Nos hemos reunido aquí para celebrar la Fiesta del libro. De todos los actos conmemorativos que organizan los hombres y con los que prueban el rango de su espiritualidad, es de seguro éste uno de los más simpáticos y atrayentes. Propendemos por naturaleza a la admiración y al entusiasmo. Tal impulso, según el orden en que nos movemos, nos lleva al culto religioso o profano. Sobre todas las cosas está Dios, como causa primera y mente ordenadora, y a El se dirige nuestra admiración y nuestro entusiasmo en la forma más suprema. Si descendemos de este ápice del sentimiento religioso a la esfera de lo profano y terreno, veremos multiplicarse los objetos que nos atraen y subyugan. Los héroes, los hombres de ciencia, los poetas, los pensadores, los músicos...Nos asombran el valor y la audacia, el saber y la experiencia, los arrebatos de la inspiración, la agudeza del pensamiento, la mágica combinación de los sonidos a que acude la mente y el corazón del hombre cuando quiere expresar ideas y afectos inefables. ¿Quién permanece impasible ante estas llamadas a nuestra inteligencia o a nuestra sensibilidad? Somos todo ojos y todo oídos, que son los sentidos superiores, y acudimos al requerimiento con el alma ya de suyo inclinada a admirar y a entusiasmarse. ¡Pobre alma muerta quien pase indiferente ante estos estímulos tan poderosos! Los pueblos que no rinden culto a sus héroes -y empleo esta voz en el mismo sentido que Carlyle- son colectividades sin conciencia de su responsabilidad histórica. La tradición es uno de los patrimonios más valiosos. Da categoría a los hombres, incluso los encarama en la cúspide de la estimación. Los ingleses, por ejemplo, preferían perder la India, que a Shakespeare.

Pues bien; dentro de este patrimonio espiritual que se transmite de unas generaciones a otras, en el ancho ámbito del mundo, y ocupando un lugar muy relevante, está el libro, que es como el depósito o la vasija ideal que contiene todo el saber y sentir humanos: Los misterios de la Religión, el abismo insondable de la metafísica, las normas del bien obrar, el número, la medida del espacio, los fenómenos naturales, las leyes porque debe regirse el discurso, los secretos del firmamento, el arte de gobernar a los pueblos, los destellos del espíritu creador en cualquiera de las modalidades que adopta en la realización de la belleza. Todo eso es el libro y mucho más que omito por no fatigar vuestra atención con tales enumeraciones.

Pero considerad vosotros el inmenso espacio en que se mueve la inteligencia y el corazón del hombre, siempre dispuestos a darse a los demás, y veréis que el libro lo abarca y comprende todo, y que allí donde exista uno, hay testimonio de la actividad humana.

Raro es el país que, incorporado a la civilización universal, no cuenta con algún libro memorable. En los albores de los pueblos, cuando el espíritu, balbuciente y temeroso, iba desvelando misterios, el poeta, ese poeta que hoy rompe todo vínculo con el mundo que le circunda, y se deshumaniza, y se pierde en las gélidas regiones de la poesía llamada “pura” como si en todas las épocas la verdadera poesía no lo fuera también , el poeta, decíamos, asumía las funciones más variadas. Transmite en forma rítmica a los demás las leyendas, fábulas y mitos más sorprendentes y cuyo origen se desvanece en la nebulosa de los siglos. Canta las hazañas de guerra; explica los misterios sagrados; anuncia los hechos que esconde el futuro en sus senos más recónditos; discurre sobre regiones y periplos poco conocidos aún; legisla, moraliza y descorre con temblorosa mano el velo del firmamento, siempre tan alucinante y prometedor. Así nacieron las dos verdaderas epopeyas: el Ramayana y la Iliada. La una cantó la civilización oriental. la otra, el ideal clásico.

