PASAJES DE LA OBRA

Bajo el cielo luminoso de Andalucía, perfumada de rosas y adormecida por la canción de cuna de acequias y arroyuelos, surge entre álamos, nogales e higueras de dulce y bienhechora sombra, la ciudad de Cabra. Si hemos de creer al incauto seminarista don Luis, cuya idolátrica admiración por el paisaje egabrense está bien probada en las páginas de Pepita Jiménez, nada habrá más lindo y pintoresco que los alrededores de esta villa. El agua cristalina y susurrante discurre entre aromáticas hierbas y variadísimas flores. Crecen por doquiera las humildes violetas. El aire huele a rosas, y los caminos, valleados de madreselvas y zarzamoras, serpentean bajo improvisados toldos de árboles frutales.

En este pequeño paraíso de la provincia de Córdoba abrió los ojos a la luz en 18 de octubre de 1824, don Juan Valera y Alcalá Galiano, hijo de don José Valera y Viaña y de doña María de los Dolores Alcalá Galiano y Pareja. De la villa de doña Mencía y teniente de navío retirado de la Real Armada, el primero y marquesa de la Paniega y natural de Ecija, la segunda. Familia distinguida, mas no sobrada, ni mucho menos, de hacienda y numerario. En la interesante correspondencia del ilustre autor de Doña Luz, abundan testimonios de esta parvedad de recursos, pues lamentase don Juan de su situación económica y disputa imposible casi el abrirse camino en una sociedad ahita de vanidades y pretensiones, y en la cual, de ordinario, por no decir siempre, es preferido el dinero al talento...

Sin embargo, tuvo que agradecer don Juan a la Providencia lo esclarecido de su origen, pues si es gran verdad que las artes y la pobreza suelen ir del brazo, ni fue hijo de infortunado labrador, como Roberto Burns, ni se vio impelido por la desgracia a fabricar conejos y amaestrar liebres, como el poeta inglés William Cowper. El padre de don Juan, cual otros tantos liberalotes de principios de siglo, sufrió persecuciones por sus ideas políticas. No estaba el horno para bollos en aquellas calendas en que el Narizotas, como llamaban al Borbón, impedía voluptuosamente cualquier asomo de vida civil y democrática. Don José Valera dio con sus huesos en la cárcel, y quizá la ingrata lección constriñole a vivir en Doña Mencía unas veces y en Cabra otras, dado a la afanosa y difícil tarea de administrar sobria y honestamente su mermado patrimonio...

La marquesa de la Paniega, al revés de su marido, "retirado y filosóficamente hundido en la ilustre villa de Doña Mencía", cultivó en Granada valiosas amistades y remozó, al reanudar el trato, antiguos conocimientos.

Parece ser que la distinguida dama no andaba muy al unísono y concordancia con el espíritu de la época, dado el materialismo más odioso y desenfrenado. Doña Dolores tenía un carácter simpático, pero austero. No compartía las ideas liberales de su esposo, ni podía suponer que un pueblo, tan abyecto y corrompido en aquellos días como el nuestro, estuviera en condiciones de ejercitar los decantados Derechos del hombre. Había constribuido a la elaboración de este juicio tan desengañado y pesimista, de una parte, el panorama moral y político de España, y de otra, la situación económica, bastante desesperada, de la casa, y por consiguiente obstáculo formidable para ver la realidad con buenos ojos. Entra por mucho, de ordinario, en nuestras íntimas apreciaciones de la vida, la fortuna y la suerte de cada uno. En las mocedades de doña Dolores, el estado de este país, sufrido y heroico, era por demás calamitoso. La pena de muerte y más aún la de proscripción, estaban a la orden del día. El porvenir de las personas, lo mismo para arribar a la holgura y la abundancia, cómo para conseguir un modesto pasar, dependía de las deshonestas manos de unos cuantos favorecidos por el Poder, que hacían mangas y capirotes de la nación, sin que nadie les exigiera cuentas de su comportamiento. Por ciertas regiones de España no se podía andar sin temor a ser desvalijados o muertos. Había que granjearse, a fuerza de dinero o a cambio de determinadas mercedes, un salvoconducto de José Maria, el Tempranillo o de Jaime el Barbudo, los cuales aprovechando la maleza y quebraduras del terreno hacían su apaño, con el consiguiente susto de inermes y desvalijados viajeros...

