PRÓLOGO: Andrés González Blanco

Nuevo en las letras, bisoño en el ambiente literario de la Corte, pero ya adiestrado y curtido en las lides rudas y en el ajetreo violento del periodismo provinciano, que aguza el ingenio y agiliza el estilo en la vibrante polémica y en el encendido y enconado borbotear de las luchas políticas, llega ahora al estadio de la novelística el literato extremeño don Pedro Romero Mendoza, mozo henchido de bríos y de aspiraciones.

Despunta en las letras con la novela, que es hoy género favorito del gran público. Es tierra la de Extremadura -"extremadamente dura", decía con acre sarcasmo don José Cadalso- que no ha dado con especialidad novelistas, pero sí grandes literatos, pensadores y eruditos, como el propio Cadalso, don Juan Pablo Forner y don Bartolomé José Gallardo; poetas como Espronceda y dramaturgos como López de Ayala… Pero últimamente dio un gran novelista de la generación pasada, Felipe Trigo. Pudo este ejemplo del novelista de Las Ingenuas, trágicamente muerto en el verano de 1916, servir de estimulante a las generaciones mozas de la tierra extremeña para que se consagraran al cultivo de este género, tan del gusto actual.

En la novela del señor Romero Mendoza campea, ante todo, un estilo ágil y fluido, que se desliza suavemente al través de las páginas y que hace leer con gusto y sin cansancio el libro.

El estilo claro, llano y directo, que impresiona vívidamente la imaginación del lector, porque le graba en ella con nitidez las imágenes de los personajes...

El estilo del novelista joven es escueto y frío, sin adornos excesivos ni faramallas retóricas; apenas emplea las imágenes como recursos literarios; poca metáfora, o ninguna, y sobriedad en la adjetivación; en suma, un estilo sobrio, austero, como la tierra que es solar nativo del novelista...

El señor Romero Mendoza tampoco es un novelista regional que guste de reproducir las costumbres y rasgos típicos de sus coterráneos. Por el contrario: para dar un aire más universal y cosmopolita a su primera novela, no solo se sale del circunscrito término regional, sino aun del limitado ambiente nacional....

Y, así, sitúa la primera parte de su novela. El arranque de ella, en París, donde vive la familia Monsalut, cuya prosapia parece ser española, al menos por la parte materna, doña Mercedes Viel...

El jefe de la familia, don Andrés de Monsalut, interviene en los negocios de la gobernación de Francia como uno de los jefes políticos más respetados y temidos por los hombres de la tercera República…

Su esposa, doña Mercedes Viel, de ascendencia galaica, está ya acomodada al ambiente francés; y su hija, Ana María de Monsalut, está casada con René Durven, capitán de lanceros del ejercito de Francia. Para dar mayor verosimilitud al ambiente y al argumento que en él se desarrolla, el señor Romero Mendoza tiene el acierto de forjar una ruptura, plácida y sin complicaciones, entre ambos esposos. En España esa ruptura tan tranquila hubiera sido inaceptable, y más tratándose de un capitán del ejército. Pero he aquí que el novelista, interpretando bien el espíritu francés, hace que, al verse incomprendidos los conyuges, pacten amigablemente su separación moral. "Con la serena concepción que del amor tienen los franceses, pactaron René y Ana maría que solo serían esposos ante la sociedad, y que, dentro de los límites que señalan las pragmáticas del honor, podrían desenvolverse con absoluta independencia"

Independizada del marido, Ana María sucumbe -como era forzoso, dada su juventud y fogosidad- a los embates de un gallardo attaché militar a la Embajada de España… Muy entonadamente concreta el señor Romero Mendoza, en un párrafo sobrio y expresivo, la influencia del donjuanismo tradicional que sobre el español pesa invariablemente. "Había sabido servirse aquél de la leyenda que tejieron los españoles al amparo de Don Migue de Mañara, famoso conquistador sevillano, que robusteció con sus aventuras amorosas la historia de Don Juan"…

De las relaciones con el agregado militar nace una niña, una deliciosa niña, que ve la luz primera en una ciudad del Norte de España, junto a la frontera francesa. Quédanse en España la madre pecadora, la hija inocente y la abuela protectora, en tanto don Andrés de Monsalut, roído sólo por el gorgojo de la ambición, prosigue en sus ajetreos políticos y en sus campañas parlamentarias.

La niña Ana María ingresa en un colegio de Carmelitas francesas, y doña Mercedes compra la finca de los Pazos de Leriño, donde van a residir… Entretanto, don Andrés de Monsalut escala altos cargos en la gobernación de Francia, al calor del movimiento de Unión Sagrada…

Aparece en los Pazos de Leriño el padre Ramón Caballero, hijo de unos españoles establecidos en París desde la guerra del 70, y que habiendo estudiado en España la carrera eclesiástica, se ha oreado a la vez en Europa con auras de cultura nueva...