Pero a medida que pasa el tiempo, el espíritu humano, más cultivado y diversificado en sus apetencias y realizaciones, pierde su candor primitivo, y subviene ya, mediante los géneros o prurito clasificador del hombre, a todas las exigencias del alma creadora. La poesía se hace más culta y refinada. Lo que pierde en extensión y universalidad, en una visión global y ecuménica de las cosas, lo gana en contenido, en delicadeza de los afectos, en depuración de cuantos elementos líricos y narrativos la informan. La vastedad se convierte en predio, si se me permite la hipérbole. Surgen los poemas épicos, los didácticos, los religiosos, los caballerescos, los burlescos o satíricos. Virgilio, Lucrecia, Dante, Ariosto, Camoêns, Tasso, Milton, Boileau, son los poetas de estas edades subsiguientes, que han sustituido el candor y la lozanía de la literatura primitiva por la madurez de las ideas y los sentimientos, por la riqueza de la forma, por la sutileza, la malicia y el desdén. El bagaje intelectual de los hombres se ha llenado de nuevos recursos. Cambian las ideas, crecen los conocimientos, se abandonan unos gustos por otros, el pensamiento hácese cada vez más sutil y alquitarado; enriquécense las formas métricas, el ritmo, el acento, la medida; se exploran más profundamente los mundos de la imagen, del lenguaje tropológico y de la comparación; y la música interna del verso, que es como una sinfonía misteriosa que va desenvolviendo a lo largo del poema todo su hechizo polifónico. Este es el proceso lento y gradual de la poesía, desde Valmiki, Viasa y Homero hasta Mallarmé, Valéry y Rilke.

En tal itinerario de la belleza-de la belleza que se realiza por medio de la palabra-hubo un instante en que la epopeya no era ya posible. Las civilizaciones no necesitaban ya del poeta que las cantase con la rudeza, el candor y el entusiasmo de la inspiración primitiva. Las profecías estaban ahora en labios de los profetas; los misterios de las religiones tenían sus hierofantes y mistagogos; la ley sus legisladores. El poeta había delegado esta función o cometido múltiple, que en aquel momento se revestía de un carácter esencialmente específico. Es decir, estaban ya definidos y clasificados los quehaceres del hombre. Pero si la epopeya carecía de toda viabilidad, si su propia grandeza la había hecho estéril, si faltaban los arrestos humanos con que llevarla al pináculo de su ejecución estética, lo que pudiéramos llamar las epopeyas menores: el poema épico, el religioso, el caballeresco, el didáctico y el burlesco, se habían prodigado tanto, con tales diferencias de calidad o mérito, que pronto se agotaron también las posibilidades de realización. Y la novela que, según se ha dicho ya, no es sino una degeneración de la epopeya-hay novelas que son verdaderos poemas: Los trabajadores del mar, de Víctor Hugo, Sutileza, de Pereda, Los Campesinos, de Reymont, La Barraca, de Blasco Ibáñez-adaptó los elementos de la épica al genio y carácter de la edad moderna.

No se piense que la novela por ser una degeneración de la epopeya es una modalidad literaria de tardía aparición, y que basta mirar un poco hacia atrás para que entren en nuestro campo visual cuantos la cultivaron. Parábolas, apólogos, fábulas, mitos, la contienen en germen o cifra. Los antiguos cuentos egipcios, de remotísimo abolengo; las desaparecidas narraciones sibaríticas y milesias, los mitos filosóficos, las alegorías que encierran alguna enseñanza doctrinal, de carácter religioso, metafísico o ético, son los precedentes del género novelesco. Griegos y latinos, que como civilizaciones más depuradas no podían desaprovechar este rico filón literario, ensayaron el cuento y la novela corta. Luciano de Samosata escribió páginas admirables por la intención filosófica, el humor o desenfado, la descripción de costumbres, la pintura de los caracteres y la sátira. Petronio, a quién se atribuye la paternidad del Satyricón, ofrece un delicioso cuadro de la época en el banquete de Trimalción; el africano Apuleyo aportó al acervo novelístico su Asno de oro, y Longo, si fue autor y no mero copista -punto éste no dilucidado aún por la crítica sabia- las Pastorales, o por otro nombre Dafnis y Cloe, primorosa fábula novelesca, aunque afeada, como todos estos libros de imaginación por ciertas crudezas de fondo y forma.

