ENSAYO PREMIADO EN 1943

ETOPEYA DE LARRA

Sin que desdeñemos el Macías en sus dos encarnaciones, dramática la una y novelesca la otra, el talento crítico de Larra descolló sobre las demás facultades creadoras. Y dentro de esa modalidad de su espíritu, la crítica social, sobrepuja en valor el interés a la literaria. La disconformidad de Fígaro respecto de todas las cosas que le rodeaban, su agudeza analítica e innata mordacidad- ¡con qué calor defiende a los Persios y Juvenales en su artículo De la sátira y de los satíricos, por otra parte brillantísimo testimonio de su talento!- precisaban un ancho campo en que operar libremente, y ninguno podía brindársele tan holgado como el de la sociedad, con sus torpezas y liviandades. Este es , a nuestro juicio, el mérito sobresaliente de Larra y por el cual ocupa hoy el gran satírico puesto tan señero en la literatura nacional. Aun cuando la obra de Larra denota copiosa y bien discernida lectura, más proviene toda ella del buen gusto y talento nativos que de una sólida preparación cultural. No hacía ascos Fígaro, como la mayoría de los románticos, del estudio; pero tampoco aquellos días turbulentos y de tan movediza base política, eran los más a propósito para una benedictina y bien orientada maceración del espíritu.

De todos modos sabemos, por uno de sus biógrafos, que estudió en diferentes centros de enseñanza: Gramática castellana y latina, Retórica, Poesía castellana y latina, Ritos romanos, Mitología, Matemáticas puras, Taquigrafía, Economía política, Metafísica y Física experimental, Griego y Lógica.

“¿No se lee en este país porque no se escribe, o no se escribe porque no se lee?”. Y tras de burlarse donosa y cáusticamente de quien inventó el escribir, y de la civilización, y del “maldito Gutemberg”, que debió alumbrar su invento bajo la inspiración de algún genio maléfico, exclama: “La mitad de las gentes no lee, porque la otra mitad no escribe, y ésta no escribe, porque aquella no lee”. No hay autores buenos y los que hay, muéranse miserables. Nadie prospera con la literatura, ni los libros y periódicos porfían entre sí, en constante batalla, ni las comedias buenas se ponen en el teatro sino de muy tarde en tarde. Por no ensoberbecer a nuestros comediantes se trata mal a los medianos y peor a los mejores. En fín, el escritor no es profesión, ni afición a leer: una y otra cosa son “pasatiempo de gente vaga y mal entretenida; que no puede ser hombre de provecho quien no es por lo menos tonto y mayorazgo”.

El que así discurría, no podía continuar la tradición de los preceptistas neoclásicos, máxime si se tiene presente la decadencia a que había llegado nuestra literatura. Pero tampoco cayó en los exabruptos del romanticismo francés, como demostrara con gallardía y firme dialéctica al dar cuenta del estreno en Madrid, del Anthony de Dumas. Desentendiéndose de todo lastre erudito- aunque si hemos de decir verdad, muchos de sus trabajos están llenos de locuciones latinas y frases tomadas a autores allende el Pirineo-abomina de citas y de epígrafes. Reprocha a Martínez de la Rosa y a Juan Bautista Alonso que compongan anacreónticas en una época literaria que demanda la inspiración vigorosa y el sentido filosófico y trascendental de Lamartine y Byron . Proclama que nunca nacerá un poeta del estudio de los preceptos. Longino, que tan bien razonó sobre lo sublime, no hubiera dado nunca con él. Boileau intentó pulsar la lira y “Apolo la rompió en sus débiles manos”. Más adelante observará con discretísimo juicio: “La oscura ampulosidad es una montaña que abruma nuestra poesía”. Y aconsejará a los jóvenes poetas “segreguen del fruto precioso el injurioso pámpano que le ahoga”. Parta el pensamiento del poeta, derecho al corazón; aduéñese de él y la palabra fulgurará con destellos de sublimidad estética.

Con motivo de la reposición de La Mojigata, nos hará un afortunado paralelo entre Moratín y Moliére: Bastaría esta prueba de eclecticismo literario, si no pudieran aportarse otras, y son muchas las que en este sentido, cabría aducir para reconocer lo equidistante que se mantuvo respecto de las dos escuelas que se disputaban el cetro del arte. Bien está que se diga, observa, pues es justo, que Moratín es el Moliére español. Empero no se podrá sostener nunca que la citada comedia pueda compararse con el Hipócrita del comediante francés, si exceptuamos el desenlace, infinitamente superior en La Mojigata, porque Moliére estuvo poco afortunado al terminar sus obras.