Viene en calidad de preceptor de Ana María, que ha salido del colegio de Carmelitas francesas... "Es un hombre fino con las damas, ingenioso en la charla con los amigos, ecuánime en los juicios de las cosas mundanas, que no en balde -a pesar de que solo cuenta veintiocho años- ha recorrido medio mundo"...

En suma, es un tipo de sacerdote como para impresionar a una colegiala sentimental. Pues como varón, también el novelista nos lo pinta con colores vivos. ..."De buena estatura, fuerte como un roble, pues lo corroboran la anchura de su pecho y la reciedumbre y amplitud de su espalda. De carnes prietas y aquilatados músculos. Airoso porte, sin remilgos ni tiesuras. La cara tenía un color broncíneo que hacía remate en los labios rojos. El pelo, negro, y los ojos, garzos, de largas pestañas"...

Contar en una reseña crítica el argumento de una novela o de una comedia es como dejarla descarnada y en esqueleto... pero si he de anotar parciales aislados, como la descripción, sobria y breve, pero intensa, de un amanecer en los Pazos... "Cuando la luz, posada encima de las bardas del huerto, tenía palideces, desvanecimientos y en los limoneros brillaba con las últimas púrpuras del sol, se dirigían a la casa. Por los caminos se divisaban bultos que en lo alto de los cerros, semejábanse a pajarracos volando a flor de tierra... "y las evocaciones de Florencia y de Venecia"... Bajo los tilos del jardín daban las lecciones de francés y español. Los primeros días hablóle el padre Ramón de sus viajes por Italia. Las noches amorosas de Venecia, bajo la bóveda del cielo azul, en las barcazas del canal o en las góndolas bañadas de luna... En el Puente de los Suspiros, donde la luz parece brillar con temblores indescifrables... En la Plaza de San Marcos o en el Puente de Rialto, contemplando la llovizna astral sobre la superficie de las aguas de seda...

Después hablóle de Florencia. ¡También el cielo en Florencia tenía alburas de paraíso¡ De Roma, donde las cúpulas de los templos parecen florecer al sol, como los rosales. Otras veces le contaba historias de santos... Era una charla suave, como hojas de leyenda impregnadas de jazmín. Una conversación en que las palabras caían como de un surtidor en lluvia de zafiros"…

"La emancipación femenina no traerá a los pueblos áureas concepciones ideológicas... El secreto de las mujeres reside en su naturaleza, en sus labios de cereza o de amapola, en sus cabellos de sidra o de azabache, en sus ojos negros como la endrina o azules como el cielo, en sus manos blancas como azucenas y nardos, o morenas como pan de maíz. La belleza está divorciada de las máximas de Bossuet y de las doctrinas de Schopenhauer"...

Podemos echar las campanas a vuelo... En Extremadura, tierra hasta ahora de eruditos-desde Francisco Sánchez de las Brozas, El Brocense , y Arias Montano, el gran polígrafo, hasta Forner y Gallardo -tierra de pensadores y filósofos- Donoso Cortés, en lo moderno, y más aún Moreno Nieto -tierra a mayor abundamiento de poetas líricos, de nota vibrante y personalísima, como en épocas clásicas- Joaquín Romero de Cepeda y Alonso de Azevedo, y en los plenos albores del romanticismo, de José Espronceda y de la simpar poetisa Carolina Coronado -tierra donde hay ahora poetas y prosistas admirables, entre los que resaltan José López Prudencio, el autor de Vargueño de Saudades; Abelardo Covarsí, y de poetas tan admirables como Manuel Monterrey y Luis Chamizo; surge ahora un novelista joven, con vigor y con bríos, en tierra que solo ha dado a Felipe Trigo como contribución a la novelística moderna...
El señor Romero Mendoza, como persista en estudiar a los buenos autores y en depurar aún más su estilo, tan sobrio, tan sereno, tan austeramente castellano, ganará nuevos lauros en el género novelesco y podrá ostentar con orgullo su escudo heráldico de literato.

Madrid, 6 de Marzo de 1923


PROLEGÓMENO DEL AUTOR

Un día sentí palpitar el cerebro con latidos angustiosos de maternidad, y este libro que os brindo sirvió de dulce regazo a la idea.
Hacer un libro, condensar los pensamientos de nuestra mente ,aderezarlos, vestirlos con el uso moderno o con los gregüescos y la espada, es relativamente fácil, que en esta edad literaria ¿quién no tiene ínfulas de escritor? Gustar al que leyere; producir en su alma una honda y exquisita emoción; entretenerle y regocijarle, es cosa harto difícícil, que no está desgraciadamente al alcance de todos los meollos.

Bastaría este pequeño prolegómeno si la naturaleza del libro no demandase otras explicaciones. Conocido el instinto de repulsión que a algunos hipócritas y marrulleros sugieren las obras de este jaez, es preciso que ponga los puntos sobre las ies.