Rotos los estrechos moldes del verso y arrumbada la preocupación, trascendental y semidivina del poeta épico, la novela ofrece vasto campo al dinamismo espiritual, al impulso de la imaginación creadora. Los resonantes hechos históricos, las proezas caballerescas de la Edad Media, la metafísica del amor, los próceres y artistas del Renacimiento, envueltos en la atmósfera de su propia grandeza, las escenas de la vida campesina y pastoral, si bien más convencionales que verdaderas, los libros de viajes y aventuras, la templada delincuencia de los pícaros, el análisis psicológico, las pasiones más fuertes del alma humana, el idealismo un poco enfermizo de la época romántica y el determinismo de la escuela naturalista, la política y la sociología, las costumbres, ya en el amplio marco de las grandes ciudades, ya en los límites angostos de la vida rural, integran, a lo largo de un lento proceso histórico, el mundo de la novela, desde Ulises, el héroe homérico, hasta Dickens, Tolstoy y Galdós.

Todo ha partido de la epopeya, porque tanto el elemento lírico, que más tarde había de diversificarse en la oda, y la epístola, y la silva, y el soneto, como la tragedia y la narración novelesca, arrancan de aquel ingente monolito de la literatura.

Pues bien, dentro de ese marco, inmenso tenemos una obra inmortal. No diré yo que sea el segundo libro del mundo puesto que el primero es la Biblia, pero si afirmo rotundamente que allí donde el juicio de los hombres coloque la obra que se tenga por insuperable, allí mismo, junto a ella y a su nivel, pondré yo el Quijote, en la seguridad de que no desmerecerá en lo más mínimo.

El Quijote es la primera novela del mundo. Si la Fiesta del Libro se celebra hoy es porque Cervantes murió en otro 23 de Abril, y al portento de su ingenio se debe esta obra que nada tiene que envidiar en el orden estético a ninguna otra de igual género, anterior o posterior al siglo XVII.

En las páginas de esta moderna epopeya del dolor y de la risa, luchan dos concepciones de la vida diametralmente opuestas.

La verdad ideal, que se desvanece siempre al término de todo esfuerzo inútil y la verdad real biológica, que puede tocarse, ponderarse y medirse, porque la tenemos a mano, como cualquier objeto de los que nos rodean, susceptibles de tales operaciones.

La verdad, ideal encarnada en el Hidalgo, y la verdad tangible, representada por Sancho. El Quijote es como una polémica entre una sublime locura y una sensatez a machamartillo. El acierto insigne de Cervantes consiste en haber sabido conciliar a lo largo de una acción durable y múltiple, dos conceptos tan fundamentalmente antagónicos, sin que el uno se imponga al otro, pues tanto sería como decidir la cuestión planteada, ya dándole la victoria al idealismo sobre la realidad, ya a ésta sobre aquél. El hecho de que en las últimas páginas del libro recobre Don Quijote la cordura no salda o cancela, en mi humilde opinión, la serie de bellos extravíos cometidos por el Hidalgo desde su primera aventura hasta que retorna al lugarejo de su nacimiento. La circunstancia de que haya todavía Quijotes y Sanchos, como los habrá siempre, cualquiera que sea el número de lo unos y el de los otros, es prueba irrecusable de que el pleito sigue en pie, que no se ha dictado aún la sentencia que dé la razón a una de las partes.

Obras de este alcance o significación no pueden proceder tan solo de la inspiración humana. Están por cima de nuestras posibilidades vitales; provienen de un arrebato intuitivo, inconsciente, providencial, de la mente y del corazón, unidos en el más inusitado consorcio. Cervantes fue ajeno, por completo a tan altas conclusiones. Si se le hubiera interrogado acerca del sentido trascendental de su obra, no habría sabido qué responder o habría dicho que se había limitado a burlarse de los libros de caballería.