Entiende Larra que el mérito más notable de Moratín consiste en la pintura local de las costumbres de su tiempo y en el empleo de los modismos de la lengua, quedando por bajo en el conocimiento del corazón humano. Sin que quiera decir esto que el autor de El Sí de las Niñas y de El Café desconocía los afectos que nos agitan y mueven. Moliére es de una comicidad más candorosa, trasluciéndose menos el poeta a través de ella. Presenta las situaciones por sí solas sin que asome el autor con sus propios pensamientos. Moratín, en cambio, no contentándose con presentar simplemente a los ojos del público el cuadro ridículo, interviene con su sátira en la acción, mezcla en ésta su parecer y la salpimenta con su personal mordacidad. “ Moliére es más universal que Moratín: éste es más local; su fama, por consiguiente, más perecedera e insegura” ¿Cabe mayor moderación en sus palabras e incluso exactitud en el juicio, y no es de extrañar una y otra circunstancias si tenemos presente que Moratín inspiraba tan poca simpatía a los renovadores de 1830?

El objeto del poeta cómico, nos dice en otra parte de su profusa labor periodística, es la corrección del vicio; pero los caminos que conducen a este fin son diversos, pues no cree en la exclusión de género alguno. Lo mismo puede llevarnos a este resultado la ironía y la parodia de nuestros vicios, como la fiel reproducción de aquellos males de la sociedad que intentamos corregir. Moliére, mostrando el lado ridículo de las cosas puede haber corregido a los más pundonorosos. Kotzebue a los más sensibles presentándonos el dolor de nuestros males humanos. Es decir, que ambas sendas van a parar a un mismo objeto y para conseguir tal cosa bastará que el poeta pinte siempre la verdad y huya de la inverosimilitud. Principio general, nacido de la naturaleza, refrendado por el sentido común, y que ningún clásico, por rígido que sea, puede recusar. Los poetas modernos no solo lo han reconocido tiempo ha, sino que muchos de ellos no han vacilado en emplear a la vez ambos recursos, refundiendo los dos géneros en uno solo. El primero que en nuestro teatro ha seguido este ejemplo ha sido Moratín, en el que advertimos es ta desemejanza fundamental si la comparamos con Moliére. La finalidad moral de una comedia, añade Larra, no la ha de poner el autor en boca de este o aquel personaje, sino que ha de inferirse de la acción misma. Y como en cierta obra muy festejada, de la que era autor Martínez de la Rosa notase que determinadas situaciones escénicas se prolongaban con exceso, en perjuicio del interés dramático, argüirá muy juiciosamente : “Las pasiones tienen un límite, una expresión última, después de la cual nada se puede escribir que no sea para descender”.

La representación de La Conjuración de Venecia, le sugiere atinadas ideas sobre el arte dramático. Recordemos que esta obra, juntamente con el Macía sy Aben-Humeya fueron escalonadamente los primeros hitos del teatro romántico, y que antes de esto, la mayor o menor observancia de las reglas, privaba al autor dramático de libertad creadora.

Nuestro crítico aduce en obsequio de dicha independencia literaria: “Con respecto a la comedia sea en buen hora el espejo de la vida...Pero con respecto a todo lo que no es comedia, examinemos un momento cual puede ser el objeto del teatro”. El orgullo nacional o lo que cabría llamar el amor propio de los pueblos, es el origen del arte escénico. Grecia, por medio de la escena, reproduce las hazañas de sus héroes. Suponiéndose los helenos descendientes de dioses y semidioses es perfectamente lógico que las primeras representaciones dramáticas participasen de la grandeza y sublimidad a que debían su existencia. El argumento estaba integrado, pues, de hechos sobrenaturales, que tenían por máquina principal al cielo y a la fatalidad. De tales modelos habían de deducir los preceptistas sus doctrinales literarios. He aquí la causa de que no interviniesen en la tragedia más que héroes y príncipes casi divinos y que el lenguaje por tan egregias personas empleado fuese, naturalmente, el que convenía a su rango elevadísimo. Destruidas las antiguas creencias, los reyes recobraron su auténtica personalidad humana y la tragedia heroica preconizada por Aristóteles, no tuvo ya razón de ser. Los pueblos modernos, continúa observando Larra, no conciben, por consiguiente, dicho género dramático, que es una “verdadera adulación literaria del poder”. ¿Son acaso los reyes y los príncipes los únicos mortales que se mueven bajo el influjo de los afectos humanos?. Error es que circunscribamos a tales límites el ámbito dramático, ya que de este modo se frustrará su principal objeto. “Los hombres no se afectan generalmente sino por simpatías; mal puede, pues, aprovechar el ejemplo y el escarmiento de la representación el espectador que no puede suponerse nunca en la mismas circunstancias que el héroe de una tragedia”. ¡Valiente y tajante manera de argüir en días en que el dogmatismo literario de los pseudoclásicos forcejeaba aún en los dominios del arte, y en que la semilla sembrada a voleo por Böhl de Faber y don Agustín Durán no había florecido del todo y por el contrario mostrábanse irreconciliables enemigos de la libertad creadora Lista, Quintana, Hermosilla y demás partidarios del clasicismo!