Si esta obra ha de ser considerada por los lectores al igual que un edificio por un arquitecto, el autor se da cuenta con facilidad de que en el libro hay una parte flaca: aquella en que Ana María de Monsalut y Ramón Caballero viven solos. El reproche o censura a que pudiera dar lugar esta fase de la novela, hubiese sido evitado fácilmente por el autor, pues bastaría a éste prolongar la vida de doña Mercedes, reduciendo al mínimo la actuación escénica de este personaje, y Ana María y el padre Ramón habrían vivido, moralmente, solos; pero acompañados por doña Mercedes, ante la sociedad.
He huido voluntariamente del procedimiento que queda señalado, porque entiendo que si la humanidad estuviese más capacitada para hacer el bien que el mal, la vida de Ana María y del padre Ramón no habría sido turbada por la maledicencia. Fue precisamente la sociedad la que invirtió los valores espirituales de estos dos personajes, anulándoles la virtud y colocando en el fondo de sus almas el germen del pecado.

Las horas de dolor, de amargo pesimismo por que ha pasado mi espíritu -espectador que sigue con avidez las evoluciones del mundo hacia esos parajes obscuros, donde
son desconocidos el bien, la virtud, la belleza- ,me impulsaron a entregar estos dos personajes a la voracidad de los hombres.

No he pretendido herir con esta obra susceptibilidades, ni creencias, para mi dignas de caros respetos.

En lo que a la originalidad del argumento se refiere, debo confesaros que hace mucho tiempo que pienso del asunto de las novelas lo que de las piedras al ser lanzadas a los ríos. ¿Qué originalidad cabe en la piedra que ha de ir al fondo del cauce, buscando de nuevo el reposo? La originalidad está en la mano ,en el temperamento del que lanza la piedra, en la trayectoria que ésta recorre, en los efectos que produce, porque, antes de llegar al fondo del río ,ha dado ocasión a un sinnúmero de círculos concéntricos, distintos de los que otras piedras, lanzadas anteriormente, produjeron en la superficie del agua..

Por último. No faltará quien atribuya a la obra un fin que no tiene. ¡Falta perdonable y humana ¡He aquí el por qué de estas líneas, que son una invitación y un consejo: El que, libre de prejuicios recalcitrantes, conserve su independencia, siga leyendo, si es su gusto; el que perfume de sahumerios su persona, para evitar contagios pecadores, no prosiga en la lectura, que encontrando lo que no busca, lanzará contra mí su anatema

PASAJES DE LA OBRA

… cuando la luz, posada encima de las bardas del huerto tenía palideces, desvanecimientos, y en los limoneros brillaba con las últimas púrpuras del sol, se dirigían a la casa. En el cielo había una gran mancha de ámbar. Por los caminos se divisaban bultos que, en lo alto de los cerros, semejábanse a pajarracos volando a flor de tierra…

El invierno lo pasaron en Pontevedra, y en los primeros días de marzo volvieron a los Pazos.

Recién llegados al campo, el padre ramón increpó cariñosamente a Ana María.

-Hay que estudiar, chiquilla.

Pero el padre ramón acaso no percibió las redondeces de la muchacha; los ojos, negros; la boca, rasgada, encendida, roja; los cabellos, de azabache, cogidos detrás del cuello en un lazo de seda; el pecho, levantado en una eflorescencia de hechizos adorables; el talle, quebradizo, y los pies, menuditos. Si hubiera visto el Clérigo estas cosas quizás no se hubiera aventurado a llamarla chiquilla.

Una vez, en aquellos paseos que daban las colegialas por las carreteras solitarias, varios muchachos deslizaron en los oídos de las chicas unas frases groseras. Desde entonces; Ana María vióse, al bañarse, madura como los albaricoques, graciosa como un jazmín, blanca como el nardo.

Ana María era una mujercita. Lo pregonaban los ojos, el terciopelo de su cara, la boca rasgada…

-¿Estás contenta, Ana María?- preguntóle el padre Ramón una tarde en la calma del huerto.

-Sí, padre Ramón; contentísima. Allá en el colegio requerían mucho, pero ustedes son muy buenos y me quieren también.

-Te lo mereces todo.

