INDICE

"El Chupao"
La corbata de lazo
El mar
Permuta
El boleto
Juan el poeta
En el refugio
Lo increíble
El pozo
El psicopático "trotamundos" y otros dos más
No ha salido el sol
Un drama rural sin derramamiento de sangre
La bondad de los hombres
La intrusa
Bajo la rueda
Un sentimental
El vendedor de ideas
¡No basta¡

"El Chupao" (Pasajes del cuento)

Nadie sabía a ciencia cierta de dónde había venido y de qué vivía.Los que se creian bien enterados aseguraban que prestaba dinero en pequeñas cantidades, a un tipo de interés que excedía en mucho el límite con que la ley restringe la codicia de mohatreros y chupabolsillos. Otros proclamaban a los cuatro vientos que el sostén de aquella casa era la mujer: Rosarillo. Costurera de oficio, aportaba el fruto contante y sonante de su trabajo. Como cosía bien, sus pretensiones remunerativas eran modestas y su carácter apacible y simpático, se hacian lenguas de ella en cualquier parte a donde iba a coser, no estando ociosa ni un día siquiera al año.

Si las costumbres y hechos del marido dejaban mucho que desear -había estado por estrupo y lesiones graves en la cárcel y tenía fama de cobrar el barato en todos los sitios que frecuentaba-, la conducta de Rosarillo, en cambio, era intachable por cualquier lado que se la mirase.

Circunspecta, lindando con la timedez; muy ama de casa, en la que se recluía tan pronto terminaba su labor de fuera y asistía al Rosario; y sobre todo, esto último, ferviente practicadora del culto religioso.

Recién llegados a la ciudad,los vecinos creyeron que aquella beatería de Rosarillo tenía su porqué. Convencida ella, pensaron de los malos hábitos del Chupao, que solía salir a reyerta diaria de sus borracheras, amancebamientos y truhanerías, se había dado a las prácticas religiosas no por hondo convencimiento, sino para contrapesar en la balanza de la estimación pública, ya que, pesando tanto uno de los platillos,a lo único que podía aspirarse era a que la balanza estuviera en el fiel. Mas pronto se percataron de que la anteomanía de Rosarillo nada tenía de falsa y convencional. Oía misa todos los día, antes de comenzar su costureril tarea domiciliaria. No faltaba al Rosario una sola noche y hasta, cuando sus ahorros se lo permitían, confeccionaba algún trapito para el culto.

De este matrimonio de tan antagónica psicología nació un hijo: Gabrielillo. Equivocóse en sus cuentas al arribar a este mundo y su anticipación fue causa de que se criara esmirriadillo y canijo. Rigor de las desdichas, en lo que atañe al capítulo de las enfermedades, no sufrió solamente las propias de la niñez, sino que contrajo otras dolencias correspondientes a la edad adulta, con lo que nunca salió de su física pobretería. Unos ojos negros, hundidos en los nichos de las órbitas; el pelo, lacio, tirando a castaño; las orejas, tan separadas de la cabeza, que parecían soplillos, por lo pegadas y sobrepuestas; la nariz, un poco respingona y olfateante -una de esas narices oledoras que son muy frecuentes por ahí- y la boca, de labios finos y descoloridos, como los de su madre.

Gabrielillo fue el fruto tardío y revenido de unos amores entreverados de vicisitudes y amarguras.

Pero aquel hombre fanfarrón, quisquilloso, quimerista, que daba un navajazo a uno por cualquier nadería, que había tenido más de una manceba, faltando, por consiguiente, a la fidelidad conyugal, que levantaba muertos en los garitos y galleaba en las casas de lenocinio y hacía beber vino, quisieran o no quisieran, como vejación y escarnio, a los frecuentadores de tabernas y colmados, era un padrazo. En lo tocante a esto nadie le aventajaba. ¡Gabrielillo! ¡Cómo le quería; como chocheaba con él; qué acariciarle y besarle, y darle cuantos gustos estaban al alcance de su mano, y gastarse bien las perras en ponerle majo en las festividades, y hasta vigilar sus deberes escolares, cuando más enterilla y recia aquella naturaleza, podía cumplirlos!

Una carantoña del rapaz bastaba para que el rostro alargado y agrio del Chupao se humanizara y alegrase...