Ni la educación intelectual de Valera, ni sus gustos, podían arrastrarle a tomar parte en la política profesional. Hizo siempre ascos de las revoluciones que vienen de abajo a arriba, ya que no pueden ocultar su plebeyo origen. Aunque por exigencias de sus ambiciones personales militó en diversos partidos, fue de ideas democráticas, como probó en más de una ocasión y de manera muy notoria en las Constituyentes del 69, en que siendo diputado por Montilla, presentó una enmienda relativa a la libertad de cultos, más avanzada y radical de cómo entendía ésta la Comisión parlamentaria. Su pasividad política -hábil e ingenioso estar entre cortinas- le permitía andar en buenas relaciones con las figuras más destacadas del gubernamentalismo. A su regreso de Dresde, el general Zavala le nombró oficial del Ministerio de Estado, con categoría de primer secretario. Durante su permanencia en Madrid-tres años aproximadamente-reanudó sus relaciones sociales y literarias. A esta época corresponden sus ensayos de crítica. Cultiva por primera vez la teatral y compone versos o traduce y parafrasea a poetas extranjeros. Sin prescindir de sus visitas a casa de Montijo, ni de sus devaneos amatorios y galantes, que constituyen, como si dijéramos, su segunda naturaleza...

No podía faltar en este viaje de Valera a San Petersburgo el capítulo erótico. Magdalena Brohan, actuante a la sazón en el Teatro Imperial de San Petersburgo, mostró interés de conocer a don Juan. No figuraba éste en la nutrida lista de cortejadores: pincipes, diplomáticos y aristócratas. Algo apartado Valera, si bien momentáneamente, pues otra cosa habría sido desmentir su natural erótico de las consabidas prácticas de la galantería, no ocurriósele poner cerco a la actriz y tantear si se trataba o no de inexpugnable. Bastó, claro es, una insinuación de la dama para que acudiera don Juan a la demanda. El camino fue breve y por demás accesible. Pero no era la tal Magdalena de las que, en vena de concesiones, llegan, como la de nuestra casticísima copla, al más solicitado favor. Imploró Valera, escribióla cartas inflamadas de pasión, forcejeó, lloró y pataleó. Todo inútilmente. En este punto, Magdalena Brohan, que era en demasía dadivosa y espléndida en otros, mostróse más invulnerable que Lucrecia o Penélope. Y como estos "ejercicios andróginos" exasperaran al infortunado don Juan, acabó por sufrir ataque de bilis. En resumidas cuentas, que la aventura tuvo una purga como remate...

No debemos tener por artículo de fe la creencia bastante extendida de que Valera fue infiel a doña Dolores. Me temo que esta afirmación provenga de la fama de mujeriego y galanteador que tenía don Juan; pero acaso no sea juicioso inferir de ella esas pasajeras desavenencias que ya hemos notado. Inclinome a pensar que doña Dolores tuvo mucha culpa de todo esto, y aunque sea para mi duro trance el condenar a una dama para absolver a quien pasa por actor reincidente de un delito de infidelidad, tampoco sería lícito volverse de espaldas a la realidad.

Doña Dolores, que era muy linda, gentil e instruida; que hablaba primorosamente el portugués y el francés, y que recitaba con singular maestría y melodiosa voz a Leopardi y Lamartine, había sido tan mimada por todos, que se hizo voluntariosa y rebelde, no admitiendo que se llevara la contraria y convirtiéndose en una tiranuela. Aunque aficionada a la sociedad, la timidez de su carácter y los caprichos que padecía apartabanla en ocasiones de la vida mundana...

Otra contrariedad súbita e inesperada atormentó también el dolorido espíritu de Valera. No es raro ni mucho menos, que un hombre de singular talento y nombradía despierte, ya en las cumbres de la vida, una pasión amorosa extemporánea, e imposible, sobre todo si quien la inspira es persona de cabal honradez. Una mujercita norteamericana, favorablemente impresionada por la varonil arrogancia de Valera, prendóse de él y en forma tal que no fue bastante a convencerla y desilusionarla la juiciosa y digna conducta de don Juan. Debía de tener la mocita un corazón fácilmente inflamable y no es extraño que la amena y garbosa chachara de nuestro autor, el felicísimo ingenio y el renombre literario -que dábanle lustre y atractivo- y otras circunstancias y agentes ocultos que siempre influyen en la determinación de estos estados, tuvieran la culpa de dicha pasión amorosa. Lo tristísimo del caso fue el fatal veredicto que la joven se dictó a sí misma, de poner fin a su vida...

