa provisión de fuerza, de valor y de destreza a uno de los campeones. El triunfo, pues, suponía estar en posesión de la verdad, de la causa justa, del derecho.

Un combate así, revestido de tal autoridad decisoria, originado siempre por grave cuestión atinente a la honra de las personas, a su inocencia o culpabilidad, tenía que constituir un poderoso y brillantísimo recurso estético. Por eso lo encontraremos en los anchos dominios del arte: primeramente con toda la bárbara majestad de una institución jurídica y más tarde, sirviendo de ocasión a la burla y a la sátira, como en las páginas de nuestra inmortal novela (1)

Recurso de tan indiscutible valor estético no había de ser privativo de una determinada época literaria, ni de tal o cual nación. De aquí que lo veamos empleado en la poesía, en el teatro y los libros novelescos de todos los países y con relación a aquellos tiempos en que existía esta práctica jurídico-caballeresca. Pero si a causa de los desvaríos y extravagancias del romanticismo no fue en estos días cuando ofreció toda su majestad y empaque simbólicos, mostróse en cambio como frecuentísimo elemento decorativo, espectacular, si se nos permite la palabra, de dramas y novelas conformados a los cánones de aquél movimiento literario. Walter Scott, Wagner, Espronceda, Zorrilla, Larra, etc., se han servido del juicio de Dios en los momentos más interesantes y decisivos de sus obras.

Veamos con toda la concisión que nos sea posible, en qué consistían tan singularísimos duelos, como se desarrollaban ante la vista de los emocionados espectadores.

Ya hemos observado que la finalidad que se perseguía con ellos era la siguiente: decidir sobre la inocencia o la culpa de una persona, reivindicándola o confirmando, mediante la derrota del campeón defensor y de un modo inapelable la procedencia y legitimidad del castigo. Lohengrin, cuyo combate merced a la universalidad conseguida por la çopera de Wagner de este mismo título, es de los más conocidos,contiende por la inocencia de Elsa; en Las guerras civiles de Granada, de Ginés Pérez de Hita, cuatro caballeros cristianos defienden a la reina Sultana; don Luis Guzmán, el joven y esforzado caballero que sustituye a Macías, pelea por la inocente Elvira.

El palenque puede medir ochenta pasos de ancho y cuarenta de largo. Alrededor de éste, a modo de rectángulo más o menos perfecto, se colocan carros y carretas en los que se encarama la gente. Allí están representados todos los oficios, todas las actividades. Perailes, perchadores, tundidores, cardadores,, herreros, correcheros, boteros, chicarreros, orives, forjadores, talabarteros, tablajeros, abaceros, vinateros, botilleros, mozos de cocina, despenseros, reposteros, veedores...Se va a celebrar un gran espectáculo y no pueden perdérselo. Y junto a ellos están sus madres, sus mujeres, sus hijas, sus hermanas. Hay gritos, apóstrofes, cuchufletas. Pro tan pronto empiece el combate, enmudecerán todos, si bien subrayarán con exclamaciones y murmullos las incidencias de la lucha.

En una de las extremidades del campo, se alza un cadalso, cubierto de tapices y paños negros. Se ha levantado tan siniestro artefacto por si al no presentarse campeón alguno respecto del condenado o condenada o de ser a éstos desfavorable el resultado de la contienda, ha de ser indispensable su servicio. En medio de uno de los lados del rectángulo hay un pequeño balcón de madera, entapizado con un paño granate y bordado de oro. Es el sitio que se destina al rey y a su comitiva.

Dos trompeteros entran en el palenque y anuncian con sus sonoros instrumentos que va a comenzar la ceremonia del duelo. Detrás de ellos viene un rey de armas y dos farautes, seguidos de varios ministriles tañedores, ministros del justicia mayor, jueces de campo y notarios. Un buen número de hombres de armas: escuderos, ballesteros y piqueros, cuidan de que nadie penetre en el lugar de la liza.

En un altar levantado al efecto y cuyos ornamentos y reliquias refulgen al ser heridos por el sol, verifícase el santo sacrificio de la misa.