Bajo los tilos del jardín daban las lecciones de francés y español. Los primeros días hablóle el padre Ramón de sus viajes por Italia. Las noches amorosas de Venecia, bajo la bóveda del cielo azul, en las barcazas del canal o en las góndolas bañadas de luna…

No fue el año de cierzos y nieves, pero si de aguaceros torrenciales que anegaron el campo y azotaron la rosaleda del jardín. Y, como todo pasa, pasó también el invierno, y brilló el sol, y enjugóse la tierra, y brotó un buen número de rosas en los vergeles, y los limoneros del huerto dieron un fruto copioso…

El jardín pregonaba el torneo de sus hechizos. Las flores morían de placer bajo la caricia sofocante del sol. Las hojas, los cálices, las corolas, los estambres, henchidos de luz, se desvanecían en un extraño furor de voluptuosidad. Gotas de luz, cayendo en racimos sobre los pétalos de las magnolias, en el terciopelo de los pensamientos, en la seda de los jazmines, sobre las hojas de los crisantemos… Las fuentes ocultabanse entre las matas de helechos y madreselvas, y los cenáculos huían de la luz bajo los entredoses de enredaderas y trepadoras. Luz purísima de matices distintos: azul sobre las crestas de la montaña; blanco sobre los mármoles de las fuentes y los surtidores de níquel; púrpura, al atardecer, como en la cúpula de la casa, policroma y embriagadora, a través de los mosaicos de los ventanales…

…Tenían las de Campo en los Fresnos un palacio fastuoso. En la pradera, que estaba a unos cien metros de la casa, había un tennis, con dos campos, de cemento el uno y de hierba el otro. Enfrente de ellos, y dando esquina a un skating se alzaba un lindísimo chalet, con una terraza, desde donde los invitados presenciaban los partidos de tennis.
Reuníanse en los Fresnos, todas las tardes, durante el verano, Concha España, linda moza andaluza, de ojos garzos, nariz aguileña y pelo negro, con dos pinceladas de carmín por labios; y, al reírse, enseñaba los dientes menudos, blancos como el nácar; Mercedes y Augusta, dos tipos antagónicos, rubia de oro la primera, morena de azabache la segunda, la condesa de Amiel, bajita, menuda, de ojos azules y tez broncínea, que, en el contraste con sus ojos, constituía el único atractivo de su persona; doña Asunción Delgado, una viudita que pisaba los linderos de la segunda juventud.

Entre los varones que frecuentaban la casa de campo de doña Pilar había dos que merecen mención aparte: don Manuel Porréiro y don Juan Gilvert. El primero frisaba en los sesenta años. Alto, enjuto, prieto de carnes. Cuando hablaba don Manuel lo hacía con tan ático lenguaje y derrochaba tanto ingenio, que parecía la contrafigura de aquellos varones del Siglo de Oro que dejaban volar con las palabras los más bellos pensamientos.

Don Juan Gilvert era todo lo contrario de Porréiro. Más joven que don Manuel, dotado de un temperamento exquisito, cuya condición más saliente era la crítica, el examinar las causas de todo lo que existe, el ponderar con escrupulosidad los valores ideológicos del siglo, el no dejarse convencer, por los que inspirados en un grato optimismo, ven todo color de rosa y creen haber descubierto la tierra de promisión, discutía muchas veces con don Manuel, siendo grande el contraste de estos dos varones, pues mientras que uno se colocaba sobre su cabeza el yelmo de Mambrino, y, con lanza en ristre, aventurábase por los senderos del idealismo más puro, el otro haciále tan atinadas observaciones, inglingíale tan duros castigos, echando siempre mano de la realidad y metiéndosela por los ojos, que acababa por destrozarle, obligando, a quitarse el yelmo y colgar la lanza.

Todas las tardes, al terminarse los partidos de tennis, se discutía apasionadamente en la terraza del chalet.

-La mujeres tienen derecho a la vida intelectual -decía Porréiro, con motivo de unos comentarios de Gilvert sobre un artículo de una revista literaria- En nosotros, pobres animales de costumbres existe una aversión al feminismo injustificada. Las mujeres deben intervenir en la vida intelectual. Lo estimo como un derecho en ellas el ejercer este nuevo aspecto del feminismo y como un deber en nosotros el obligarlas a la intervención, a la actuación social.

-¡Oh por Dios¡ -le increpaba Gilvert- No creáis esos desatinos. El feminismo tiene en la vida una actuación determinada. Las mujeres son de una sencillez de espíritu cobarde a toda profunda evolución del pensamiento. Además gobernadas por ellas, la revolución sería inmediata. La mujer es belicosa. Prueba de ello: las circasianas y tártaras. Vancouver asegura que en la costa nordeste de América las mujeres aventajan en valor a los hombres, Isaac -Vossio habla de reinados femeninos en Angola. Es indiscutible que la mujer, dueña de los resortes de la autoridad terminaría con la paz de los pueblos. Montesquieu dice que todo hombre en posesión del poder tiende a abusar de este poder… ¿qué no diría de las mujeres encargadas de gobernarnos?...

-¡Basta ya, señor erudito¡… no me convencéis. Los pueblos piden gente nueva. En América la actuación femenina es un acierto. El feminismo es una nueva corriente cerebral. No creáis en la leyenda guerrera de las circasianas… las circasianas son muy lindas y se contentan con mirarse al espejo.

-Creo que tiene razón Gilvert -intercalaba el barón de Alburquerque- La intervención femenina sería desastrosa.