Esta cualidad distintiva, suprema, propia de toda concepción inmortal, es atribuible a muy pocos libros. No siempre el esfuerzo creador y su resultado o correlato está por encima de la propia conciencia estética. Imaginaos una nave que sobreponiéndose al impulso del timón llegara a un término feliz jamás previsto, ni soñado. No veríais naturalmente en su arribada al final del viaje, la pericia del piloto, así fuese el mismo Tifis, de las fábulas griegas, sino el empuje de un numen misterioso y sobrehumano.

La trascendencia de un libro abre variedad de caminos a la crítica, al análisis de los hombres. Todo alto pensar va circuido como de un velo sutil, que si no oculta las ideas, hace, al menos problemática su interpretación. El equívoco no está en la obra juzgada, sino en la limitación de nuestro discernimiento. Solo cuando existe una perfecta igualdad entre el espíritu creador y el espíritu crítico, el juicio es exacto. La famosa novela cervántica ha dado lugar a multitud de interpretaciones. Algunas tan peregrinas como aquella que veía en los tres vestidos de Vicente de la Roca una alusión al misterio de la Trinidad. Los críticos se pasan muchas veces de listos. Construyen sus teorías con elementos muy sutiles, pero bien consideradas son como burbujas o pompas de jabón sin ninguna consistencia interna. El valor de la ciencia no está en las lucubraciones más o menos alambicadas de la mente, sino en el contraste de la experiencia. Cuando las ideas van ligadas a un nombre, solo contienen una parte de la verdad, si la contienen, pues las verdades que atesora el hombre caben en un librillo de papel de fumar, y sobran hojas. Si hubiera triángulos del señor Martínez o del señor Gutiérrez, habría que poner en duda tales triángulos. El Quijote, con su sentido trascendental y simbólico, ha promovido todo género de interpretaciones y comentarios, desde los puramente gramaticales de Clemencín hasta los filosóficos y críticos de Heine, Turgueneff, Revilla, Valera y Bonilla y San Martín. La verdad es esquiva y el entendimiento inseguro. Por eso la crítica no acierta todas las veces en sus juicios, y al considerar ya en su perspectiva histórica el valor de sus afirmaciones, llegamos a la decepcionante conclusión de que el oro no siempre lo es o, al menos, no tiene el mismo número de quilates.

Ni Dante, ni Milton, ni Tasso, ni Rabelais, ni Goethe, están más altos que Cervantes en la escala de los valores literarios. Y no se diga que nos ciega el amor a las cosas propias, porque yo entiendo que el arte no tiene fronteras. Medir la belleza con el metro de las nacionalidades sería a mi juicio un error lamentable: cuando se dice que Cervantes es ciudadano del mundo, como su Hidalgo, a pesar del gentilicio que lleva detrás, es porque la belleza, y el arte, que no es otra cosa, que su realización, no tiene más carta de naturaleza que la del Universo Mundo. No quiere decir esto que yo no reivindique a cada instante la españolidad del Quijote; pero su carácter universal lo convierte en sujeto de adopción por parte de todos los países civilizados. ¿Qué mayor elogio puede hacerse de una obra, de un autor y de una nación?

¡Cuándo llegará el día que se lea en las plazas públicas españolas trozos del Quijote, como se leyeron fragmentos de los poemas homéricos en la plaza pública de Atenas, en el siglo de Pericles! ¡Cuándo tendremos siempre al alcance de nuestra mano el libro inmortal que hoy encarecemos, como el gran Alejandro tuvo al alcance de la suya la Iliada!

Aun conservo en la memoria el sucedido. Es una anécdota muy aleccionadora. Me encontraba en Madrid, en una casa de huéspedes. Había varios comensales que celebraban la acostumbrada y breve sobremesa de la cena. Como me quejase yo de que me era difícil conciliar el sueño, uno de los compañeros de pensión me habló así:

-Eso le pasa porque usted quiere. Yo no sé lo que es el insomnio. Todas las noches al meterme en la cama leo el Quijote. ¡Querrán ustedes creer que no he pasado aún del primer capítulo!