Los jubones de raso, negros, verdes, azules, carmesíes; las calzas, guarnecidas del mismo color; los cintos y limosneras de finos adornos áureos; los zapatos acuchillados, contribuyen a dar mayor realce a la ceremonia; no digamos los ricos collares y las cruces de cegadora pedrería que lucen sobre el pecho algunos egregios señores. Preceden a éstos, farautes, escuderos, gentileshomes, donceles y pajes cuyos vestidos, arreos y armas, corresponden al gran boato que yací reina.

Tras el cadalso, frontero a la tribuna que ocupa el rey, está el verdugo o ejecutor de la justicia. Suele ser un hombre robusto; de impasible y severa faz. Aparece sentado en un banco próximo al palenque, Viste un capotón de seda encarnado y toca su cabeza con una gorra tambiçen de seda y de igual color. Junto a él hay un tajo y una terrible cuchilla, en la que la luz, ajena a cuanto significa, travesea sin el menor recelo.

En los carros. y carretas que circundan el campo, la concurrencia apretujada se impacienta. Miran a todas partes esperando ver aparecer de pronto en el palenque a los caballeros rivales.

Por uno de los extremos del campo penetra un caballero sobre brioso tordillo ricamente encubertado. Trae alzada de visera y viste calzas y caperuza de grana; peto verde brocado con uza azul. Las espuelas de rodete y arneses de piernas y brazales. Su varonil continente, la nerviosidad del soberbio bruto que monta, su vistoso atuendo, en el que fulge empenachado almete, producen la más grata impresión en la concurrencia. Cruza hasta tres veces la palestra, luego de saludar con gentil desenfado, no exento de cierta altivez, al rey. En pos del jinete, dos pajes de librea. El uno porta la lanza y el otro lleva la brida del caballo de respeto.

Los farautes, ante la presencia de este campeón, que ha asumido la defensa del acusado, requieren por tres veces y mediante pregón, al caballero representante del acusador. Y cumplido este trámite, que despierta viva emoción en la abigarrada asamblea, dase principio a la misma.

No ha hecho más que concluir ésta, cuando el alboroto del público, sus murmullos y exclamaciones, denotan la arribada a la liza del adversario. Monta un magnífico alazán con paramentos negros, bordados de gruesos rollos de argentería. Un penacho como el ébano ondea sobre el almete. El caballero lleva echada la visera, y los ojos, profundamente negros también, fulguran como dos ascuas. No centellean menos las armas que porta. Viste jubón, coselete y celada borgoñona. (...)

CAPITULO SEPTIMO

Don Patricio de la Escosura, García Villalta, Espronceda y Estébanez Calderón (“El Solitario”) .

Don Patricio de Escosura (1) constituye uno de los casos más típicos del romanticismo español. Poeta, novelista, autor dramático, traductor, crítico y prosista de costumbres. Nota singular del movimiento literario que venimos estudiando fue ésta de cultivar todos los géneros. Hecho notabilísimo que pone bien de manifiesto la dinámica moral, el ferviente verbo creador de la época.

De la imprenta instalada en el número 14 de la calle del Amor de Dios, de Madrid, y en septiembre de 1832, salió a la luz El conde de Candespina; novela histórica original de don Patricio de la Escosura, Alférez del Escuadrón de Artillería de la Guardia Real. Contaba el autor veinticinco años. No aparecen en esta obra ilustrados los capítulos, como en casi todas las emitidas por Walter Scott, con versos alusivos o afines al contenido de cada uno. Escosura se limita a reproducir en las primeras páginas del libro una octava del Canto épico al rey después de pacificar la Cataluña, de don Ventura de la Vega. Pero todo en la novela denota la natural influencia del autor de Ivanhoe. La acción se desarrolla en Castilla durante el desdichado reinado de Doña Urraca. Las desavenencias políticas entre castellanos y leoneses, y las antipatías que la unión de esta princesa con Alfonso I, de Aragón, despertó en ambos reinos, originaron una serie de situaciones que han servido a Escosura para componer este libro. Los condes de Candespina y de Lara, con los que la hija de Alfonso VI tuvo liviano trato, figuran como principales personajes de la novela. El castillo de Castelar, próximo a Zaragoza y entre cuyos muros sufre prisión Doña Urraca, Soria, Burgos y León integran el escenario del relato histórico-novelesco. Prisiones, fugas, celadas , cacerías, asesinatos, entreveran la fábula, cuyo interés es escaso, desvaída la pintura de los héroes y el lenguaje más vulgar y descolorido que brillante.