-¡Calla, calla¡ -le atajaba don Manuel en un tono de lacerante ironía- Los chicos de hoy no debéis intervenir en estas cuestiones. ¿Qué sabéis vosotros de esto?... En cuanto tenéis el título, cerráis los libros y os lanzáis al music-hall, al tennis y al fox-trot. ¡Sois unos pobrecitos, con el cerebro carcomido por los gusanos de la gandulería¡
El barón de Alburquerque reía satisfecho. Aquellas polémicas le agradaban.

-Concretemos- decía Gilvert en tono conciliador-. Porréiro aboga por la intervención de feminismo en la vida pública… ¿no es eso?... porque la mujer suba a los escaños parlamentarios, entre en los Municipios, Ateneos y Academias.

-Si.La mujer tiene derecho a la vida pública-indicaba Porréiro, sin darse cuenta de la sonrisa que la frase había provocado al barón de Alburquerque.

-No lo crea usted, don Manuel. El feminismo, la acción femenina es conveniente, pero hasta un límite prudencial. El intelectualismo femenino fracasó desde la hermana Hroswita, de Gandershein, hasta nuestros días.

-Es decir -replicaba Porréiro-, que todo lo que va desde la monja de Gandershein a nuestros días ha sido un fracaso. ¿Qué fué entonces de sor Teresa de Jesús, de sor Juana Inés de la Cruz, de madameStael, de Jorge Sand, de Fernán Caballero y de tantas otras mujeres sabias, de peregrina inteligencia, de privilegiado ingenio?

-¡Oh, por Dios distingamos¡… No es lo mismo la labor de estas mujeres que la que quiere emprender el feminismo ahora. Las primeras escribieron libros. Las de hoy, sin saber nada de nada, pretenden entrar en las Cámaras, en los Municipios, en las Academias…

-Parece usted un encarnizado enemigo de las mujeres-indicaba la condesa de Amiel.

-No lo crea. Al contrario. Los que tenemos estas ideas somos los mejores amigos de ustedes.

-Acabemos con el concepto tan desfavorable que hemos formado de las mujeres-decía don Manuel, interviniendo de nuevo-. En la antigua Germania no tenían derecho a la libertad…Carecían de lo que los hombres llamaban selbmundia. Hoy los tiempos han variado. La monogamia, establecida por los germanos, fue la reconciliación familiar. Fue, mejor dicho, la colocación de la mujer -esta es la palabra- en la vida del hogar, de la familia.

-Pero es que usted no se conforma con la intervención que el feminismo ha tenido hasta ahora y le pide imposibles a la mujer.

-¿Quién puede conformarse con este abandono en que la tienen? -replica Porréiro.

-¡No es abandono, por Dios¡

-Gilvert, no cabe duda que nos conoce -decía Augusta, la hija de doña Pilar, con la sonrisa pícara en los labios.

-Es extraño que un hombre soltero…-argüia doña Pilar.

-Por eso mismo -replicaba Porréiro-. Porque no sabe de las aptitudes femeninas: Gilvert ha sido toda la vida un enamorado de “lo eterno femenino”, de la frivolidad, y no ha visto que en el corazón de la mujer hay un caudal de bondades, de sentimientos, no despreciable…,y que el cerebro no es una estepa, precisamente.

-La mujer, ha dicho San Juan Damasceno que es una mula traidora, una horrible tenia que busca su guarida en el corazón del hombre -contestábale Gilvert, acercando la boca a los oídos de Porréiro, para que los demás no lo oyesen.

Porréiro le miraba asustado, y Gilvert, haciéndole señas de que era una broma, continuaba:

-Desengáñese usted, amigo Porréiro. La emancipación femenina no traerá a los pueblos áureas concepciones ideológicas… El secreto de las mujeres reside en su naturaleza, en sus labios de cereza o de amapola, en sus cabellos de sidra o de azabache, en sus ojos negros como la endrina o azules como el cielo, en sus manos blancas como azucenas y nardos, o morenas como pan de maíz. La belleza está divorciada de las máximas de Bossuet y de las doctrinas de Schopenhauer.

-¡Ya apareció el ateniense¡ exclamaba Porréiro….

…El autor gustó siempre de la belleza del paisaje; pero es el caso que, ante las maravillas salidas del seno de Natura, enmudeció, con harto pesar suyo. Ahora, ante este conjunto admirable que descubren sus ojos, paisaje emborrachado de luz, quisiera vencer la pícara costumbre en que el pasmo y la admiración hiciéranle caer.

…Al advertir esta placidez de la mañana, se desborda en júbilo y adorable alborozo. La vista siente la caricia de la luz radiante. El cuerpo entero, bajo un cielo azul, con brochazos cárdenos de sol, con festones y penachos de niebla, se crispa y enerva. La luz de estas mañanas de estío estremece el cuerpo, como si fuera una frotación lujuriosa, una picadura de los sentidos alborotados… Es éste un paisaje nacido al conjuro brujo de las frondas, de los pinos y castaños; de las alquerías, que son como manchas de espuma; de las cañadas, extendidas bajo la voluptuosidad del sol.