Mucho se ha disputado sobre la influencia del llamado medio social, del clima y del paisaje en la obra de arte. Nuestro don Juan no desmiente que procede de un país alegre y luminoso, cuyo firmamento tiene fulgores que deslumbran y ciegan. La naturaleza no puede ser tampoco ni más hermosa ni más variada. Desde la cumbre eternamente blanca del Mulhacén empinado sobre la ancha base de la sierra más alta de la Península, hasta el Estrecho ¡Qué gradación de matices¡ Por algo los griegos que pusieron los pies por vez primera en la Península, llamáronla Sicania, que vale tanto como decir "país rico y feliz".

A nuestro juicio, combinados estos elementos naturales en el espíritu de Valera, predispuesto a recibirlos merced al complemento de un cuerpo sano y vigoroso, influyeron convenientemente en la elaboración de su obra poética, e incluso en el equilibrio y serenidad de sus opiniones de pensador y de crítico. Pero si algún escéptico comentarista dudase de este ascendiente, de lo que no cabe dudar, porque sería negar la evidencia de hechos reales y objetivos, es el empleo de todo este material pictórico en las obras de imaginación. Pudo Valera colocar los asuntos de sus novelas en otros escenarios que, por lo que respecta a primores y hechizos naturales en nada tienen que envidiar a los que sirvieron de marco condigno a sus narraciones. Sin embargo, prefirió valerse de cuantas bellezas en el orden físico nos ofrece exuberantemente su país natal, ya que posponerlas habría sido traicionar sentimientos de noble y sincero patriotismo. Y este ilustre escritor, que estuvo tan poco sumiso a los dictados de la literatura regional y que hasta la mentada denominación, fue en cierto modo un precursor del regionalismo literario, ya que dio acomodo en sus novelas a tipos y cosas bien impregnados del aroma característico, genuino, de su tierra nativa. Junto al elemento autobiográfico, discretamente disimulado bajo la ficción novelesca, prodíganse personajes cuya identificación verdadera no sería difícil y rincones y villas donde pasaron las horas ensoñadas, emotivas de una edad copiosa en travesuras y audacias.¡Con qué cara ilusión vuelve los ojos a Cabra y Doña Mencía¡ Rebotado su espíritu de la vida hipócrita y malhadada de las grandes urbes, se mece y acuna en la tersa e idílica paz de los pueblos, al amor hogareño de antiguas amistades y como recostado en esta inercia ideal. De la comunión de su alma ferviente y prolífica con las cosas que la rodean, nacen sus obras de inventiva, en cuyas páginas, tamizadas de luz cenital y perfumadas de salvia, tomillo y mastranto, se miran como en hechizado espejo las huertas de Cabra, bajo cuyos toldos de arboles frutales discurren acequias y arroyuelos rumorosos que llevan en la plácida corriente pétalos de rosas y que dan frescura a las violetas y madreselvas nacidas en las márgenes; y la alegría del cielo que parece un resplandor de la naturaleza; y típicos lugares de Doña Mencía; y la agreste y brava Sierra Elvira, avizorada desde el camino de la Alhambra y el Generalife; y el Darro, aurífero como el Pactolo y mísero como el Rubicón; y tantos otros parajes de la templada y risueña Andalucía...

En todas las cosas hay una razón de ser que les da un valor específico. La prosa elegante, castiza y verdaderamente ejemplar de nuestro autor tiene su causa eficiente en el aristocrático espíritu de Valera. La elegancia espiritual de don Juan se traduce al exterior en incontables pormenores de orden físico y moral. En el indumento de Valera no hay un solo detalle de mal gusto. Viste con distinción y pulcritud. Sin preocuparse exageradamente de la ropa, como esos petimetres y currutacos que intentan disimular su vulgaridad bajo el último y más extremado figurín de la moda, todo su varonil atavío denota buen tono y ése no sé qué que los franceses llaman chic. Cuando su situación económica se lo permite acude a los mejores sastres. El aseo de su persona y los detalles de la vestimenta son notorios incluso en la intimidad. En las actitudes y ademanes no falta nunca el sello de hombre de calidad y buen ver, educado en la misma escuela del duque de Rivas y de don Antonio Alcalá Galiano, que tanto influyeron por otra parte, en su formación cultural. La íntima elegancia de Valera, manifestada en multitud de pormenores, es también causa eficiente de su prosa, en donde, si hay mucho esmero y hermosura no se advierte por ningún lado el artificio ni la fatiga de una premiosa elaboración, ya que el lenguaje fluye con natural gallardía y donaire, troquelado en los mejores moldes, y que para hallarle parigual acaso sea preciso remontarse a la altura de los místicos. Su arraigada creencia de que el arte es forma, la estimula a cuidar el estilo, en el que espejea la gracia y el garabato, que en nada tienen que envidiar las sales del más fértil y rico ingenio. En el lenguaje no hay una nota de mal gusto. Ni chabacanería, ni obscuridad. Las imágenes, tropos y comparaciones están exentos de toda exageración y extravagancia. La mente razonadora y alerta contra cualquier descarrío, expurga y depura la forma que adoptan las ideas al exteriorizarse por medio de la palabra de toda exageración y extravagancia...