Tres años más tarde y de las prensas de Repullés, salió al público la segunda novela histórica de Escosura. Intitulábase Ni Rey ni Roque, episodio histórico del reinado de Felipe II, año 1595. Su asunto es el mismo que posteriormente habían de llevar a la escena y el folletín, Zorrilla y Fernández González: la leyenda del rey Don Sebastián. La propia naturaleza del relato relevaba al autor de ser respetuoso con la fidelidad histórica. Y como quiera que, por otra parte y según él mismo confiesa, los azares de la política le recluyeron en rincón alejado de todo medio de consultas y consejo, tuvo que encomendar al desenfado, lo que no pudo ser obra del estudio y de la preparación. Cáigase en la cuenta de que esta incontinencia fue uno de los rasgos más típicos del romanticismo español. Por eso, ni nuestro teatro, ni nuestra novela ofrecen grandes garantías en cuanto a la verdad histórica. Sólo alguna vez, como en el caso de Martínez de la Rosa con su Doña Isabel de Solís, deja de producirse este fenómeno habitual. (...)

Entre los cultivadores de la novela durante el período romántico, tenemos a don José García Villalta (3). Traductor de Shakespeare, no muy afortunado, de Irving y Delavigne (4); autor de una Gramática y buen periodista, de afiliación liberal.

Aportó al género novelesco El golpe en vago, Cuento de la 18ª centuria; salido de las prensas de Repullés en el año 1835, en seis volúmenes en octavo menor. Esta obra había sido escrita primeramente en inglés, (Th Dous of the last century) siguiendo sin duda el ejemplo de don Telesforo Trueba y Cossío. Va precedida de un prólogo, que es una sátira crítico-literaria. La acción se desenvuelve en Andalucía, principalmente en Sevilla, ciudad nativa del autor. En el fondo del asunto hay algo de folletín. El libro quiere ser un cuadro de costumbres. Carlos, enamorado de Isabel y a causa de estos amores, sostiene una extraña reyerta con el padre de Narciso, que se opone a estas relaciones entre ambos jóvenes. Carlos, que cree haber matado al padre de Narciso, huye de Aznarcollar y cae en poder de una partida de bandoleros, capitaneada por Diego Corrientes. Es después encerrado en Sevilla, libertado por los bandidos, preso de nuevo y condenado a muerte. Esta terrible pena le es conmutada por la de varios años de servicio en filas. Tras largos y variados eventos consigue contraer matrimonio con Isabel, que no ha sido menos desdichada, pero que acaba ocupando el puesto que le corresponde por su ilustre nacimiento.

La lectura resulta plúmbea a ratos. El lenguaje es rico, pintoresco, no falto del todo de cierto casticismo, si bien muestra algunas distracciones del autor, como emplear torcidamente las voces genuflexión y sendo, ponerle una s innecesaria a la segunda persona del singular del pretérito indefinido y escribir preveí por preví, etc. El estilo, desenfadado ofrece algunos ribetes satíricos y humorísticos. Las palabras del pedantesco Guzmán no carecen de gracia. Hay en el libro descripciones excelentes. El relato que Diego Corrientes hace de su vida, es vigoroso y emotivo. Pero todo esto lo desvirtúa lo anodino y fatigoso de otros pasajes; el ritmo dilatorio, la falta de interés y de emoción. Es una obra de la que se pueden sacar algunas páginas bien escritas de entre el resto farragoso de la lectura.

El autor muestra bien a las claras su liberalismo. Hemos tenido ocasión de ver su firma en memoriales y escritos encomiásticos dirigidos al general Espartero (archivo del Sr. Marqués de Morella). Más bastaría con algunas frases incluso con páginas de El golpe en vago, para que no nos pasara inadvertida su filiación política. Enseña bien la oreja, como suele decirse, sobre todo en aquél capítulo III, del tomo VI, en que tan malos ratos hace pasar al innominado reverendo. Escena que, aunque irreverente en el fondo, chorrea gracia.