Reí por no llorar. La gracia, el chiste, la ocurrencia, como queráis llamarlo, podría referirse también a La divina comedia, a El Paraíso perdido, al Fausto. En el trasfondo de esta burla respecto de las obras maestras del ingenio humano hay un terrible sentimiento de tristeza. Bien considerado el trance, la broma se vuelve contra su propio autor que pone al desnudo el páramo inmenso de su alma.

Nuestra desidia espiritual, nuestro desdén hacia toda inquietud creadora, es la peor dolencia que puede aquejar a un pueblo. Los pueblos son grandes por sus santos, y sus poetas y sus héroes, y sus pensadores, y sus hombres de ciencia, y sus músicos. Desdeñarlos es desdeñarse a sí mismo, ya queriendo cada uno de nosotros una parte de la comunidad, nos corresponderá siempre en el reparto de sus valores morales, lo bueno y lo malo que la integren. Cuando una nación por sus torpezas o simplemente por el natural proceso de desintegración orgánica, pierde su poderío o su hegemonía, si tiene un patrimonio espiritual integrado por su cultura, lo conservará siempre, pues estas esencias colectivas están vinculadas de tal modo al ser moral de cada pueblo, que sobreviven a todos sus infortunios. Aun perdura la influencia de Grecia en las artes contemporáneas y la de Roma en el Derecho. Quien no reconozca esta verdad es ciego o cierra los ojos a la evidencia. Y aunque nuestros dominios y posesiones, casi redondos como la esfera terrestre, se disgregaran y dispersasen, por esa ley inexorable a que acabo de referirme, que se da en las colectividades políticas como en la vida del hombre, pervive en la conciencia universal el imperio del espíritu español, entre cuyas figuras más notables esta San Francisco Javier y Santa Teresa, Lope y Cervantes, Velázquez y el Montañés, Suárez y Vitoria.

La fiesta que hoy celebramos bajo la égida de una política sabia y consciente de su responsabilidad, tiende a despertar en todos la afición al libro. Prodíguense las lecturas y los centros biográficos. Dése la máxima facilidad al lector, ya por medio de ediciones asequibles a todas las fortuna, ya poniendo a su disposición bibliotecas luminosas y confortables. Suprímase en lo posible todo entorpecimiento burocrático que desanime al lector no bien pertrechado por la fe y el entusiasmo. Organícense conferencias, que sirvan para orientar al público en la elección de sus lecturas, pues si bien hay libros buenos que todos estamos obligados a conocer, también los hay malos y detestables, y pésimos, que más dañan y corrompen que benefician. El libro es tan dúctil para el bien como para el mal. Arma terrible en manos del diablo, y ánfora con el mejor vino, cuando nos inspira la honesta musa del bien. Una buena parte de los problemas que tiene planteados hoy la sociedad, procede, no de la mayor o menor clarividencia con que vemos las cosas, sino de la falta de sensibilidad para sentirlas. El corazón ejerce una influencia preponderante en los actos humanos. Un alma que siente es una célula viva de nuestra organización social. Pues bien, el libro es el instrumento más apto y adecuado para que aumente nuestra sensibilidad. No olvidemos esta verdad incuestionable, que si todos conocen, no todos practican.

Hagamos votos porque la Fiesta del Libro se siga celebrando cada vez con más esplendor y resonancia. Este año ha correspondido intervenir en ella al más humilde escritor. Que en los años sucesivos suene aquí voz más docta y persuasiva. Muchas gracias a todos por la atención con que me habéis escuchado, y por vuestra benevolencia. La benevolencia es una bella y elegante donación que nos hacen los demás para que podamos cumplir más fácilmente nuestros deberes sociales. Y toda donación obliga a la gratitud. Sirvan, pues, estas últimas palabras para haceros presente mi agradecimiento.