En la rápida ojeada que sobre la historia e índole de nuestras letras nos ofreció en su artículo intitulado Literatura, hallaremos también además de su profesión de fe, algunas atinadas apreciaciones, si no bien del todo originales, pues sabido es que en estas actividades del espíritu, salvo raras excepciones, no hacemos más que repetir las mismas cosas bajo forma diferente. Y si acaso descubrir en las ideas algún matiz nuevo o relaciones entre sí no advertidas hasta ahora.

A juicio de Larra nuestra literatura, impregnada del orientalismo que nos transmitieran los árabes e influida por la metafísica religiosa, pues teología y moral fueron los objetos principales y casi únicos, cabría decir de nuestro áureo pasado, podría asegurarse que había sido “ más brillante que sólida, más poética que positiva”. Los escritores españoles no hacían otra cosa que moverse de continuo dentro de unos mismos angostos límites. “Una causa religiosa en su principio y política en sus consecuencias, apareció en el mundo”. Causa que había dado el impulso investigador a otras naciones, pero que reprimida y perseguida en España impuso a nuestro espíritu creador el nec plus ultra, tornándole estacionario. Razones locales, insiste más adelante, impidieron el desenvolvimiento intelectual y naturalmente el literario.

Larra fue un enamorado de la libertad. No debe por tanto sorprendernos que añorase los fulgores de esta prerrogativa humana, en días en que o no brillaba nada o con tal palidez que apenas hería nuestros ojos. Es más Fígaro habla de la muerte de la libertad nacional, que ya había recibido un funesto golpe al venirse abajo las Comunidades de Castilla y que a la tiranía religiosa añadió la tiranía política (él es quien subraya y así deberá entenderse en lo sucesivo cuantas veces sigamos subrayando). De aquí que nuestra literatura, preponderante respecto de las demás naciones, por efecto del impulso anterior, no tuviese carácter sistemático investigador, trascendental, es decir, útil y progresivo.

Si la palabra hablada, o escrita, no es otra cosa que la exteriorización de las ideas, arguye con relación al purismo literario, habrá que reconocer la necesidad de un desenvolvimiento progresivo del lenguaje, sin el cual no existiría la correspondencia indispensable entre el pensamiento y sus signos exteriores. “Marchar en ideología, en metafísica, en ciencias exactas y naturales, en política, aumentar ideas nuevas a las viejas de hoy a las de ayer, analogías modernas a las antiguas y pretender estacionarse en la lengua que ha de ser la expresión de esos mismos progresos, perdónennos los señores puristas, es haber perdido la cabeza”. Y al socaire de este razonamiento, al que nada opondríamos, si de él se hiciera mesurado uso, defiende a Cienfuegos, “el primer poeta que teníamos filosófico” (¿acaso Fray Luis de León no fue en sus poesías un neoplatónico de primer orden?) de la inculpación que se le hizo de ser poco respetuoso con la lengua castellana. Toda esta doctrina literaria la resume Fígaro en la pregunta siguiente, que es la que debe formularse ante todo término nuevo: ¿Para qué sirves?, en vez de aquella otra: “¿De dónde vienes?” que solemos hacer.