Completan la plantilla de esta obra, los siguientes personajes: una falsa marquesa, que paga al final con su vida la suplantación; un preceptor, un general, una gitana, Violante, el magistrado Bruna, Alberto, Chato, el tío Pistaccio, y otros tipos de menos relieve y prestancia; pícaros, truhanes, fanfarrones, soldados y marineros. Y como tributo al romanticismo aquello que tenía el romanticismo de más convencional y falso, tumbas y apariciones. Pero frente a estos elementos fúnebres y más abundantemente, se dan otros humorísticos y burlescos, de más castiza raigambre española, que quitan el mal sabor de boca que en los lectores dejan estas necromanías. (...)

Espronceda, miembro muy significado de los Numantinos, no desaprovecha ninguna ocasión que se le brinde para sacar el aguijón de sus doctrinas liberales: “... gran fuerza de soldado cayó sobre los alborotadores con aquel encarnizamiento con que los satélites que usan la librea del despotismo acometen siempre con razón o sin ella a sus indefensos hermanos...”

O el rebenque de la sátira, que manejase en el Diablo Mundo; destrabado ahora el ritmo, del metro y de la rima: “Pero como no es dado a todos los hombres tener talento, es signo de éste que aquéllos traten de humillar siempre al que es por su ingenio superior a ellos, y entonces, lo mismo que ahora, ser poeta era poco menos que estar en pecado mortal”.

Escribió Espronceda unas páginas, que aunque no pertenecen al género novelesco, parecen un capítulo de novela. Nos referimos al trabajo intitulado De Gibraltar a Lisboa. Viaje histórico (1), El autor, huyendo de los sabuesos de Fernando VII, ha abandonado el solar hispano. En compañía de otros heterogéneos pasajeros y a bordo de una balandra sarda, se dirige del Peñón a la hermosa ciudad del Tajo. No lleva en el bolsillo más que un duro; paga tres pesetas a la sanidad, tras de hacer cuarentena e imitando a otro glorioso poeta arroja al río las otras dos pesetas que le restan “porque no quiere entrar en tan gran ciudad con tan poco dinero”.

El relato de la travesía; la pintura de algunos de los acompañantes; la descripción de la comida: un arroz con bacalao duro “como suela de zapato” y sabroso “como salmuera”; unas guindillas para estimular el apetito, que parecían “carbones hechos ascuas” y unas largas ristras de ajos; los efectos terribles de la indigestión, seguida de la más torcida, áspera e endiablada” Ginebra, que cabe imaginar; la tempestad que se desencadena poco después; el sosegado venir del día y el desgarrado remate de la narración con el lanzamiento por la borda del cadáver de la mujer cosmopolita, que había sido víctima de yantar tan explosivo, constituyen admirable conjunto de prosa descriptiva, salpimentada de cáustico ingenio.

A Estébanez Calderón se le conoce más como costumbrista que como novelador. Sus Escenas andaluzas lograron una resonancia que su novela histórica Cristianos y Moriscos no tuvo. No intimidó este hecho a Cánovas del Castillo, el cual en la biografía que compuso de El Solitario considera de singular mérito la narración mentada. Ya veremos más adelante hasta dónde llegó la ceguera o parcialidad de familia, del ilustre político.

En la Colección de Novelas originales Españolas que tomaron a su cargo a Estébanez Calderón y el reputado bibliófilo don Luis Usoz y Río, apareció en el primer volumen y último, pues el proyecto no pasó de aquí, la susodicha tentativa de novela histórica.

Antes habían salido a la luz otros ensayos más modestos: una narración sin título especial, de asunto árabe y en forma epistolar; Los Tesoros de la Alambra y Cuentos del Generalife. La morisca, como se ve, puede decirse que constituyó el único tema novelístico de El Solitario. Estas breves experiencias de novelador aparecieron en letras de molde en las Cartas Españolas (1). Dichos trabajos y otros análogos debidos también a la pluma de Estébanez, muestran, de vez en cuando, algún rasgo humorístico de buena ley. El leguaje, rico y castizo, pero no exento de tal o cual lunar o descuido, ya se limita a narrar, ya aparece lleno de desenfado y garabato en boca de los personajes.
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