…En lo alto de la montaña, en los picachos que parecen tocar el cielo, un nimbo de encajes espumosos y nítidos, y en este pintoresco traje que cubre las agrestes cumbres, las peñas, rompiendo el arrequibe finísimo de la niebla, semejan fíbulas de platino, prendidas como aderezo del vestido.¡Las voces de las alquerías, el mugido de las vacas que pastan en los valles, los esquilones de las ovejas que brincan en las cañadas verdegueantes, el chirriar de las carretas, los gritos de los gañanes, el silbo hiriente de los rapaces olvidados del mundo en esta paz bendita de los campos¡… El autor siente fervoroso entusiasmo por el paisaje. La luz clarísima, diluida en las copas de los árboles; la cumbre de la montaña, pintada de ámbar en los atardeceres; la canturria de los arroyos de cristal, son para él brujerías y hechizos de la naturaleza, admirable conjunto que es sorpresa de los ojos y pasmo del espíritu…

…Cuando el padre Ramón y Ana María se retiraron del cuarto, doña Mercedes, que deseaba quedarse sola para reflexionar sobre las palabras del Clérigo, reconstituyó toda la escena, desde el momento en que el padre Ramón dijo a la viuda de Monsalut que solo él tenía el deber de no abandonar a Ana María, hasta aquél otro en que el Clérigo, en un instante de sinceridad que luego hubo de pesarle, mostró a doña Mercedes aquellos días amargos de su juventud, cuando habiendo brindado al amor un rinconcito de su alma, se sintiese enamorado de una mujer que, antes de ser espiritualmente suya, había prodigado sus caricias en los sotabancos de Paris…

¿Cómo era posible -pensaba doña Mercedes- que un hombre que amó tanto en su juventud fuera a seguir viviendo con Ana María, solos los dos frente a un mundo de donde había huido la virtud? Porque los hombres, envenenados por las pasiones más violentas, no buscarían las causas que obligaron a vivir juntos a un clérigo y una doncella, sin más lazo que un tierno afecto, sino que pondrían en lo peor, y las virtudes del padre Ramón, forjadas, según confesión suya, en el yunque del sacrificio, no serían reconocidas por nadie.

Había, pues que descartar la solución del Clérigo. Claro que procurando disuadirle de sus propósitos, pretextando que la malignidad humana no entendía de virtudes; que los hombres, cediendo a ese instinto de perversión que llevan dentro -que no ha sido capaz de disimularlo la civilización del presente siglo, donde cada vez parece ser más puro y diáfano el concepto de la justicia, la idea del bien, pero donde el escepticismo burlón y desaprensivo ha dudado de la virtud-, se encargarían de atropellarlos con sus murmuraciones, con sus calumnias; arrojando la baba libidinosa sobre el ampo de sus almas…

…Desde los Pazos hasta Oviedo hicieron el viaje, Ana María y el padre Ramón, en el automóvil de la viuda de Campo. En Oviedo tomaron el tren de Santander para seguir la ruta de Bilbao, San Sebastián y Madrid.

-¡Adarzo,un minuto¡…

-Anda, prepárate -le indicó el Clérigo a Ana María-. La primera estación es la de Santander, y no tardaremos por cima de quince minutos.

Ana María se puso el abrigo de viaje; colocó sobre el asiento los bultos de mano y se asomó después a la ventanilla. Una vez en la estación de Santander, y hecho cargo un mozo del equipaje, decidieron ir a pie hasta el hotel Continental. Santander ofrecía un aspecto muy triste. La niebla, encima de los tejados, era como una lona húmeda que lo envolviera todo. Junto al puerto la niebla era más intensa.

Al día siguiente de llegar a Santander recorrieron el puerto, sucio, borroso, de un olor a lona embreada. Un buque de carga vaciaba sus mercancías con una grúa. Junto al buque, unas barcazas con los mástiles torcidos, abarrotadas de sacos y cajones. En la proa de una de ellas, un hombre durmiendo con la cabeza entre las manos y el cuerpo encorvado, roncaba desaforadamente, siendo el hazmerreír de los compañeros, que, sentados sobre las mercancías, descansaban del trajín de la carga… Al muelle se acoplaban embarcaciones de todos los tamaños; vapores con la chimenea humeante; buques de carga atiborrados de fardos; barcazas y lanchones gigantescos con la panza repleta de carbón; naves con las velas plegadas y humedecidas por la niebla. A lo largo del muelle los pescadores extendían las redes para coser sus rotos, y un intenso olor a alquitrán, enrareciendo la atmósfera, hacía el aire irrespirable…
Para bajar a la playa tomaron un tranvía. A la derecha del Sardinero se erguía el palacio de la Magdalena sobre la meseta del monte.