Lamentándose del estado de nuestras letras en los días en que él hacía mucho tiempo sin saber si tendríamos una literatura por fin nacional o si continuaríamos siendo “una posdata rezagada de la clásica literatura francesa del siglo pasado”. Larra rehusó a los escritores de su época. Detestaba aquella actividad literaria que, según él, se reducía a atavíos de expresión, sin nada debajo; a sonetos y odas de circunstancias. Quería que nuestras letras nacieran de la experiencia y de la historia y que fuesen, por consiguiente, “faro del porvenir”. Literatura estudiosa, analizadora, filosófica, profunda, si hemos de emplear sus propias palabras, maestra de verdades, que presente al hombre, no como debe ser, sino como es, para conocerle, y que sea el espejo a donde vayan a mirarse las ideas del siglo, esto es, su ciencia o progreso intelectual.

La descomposición interna de España, con sus corruptelas políticas, su ordinariez e indolencia, habían instigado el agudo y cáustico ingenio de Fígaro. Y nuestra decadencia literaria, la incultura y sordidez espiritual que reinaban en los distintos elementos sociales, nuestro apartamiento casi absoluto de la vida activa del espíritu, circunstancia que nos hacía ir muy a la zaga de los demás pueblos, fueron también acicate de su pluma, de su mordacidad y de su ambición regeneradora.

La sátira no puede ejercitarse en cualquier medio. Requiere ciertas particularidades y condiciones, sin las que su venenoso aguijón ningún efecto produciría. Solo la relajación moral de lo grandes pueblos o la inepcia y desgana imperante en las situaciones a que nos lleva la desorganización social, que era el caso nuestro, son atmósferas adecuadas para que la sátira cumpla su cometido purificador.

No deja de estar muy en su punto el paralelo que establece al enfrentar, con motivo de la representación de Teresa, de Dumas, a este autor dramático con el otro coloso del teatro francés en aquellos días: Víctor Hugo. Nuestro gran crítico Menéndez y Pelayo- que no fue tan solo un enumerador de títulos y nombres, como se ha insinuado demasiado a la ligera por algún vidriosillo asmático escritor de hoy- hízose sucintamente eco de las siguientes semejanzas, en su Historia de las ideas estéticas. Dumas, nota Larra, tiene menos imaginación, pero más corazón que Víctor Hugo. Cuando éste nos asombra, bajo la influencia de su estilo poético, aquél nos conmueve, desentrañando profundadamente los afectos humanos. El uno es más osado, más colosal, imprime en sus obras dramáticas el sello candente del genio; pero se extravía por efecto de su propia grandiosidad creadora. El otro penetra más hondamente en el corazón de los hombres. Es más psicológico que poeta. Las situaciones de sus dramas, tienen menos pomposidad lírica, pero son, en cambio, más reales, más conformes con nuestra verdadera naturaleza.

El estreno de Hernani le proporciona otra ocasión en que reiterar este mismo juicio respecto del gran poeta francés.

¿Cuál es el fin del arte?, se pregunta Fígaro al dar noticia en la prensa madrileña de la representación de Margarita de Borgoña. “¡Retratar la naturaleza!”, replica decididamente. Pero ni la naturaleza es tan tímida y morigerada como la vieron nuestros clásicos, ni tan impetuosa y anárquica como la pintaron los románticos. Larra rechaza la languidez de ciertas comedias encuadradas en los preceptos de la escuela; pero repugna de igual modo las exageraciones y abultamientos del teatro romántico. Ambos sistemas difieren de la realidad, de la auténtica naturaleza de las cosas, y por eso conducen a dos extremos opuestos, reprensibles: la insipidez o la monstruosidad. Pero si la avaricia, en determinadas ocasiones y considerándola desde diferente punto de vista, trueca su ridiculez en violencia y ofrece al espectador el peligro de caer en pasión tan detestable, hágase también en buena hora, con tales recursos, un “drama fúnebre y lacrimoso”. En uno y otro caso habremos reproducido la verdad que la naturaleza nos ofrece y cumplido, por consiguiente, el objeto de retratar a los hombres.