"PEPITA JIMENEZ"

Surgió el asunto de esta novela en la mente de Don Juan del modo más peregrino. Las acusaciones lanzadas por el partido clerical contra Sanz del Rio, como introductor del krausismo en España, decidieron a don Juan a salir en defensa de este señor y de cuantos comulgaban en el mismo credo filosófico. Empeñábase Valera en demostrar que si el sabio catedrático y sus discípulos eran panteístas, nuestros filósofos místicos de los siglos XVI y XVII lo eran también. A este respecto hubo de dedicarse, durante algún tiempo, a la lectura y estudio de cuanto libro español, devoto, ascético y místico, vino a sus manos. Del contacto con tal clase de literatura, surgieron el seminarista don Luís de Vargas y la cautivadora Pepita Jiménez.

Esta incursión en el campo de los ascetas y místicos ¿podía dejar profunda huella en quién, como el autor de Parsondes y Gopa, estaba más cerca de Epicuro que de San Juan de la Cruz? Si el Cantar de los Cantares, cuya alegoría o simbolismo significan, según nuestros teólogos, las nupcias de la Iglesia y de Jesucristo, no era para don Juan sino un coloquio erótico, en que los amantes se dicen toda suerte de dulces y expresivos requiebros, no creemos que la lectura de nuestros místicos y ascetas le hiciese abjurar de sus principios, ni que rectificase, en lo más mínimo, su naturaleza literaria. Enamorado don Juan de la forma, como artista educado en las letras clásicas, tomó de los místicos el ropaje e infundió en Pepita, como veremos después, el alma de Cloe, y moldeó la figura del incauto seminarista don Luís de Vargas como si hubiera tenido delante de los ojos al protagonista de las Pastorales. A esto se redujo su misticismo.

A nadie le cogerá de sorpresa que aquél don Luis que, a los comienzos de la narración, pinta con tanto detalle a Pepita por dentro y por fuera; que compara sus ojos con los de Circe. Disculpa, con el ejemplo de Santa Teresa, el esmero que pone en el adorno y atavío de su persona, y dice de sus manos que son "casi diáfanas como el alabastro", ahorque los hábitos, pese a todos los razonamientos ascéticos y protestas de amor a Dios con que hurta a la habilidad discursiva de la viuda, a las flechas que, con la puntería de un consumado arquero, le dispara ésta en el discurso de la entrevista, cuando, haciendo como que abandona el campo, se lleva tras sí, prendido del perchel de sus alicientes espirituales y físicos, al inexperto seminarista...

...Para mí lo más sugestivo y atrayente es descubrir en cada personaje de don Juan una faceta, un matiz del espíritu de nuestro autor. Por muy objetivo e impersonal que sea un novelista, ¿cómo podrá desentenderse de su psicología, de su yo, al escribir sus obras, máxime si la naturaleza de éstas se presta sin violencia alguna a recoger el rasgo, la pincelada en que nos mostramos en parte? El autor penetra en sus creaciones, o descaradamente, como hizo tantas veces Valera, con disgusto de la crítica, o de modo disimulado, es decir, poniendo sus propios pensamientos en boca del personaje. A mi juicio, esta segunda manera es irreprensible. Sólo nos repugnará si de esta elaboración o forjadura salen abstracciones mal vestidas de carne y sostenidas de huesos quebradizos. Pero si el autor se da maña a encarnar sus ideas, gustos y tendencias en cuerpos de perfecta hechura, cuyas almas, si no se inflaman de pasión, son cuando menos hermosas y nos seducen apacible y dulcemente, entonces aplaudo lo que haya de autorretrato en la ficción, pues estimo que es preferible infundir nuestra propia alma, si es varia y rica en tornasoles y matices, que crear un alma nueva…