Cuando volvieron al hotel parecía que sobre la ciudad gravitaba una plancha de plomo. El Clérigo indicó a Ana María la conveniencia de emprender, al día siguiente, el viaje a Bilbao.

Llegaron a la capital de Vizcaya a la hora de comer. En la ría, y junto al puente de Isabel II, grandes barcazas se acoplaban al muelle. La ría, ensanchándose a espalda de La Vizcaína, estaba llena de embarcaciones: buques de dos chimeneas, vapores pequeños, pintarrajeados de amarillo y rosa, con la panza sobre las aguas dormidas. Al pasar por el Ensanche entraron en La Concordia a descansar, humedeciendo el gaznate con unos vasos de cerveza.

Permanecieron tres o cuatro días en Bilbao, y una mañana tomaron el expreso de San Sebastián. Al atravesar el puente de Isabel II, para dirigirse a la estación de ferrocarril, pasaba por debajo el tren de Portugalete, lleno de obreros. En la ría, rojiza, continuaban los lanchones con sus barrigotas repletas de cargamento. En la orilla del muelle, grandes pilastras de mercancías: toneles, sacos, cajas de tamaños diferentes. Un vapor remolcaba varias gabarras con carbón mineral. Pasado el puente, la muchedumbre, pegajosa, hacía el tránsito imposible.

El trayecto de Bilbao a San Sebastián gustó mucho a Ana María. Entrando en Guipúzcoa, el paisaje es cada vez más lindo. A uno y otro lado de la línea van surgiendo pueblos pequeños. Pasado Deva, hay un corte en la montaña, un hueco entre dos montes que deja subir las aguas del Cantábrico hasta el terraplén del ferrocarril. Después, el tren se interna en la montaña a través de los túneles interminables.

-¡Añorga, un minuto!…

-¿Faltará poco, verdad? -le pregunta Ana María al Clérigo, asomándose a la ventanilla.

Al llegar a la capital guipuzcoana tomaron un coche, que les dejó a la puerta del hotel Londres.

Aquella misma tarde la dedicaron a ver la ciudad.

Los demás días fueron a Hernani, Pasajes, Irán y Fuenterrabía. En el topo pasaron a Hendaya, por encima del Bidasoa, que se extiende como línea separatoria de naciones. En Fuenterrabia subieron al castillo de Carlos V, arruinado, derruido en su mayor parte. Desde la terraza se descubre un amplio horizonte: Irún, Hendaya, el litoral francés, con sus hotelitos de una linda y gentil arquitectura. Junto al puerto, ya río adentro, están los astilleros, las casas del pueblo, que, desde lo alto del castillo, parecen viviendas infantiles, liliputienses…

Cuando regresaron de Fuenterrabia a la capital de Guipúzcoa empezaba a anochecer.
San Sebastián, con las luces como puntos luminosos desdibujados por la niebla, no recordaba en su quietud cadavérica la balumba de veraneantes, los teatros y cines, la terraza del Casino con la Sinfónica, los fuegos artificiales en Alderdieder, iluminando la orilla del Cantábrico con su torrente de piedras preciosas…San Sebastián parecía una ciudad dormida que se fuese esfumando bajo la niebla, hasta borrarse totalmente y desaparecer como una visión. La quietud de la ciudad, vista desde el topo, no recordaba aquellos párrafos que Alburquerque le dedicaba, en su última carta a Ana María; y ésta sin atreverse a indicárselo al padre Ramón, llegó a sospechar como las condiciones imaginativas de Alburquerque habíanse prodigado en su epístola.

Al día siguiente, por la mañana, salieron de San Sebastián para Madrid. Llamábale poderosamente la atención al Clérigo la exuberante floresta que se descubría desde el asiento del expreso; la abundancia de aguas, que eran como láminas de cristal tendidas sobre el campo; aquellas sábanas inacabables de verdor; los árboles de dulce sombra y la montaña de alta cresta,como si hubiera querido perder sus cumbres en el azul infinito del cielo… "He aquí la más ilustre representación del Arte -pensaba el Clérigo, mirando a través de la ventanilla del expreso-. De un Arte vivo, palpitante, subyugador, que tiene luz, agua, árboles y montañas. De un Arte que penetra en los sentidos, halagándolos; que despierta en el espíritu la idea estética, que induce dulcemente a la adoración, al éxtasis…Y cuando el pasmo culmina en nosotros, un túnel largo, interminable, nos sume en la ceguera… ¿No será, acaso, este continuo pasar túneles una condición más del paisaje, que después de ofrecerse a nuestros ojos, nos introduce en el seno de la tierra para que nos enteremos del secreto de su maternidad?. Al salir, vuelve la alegría a los ojos, hácese más plácido el clima, más linda la montaña, más perfumosa la floresta, más rumoroso el río. Vuelve la retina, ávidamente, a recoger el panorama. Respiran con ansia los pulmones, deprimidos allá en el seno de la tierra. Al huir la inclemente obscuridad del túnel, vuelve a atravesar la luz sobre los cristales de la ventanilla del expreso, y el aire, grato, acariciador de la montaña, nos envuelve en una oleada de frescura"…