De todo esto colige Larra que si la pintura de un avaro que promueve a risa, enmienda según los clásicos a los que padecen tan aborrecible dolencia moral ¿por qué la descripción activa de un asesino que nos llena de espanto no ha de corregir también a los criminales? El argumento parece como si se dirigiera, no solo contra timoratos espectadores, sino contra la crítica neoclásica que había patentizado más de una vez su disgusto e incluso su repugnancia respecto de ciertas monstruosidades llevadas a la escena. Lista, sin ir más lejos, venía declarando reiteradamente este criterio literario. Mas, arguye Larra, ¿qué es Edipo y Yocasta? ¿Qué clase de gente es toda la familia de Atreo? ¿Quién Medea, Fedra y Nerón? “Parcialidad nada más y miseria en los juicio de los hombres”. Fígaro no anda remiso en recusar los horrores y monstruosidades que además de ser inverosímiles están mal presentados. Pero mientras no ocurra así, se mostrará partidario de todos los géneros y escuelas. La literatura, prosigue, no puede ser nunca otra cosa que el espejo adonde van a reflejarse las ideas y los hechos de la época. Dirijamos una mirada retrospectiva a la Europa de las cuatro décadas. ¿Ha sido la sangrienta literatura romántica la causa de las revoluciones sufridas durante este lapso de tiempo o dichas conmociones sociales las que han producido el género romántico?

La actitud de Larra, como vemos, estuvo equidistante de los postulados estéticos que, en su tiempo, porfiaban por triunfar entre sí. Pero el neoclasicismo iba de capa caída; arrastraba entre desdenes y desaires de los turbulentos innovadores, su corcusido manto real, y la flamante escuela romántica, aunque estigmatizada por su propia teratológica facultad creadora, se imponía merced a su atuendo lírico, a su brillante imaginación y a su emotiva sensibilidad.

El eclecticismo literario de Larra proclama de un modo incontestable su talento crítico y la independencia de su juicio. Dotado de una vigorosa mentalidad, de donde proviene todo su prestigio literario, pues en aquellos días eran escasísimas estas personalidades verdaderamente típicas y trascendentes, no se sometió a ninguna disciplina partidista. Ensalzaba lo bello allí donde se producía. Repartía su admiración, por decirlo así, entre los buenos modelos del reformador movimiento estético y aquellas figuras literarias de la escuela clasicista, como Moratín, el hijo, que podían resistir las duras e implacables embestidas del tiempo.

La característica fundamental de Larra, como ya hemos observado al estudiar su prosa costumbrista, fue el pesimismo. Cualidad substancialmente negativa que le entronca con los más genuinos románticos. Su agria melancolía, su desacuerdo respecto cuanto le rodea, el lanzar dardos enherbolados contra personas y cosas, como si la creación entera, hubiera de ser blanco en el que ejercitar la puntería, no es sino la consecuencia natural de esa pesimista concepción del mundo que se había forjado, ya por propia inclinación discursiva, bien porque la vida española de su tiempo contribuía con su negra imagen a este estado fundamental del ánimo.

Difícil será encontrar en sus trabajos, sobre todo en los de crítica social y política, un rincón de luz clara, alegre y profusa. Una exclamación que no chorree sangre. Muchas veces estos estados del alma son fingidos o cuando menos exagerados. El renegar de todo, el abominar de la vida, como si fuera durísima carga en vez de codiciado privilegio, de los seres bien organizados para disfrutarla, es una actitud preconcebida, un deslizamiento de nuestra conciencia hacia situaciones impuestas por la moda o poco menos. Larra no era así. El estado de su ánimo respondía a íntimas conmociones del espíritu, a una estructura moral bien dispuesta para el cultivo y florecimiento de tales ideas. Su pesimismo está en su organización interna, como la sabia está bajo la corteza del árbol y fluye desde las raíces, hasta las ramas y las hojas. Schopenhauer, por ejemplo, a pesar de ser el campeón del pesimismo filosófico y defensor del suicidio, vivió setenta y dos años. Y lo que es más contradictorio, huyó, como alma que lleva el diablo, de una epidemia de cólera. Larra, en cambio, puso fin a su vida, violentamente, cuando contaba veintiocho años de edad. No era pues, un vano especulador de ideas y sentimientos, que adopta una postura filosófica, tan distante de la realidad viva de la propia existencia, sino un terrible fray Ejemplo, refrendador de su hastío, con la muerte. Y, sin embargo, no nos atreveríamos a asegurar, ni debemos, por consiguiente inferirlo de cuanto va dicho, que fuera uno de esos espíritus pesimistas y nefarios que sienten el morboso afán de destruir por destruir, que se complacen voluptuosamente en acumular trazos sombríos en torno de las cosas y que acaban por comunicar su propia desolación a los demás. Si su incisiva acrimonia aparece en momento de íntima y sincera decepción, es para dejar libre el camino a nuestro genio creador, que se consumía en la inactividad, en la imitación servil y miseranda, o en poner en lengua española cuantos otros sentían o pensaban. Entonces restalla el látigo de la sátira y levanta en las carnes ateridas de los secuaces tremendos verdugones. O cuando el hedor de descomposición interna de España le irrita y encorajina, y clama, entre ironías y burlas de buido alcance, contra todo lo que, ya por el ascendiente de la tradición o por propia e ingénita desgana, se opone a nuestro desenvolvimiento espiritual.