Habían llegado a este extremo las reflexiones del padre Ramón sobre el paisaje de Guipúzcoa, cuando el viajero que ocupaba el asiento de enfrente, y que había subido en la estación de Zumárraga, aventuróse a preguntarle si iba muy lejos. Díjole el padre Ramón que aun le restaban muchas horas de viaje, puesto que no se apearía hasta llegar a Madrid; y fue motivo éste para que charlasen durante el largo trayecto sobre temas diferentes, ora de libros, ora de viajes, y hasta de política, pues, según el viajero, que resultó ser director de un periódico madrileño, nuestro país atravesaba momentos muy difíciles.

Tras una larga discusión sobre cuestiones políticas, llegó a decir el viajero, quitándose los lentes y metiendolos en una cajita de metal:

-¡Cómo se conoce que vive usted alejado de la política ¡Nuestros gobernantes no tienen disculpa. Han cometido desde el Poder atropellos sangrientos, inmoralidades y villanías… Se lo dice a usted quien, desde hace muchos años, está al frente de un periódico de oposición. Porque, no lo querrá usted creer, pero hemos vivido siempre al margen de los gobiernos, esperando el primer tropiezo para caer al momento sobre ellos. Nuestros políticos, debido al clima, a este clima meridional que invita a la holganza, a la comodidad, a las ideas fáciles, que no estorben, ni dificulten las funciones gástricas, tienen algo del espíritu de Maquiavelo, y están más dispuestos a hacer el mal que el bien… Para que nuestros políticos puedan realizar cumplidamente su gestión directiva sería necesario despojarles del estómago; mientras no les supriman este órgano, España seguirá descoyuntándose.

Después de una pausa siguió:

-Recuerdo con este motivo una anécdota a que dieron lugar los políticos de Rusia. Claro que la anécdota se refiere a los políticos que intervenían en la dirección de Rusia antes de la guerra europea. En Rusia, como usted sabe, a consecuencia del despotismo aristocrático y del trono arbitrario del Zar, nadie pensaba en otra cosa que en la revolución… Un día se publicó la siguiente noticia en uno de los diarios de San Petersburgo: "El célebre doctor Kirkupin ha inventado la forma de que los enfermos del estómago puedan ser despojados de este órgano, viviendo sin él y alimentándose de unas inyecciones especiales, cuyos efectos duran un mes”… La noticia, desde luego inverosímil; pero lo curioso era el comentario que venía a renglón seguido: El gran pueblo ruso -decía- tiene su salvación mandando como enfermos del estómago al doctor Kirkupin, a todos los políticos que intervienen en los destinos de Rusia. ¡Quitadles el estómago y serán unos excelentes gobernantes! ¡Desistid, pues, de la revolución, porque los protagonistas de la revolución, con estómago, serían tan funestos como los políticos que nos gobiernan ahora!.

-¡Está bien! exclamó el padre Ramón.

-¡Que si está bien!…

Esta anécdota sangrienta habría que referirsela a nuestros políticos. Pero me parece, que ni por esas.

-¿A nuestros políticos nada más? -le replicó el padre Ramón- Muy alejado estoy de la política, como usted dice, y del mundo, porque hace bastantes años que vengo viviendo en el campo, apartado de todo mundanal ruido… Mi ignorancia en cosa de política es tan grande, que si he de decirle verdad no sé en estos momentos quiénes son los mortales que nos gobiernan. Pero, a pesar de todo, sin tener que hacer un gran esfuerzo de memoria, recuerdo perfectamente cuáles eran hace diez años las condiciones características de los españoles, y supongo que no habrán variado. De lo cual colijo yo, que no debiera limitarse ese despojo de estómagos a los que intervienen en la vida pública, sino que debiera extenderse a otros muchos españoles que sin actuar políticamente, notan antes los arañazos del estómago que los del cerebro.

-¡Que duda cabe! -exclamó el viajero, que estimaba muy oportunas las razones del Clérigo-. Pero el mal de abajo desaparecería en cuanto ocupasen el Poder hombres puros, intachables, que tuvieran la conciencia de cristal. Crea usted que como sigamos así, vamos a ver cómo arrastran por las calles de la corte el cadáver de algún personaje…

El mozo del restaurante dio el aviso para pasar al comedor. Tuvo, pues, que suspenderse la conversación, que se reanudó de nuevo en las proximidades de Burgos, y que duró hasta cerca de Madrid…