Los tajos y mandobles de su pluma no siempre se dirigen contra el pasado o el presente. Con motivo del estreno de Felipe II, nos hace esta profecía: “Insistimos en la idea enunciada de que el teatro caduca, y acaso no será necesario que pasen siglos para verle desaparecer completamente del mundo”. Y si hemos de atenernos a las modestas ambiciones de nuestros autores dramáticos de hoy y a la trasijada personalidad de nuestros comediantes, no anda muy lejos de cumplirse, en lo que toca a España, la predicción de Fígaro.

Tras de notar la gran porfía que sostienen el clasicismo y el romanticismo no es más que la consecuencia de ese “desasosiego mortal que fatiga al mundo antiguo”, proclamará crudamente: “El público, al levantarse el telón, está ya como el autor en el secreto de lo que le van a decir, y la vida del teatro es más bien que vida un movimiento galvánico comunicado a un cadáver”

Fígaro era un descontento del mundo en que vivió. Todo su esfuerzo mental tuvo por objeto apartar de los hombres de sus errores. Ponerle bien delante de los ojos, mediante la sátira flageladora, sus torpezas, convencionalismos, contradicciones y cobardías. Las ideas alumbradas entre latigazos y apóstrofes siempre nos repelen, porque nos dañan. Pero si no sólo aguantamos valerosamente el trallazo, sino que nos detenemos a considerar el fondo de verdad incuestionable que hay bajo la envoltura de las palabras, acabaremos reconciliándonos con el autor de la invectiva e incluso doblegándonos al imperativo de sus ideas.

Terrible decepción debió de sentir Larra en medio de la sociedad falaz y corrompida de su tiempo. ¿Cómo vamos a sorprendernos que atraído por la fuerte tuforada romántica que trascendía del Dogma de los hombres, de Lamennais, viera en estas nuevas doctrinas sociológicas, tan impregnadas de honda sentimentalidad y de tan pegadizo influjo, la panacea de todos los males presentes? A juicio de Larra, la teoría del exaltado sacerdote y filósofo francés, descansaba en estas dos verdades trascendentes: la necesidad absoluta, ya que como decía Voltaire, no ha existido pueblo alguno ateo, de una religión en todo estado social y el derecho común de los hombres, tan preciso como la religión, pues como ella, se funda en la naturaleza, a no atribuirse más predominio sobre los demás que el que estos mismos quieran otorgarle.

Asentado el principio de que blasfeman contra la Providencia, los que niegan la perfectibilidad del género humano: -“¿Qué importa para el orden establecido, para ese coloso que marcha, creciendo siempre, que una, diez, cien generaciones se hayan hundido sin tocar en la perfección?- dos cosas había que tener presente en el imperfecto estado de la sociedad: la verdad última a la que nos dirigimos y el medio de lograrla.

No nos compete, dilucidar si las teorías de Lamennais fueron el delirio de una mente arrebatada por el ideal revolucionario o la interpretación literal del Evangelio. Pero sí es conveniente dejar testimonio de estas páginas, de las relaciones que circunstancias relacionadas con la aparición entre nosotros de las Palabras de un creyente, provocaron en el espíritu de Larra. El temor de que puedan considerar subversivo el hecho de traducir a nuestra lengua dicha obra, dado el desacuerdo que aún existía entre las ideas de Lamennais y el actual estado de la sociedad, hace razonar así a Larra. Sería un crimen forzar la voluntad existente; pero explanar unas doctrinas para convencer a los hombres; sembrar hoy a fin de coger mañana, no es alterar ni subvertir el orden establecido, sino abrir el camino a los cambios y modificaciones del futuro. “Sólo el sable es peligroso; la palabra nunca”. ¡Cómo se nota en la fruición con que Larra propugna la libertad del pensamiento, la natural reacción contra anteriores períodos de estrangulación de la palabra escrita¡ ¡ Y cómo no si esta libertad del hombre respecto de la expresión hablada o escrita de sus ideas y sentimientos, junto con la responsabilidad correlativa, ha sido siempre postulado indeclinable de los pueblos¡ ¿Cabe pensar en la dignidad de un alma amordazada? ¿Podemos abatir a título civilizador, de progreso humano, estos principios y sustituirlos por moldes rígidos de elaboración mental, esto es, hacer con la cabeza lo que no hacemos con los pies, ni con el cuerpo, ya que cada pie y cada cuerpo tienen el zapato y el traje que les corresponde?

La palabra, continua observando Fígaro, no ha modificado jamás de la noche a la mañana la estructura moral del mundo. Mientras más prematuras son en un estado social determinadas ideas, menos peligro representan, pues vienen a ser como “la semilla oculta y encerrada en la tierra hasta el tiempo de la germinación y del desarrollo”. Y añade: “La mentira impresa y propalada cae por sí sola, y puede ser rebatida con la palabra misma. Por el contrario, la verdad impresa y propalada triunfa, pero triunfa a fuerza de convencer, triunfa sin violentar, y este es el más bello triunfo posible”.

Larra fue, como vemos, un paladín de la libertad del espíritu, e incluso reputó verdadero crimen el empeño que ponían los gobiernos en coartarla. “No sólo privan de un derecho a su generación, sino que asesinan en su germen a la posteridad”. Ninguna cortapisa debe ponerse al legítimo afán de los hombres de conocer. Sólo sabiendo todo lo que hay que saber, moviéndose libremente en la esfera de los conocimientos humanos, podemos juzgar las cosas, compararlas entre sí y elegirlas.

Si su artículo Literatura fue una profesión de fe estética, su prefacio a las Palabras de un creyente fue otra profesión de fe respecto de sus ideas sobre religión, moral y política. Cuantos principios en estos órdenes se infieren de dicho trabajo son los mismos que Larra sostuvo en todos sus escritos anteriores. Religión pura, origen de toda moral; tolerancia y libertad de conciencia; libertad civil e igualdad ante la ley. Que los hombres, según su aptitud y sin otros títulos que los de su talento, virtud y mérito, los cuales constituyen la mejor aristocracia, tengan libre el camino de los cargos públicos. Y libertad absoluta, como ya hemos visto antes, del pensamiento escrito.

En un país como el nuestro, tan lleno de prejuicios, de resabios ancestrales, si ha de cargarse un poco la mano en la expresión para identificarnos mejor con el bagaje psicológico a que aludimos, Larra tenía que ser considerado con cierta prevención. Los contemporáneos le juzgaron mal porque no le comprendieron del todo y la posteridad que ha calado hasta el tuétano a nuestro gran satírico, le ha examinado casi siempre a través de la maraña de prejuicios, reservas y salvedades que constituyen nuestro ser moral. Es lástima que sea así, pero no reconocerlo sería como mirar las cosas a cegañitas.

Sin embargo, como contrapartida de todo esto existen y existirán los que pasan por el amplificador de su incondicionalidad admirativa, la figura de Larra, dándole proporciones no solo desmesuradas, sino gigantescas. Es difícil no mezclar con nuestros juicios, nuestras simpatías o resonancias espirituales. Al fin y al cabo, la conciencia no es otra cosa que una fina urdimbre de electos discursivos y sentimentales, y aquel parecer que está desnudo de toda afectividad, por imparcialísimo y justísimo que sea, nos resultará inanimado y yerto.

A nuestro entender Larra fue un escritor de vigoroso talento. Culto hasta donde cabía serlo en aquellos días. De ingenio agudísimo para descubrir y flagelar con mano muy dura, implacable diríamos, el punto flaco y vulnerable de las personas y de las cosas. Independiente en sus opiniones; certero al juzgar nuestros libros de entonces y nuestra escena, esto es, autores y comediantes. De tan sagaz e inquisitivo, nos parece, dentro de la perspectiva en que los años pasados le colocan, adelantadísimo en sus ideas, que hoy no pecan por cierto de inactuales. Y éste quizá sea el mejor elogio que puede hacerse de un escritor. Cuando su mentalidad no queda adscrita a la época en que se ejercitó, es señal de que las ideas que de aquella nacieron tienen carácter de universalidad y de permanencia.