EL MAR (Pasajes del cuento)

-Hace cinco años, un 15 de febreo perdí a mi mujer. Nos encontrabamos en Berlín, a cuya Embajada había sido yo destinado. Mi esposa sufría una vieja lesión cardíaca que le imponía grandes precauciones y cuidados. Una noche me avisaron a la Embajada que le había dado un nuevo ataque al corazón. Por mucha prisa que me di en acudir a casa. Cuando llegué acababa de expirar. Para reponer mi quebranta salud, pues llevaba una vida nuy intensa de trabajos diplomáticos, juntamente con actividades literarias y científicas, solicité del Gobierno unas vacaciones, y en compañía de mis hijas Olga y Anuschka me trasladé a un pueblecito de Bretaña, no muy distante de la costa.

Los hombres de tierra adentro, yo, como usted sabe, soy moscovita, sentimos una gran admiración por el mar. Penetrados profundamente de la llanura esteparia, inmóvil, seca y uniforme, comprendemos más de súbito el encanto dinámico del mar, su movilidad, bríos y resonante lenguaje, y, extasiados, pasamos horas y horas en su contemplación.

Habiamos alquilado una casita que equidistaba del pueblo y del mar. Por la mañana, tan pronto nos echabamos fuera del lecho a la orilla del mar nos ibamos, y por la tarde, tras un ligero reposo del almuerzo, nos restituíamos a su compañía...

Una tarde descubrimos un nuevo rincón. Era como una ensenada. Aunque el mar batía en todos sitios con fuerza, aquí parecía más tranquilo, o si no menos impetuoso. La costa ofrecía a los empujes de las olas los duros contrafuertes de los acantilados. Una playa angosta, reducida, como pequeña rotonda, avanzaba ligeramente hacia el mar. En medio de este espacio arenoso erguíase un peñasco, de varios planos escalonados que remataban en una especie de pináculo, lo suficientemente ancho para sentarse en él con relativa comodidad.

Olga y Anuschka, tras de jugar en la arena un buen rato, treparon al primer plano rocoso, cuyos entrantes y salientes ofreciéronles nueva diversión, sin elmenor peligro para ellas. De la playa a este primer plano no habría de seguro, más de un metro de altura. Las fuertes angulosidades del peñasco, sus hendiduras y oquedades atraían a las dos pequeñas, que desaparecían enéstas para volver a aparecer por elextremo opuesto. Mientras tanto, yo, subido a la cima y acomodado en ella, de espaldas a tierra, había sacado un libro de bolsillo y quedado preso en sus páginas.

No habría transcurrido una hora, cuando un grito de Olga me sustrajo a la lectura.

-¡Papá, estamos rodeados de agua!

Miré en torno y vi que el peñasco en que nos encontrabámos era ya como un pequeño islote. Bajé apresuradamente de la cima. Las orillas del primer plano, bastante inclinado, habían desaparecido bajo el agua. Me descalcé con la mayor rapidez posible; remanguéme el pantalón hasta muy por encima de la rodilla, y con la natural precaución anduve como tres o cuatro metros por la prona superficie de la peña...

La noche se echó encima y el fuerte aire que se había levantado se convirtió en ventarron. Esta circunstancia empeoró el trance en que nos hallabamos. Las olas eran cada vez más violentas y el zumbido del viento más terrible y asustador. Comenzamos a sentir en el rostro y en las manos las salpicaduras del mar, que se batía impetuosamente a nuestros pies.

-Tengo miedo, papá- dijo Olga, que era la que más cuenta daba del peligro que corríamos...

JUAN EL POETA (Pasajes del cuento)

Casi todos los pueblos suelen tener un hijo célebre o un tipo popular, cuando no ambas cosas a la vez. El hijo célebre puede ser un político, un pintor, un novelista, un torero, un médico o un abogado. El tipo popular es generalmente un tonto o un lisiado o un curandero o algo por este orden. El de Villaplana era un tributario de las musas: Juan, el Poeta.

Nadie sabía por qué estaba allí, de dónde era o de dónde había venido, o cualesquiera otras circunstancias, que pudieran arrojar algo de luz sobre su vida. Un día, hacía ya muchos años, ingresó en el hospital de la Merced. Advirtió la superiora que Juan sabía leer y escribir y entendía bastante de cuentas, y lo tomó a su servicio. Bajaba a trabajar a la huerta, cuidaba de las vacas, iba al mercado, con la hermana encargada de este menester, y se traía a la cabeza, en un hermoso cesto de mimbre, las verduras y las frutas adquiridas, pues la huerta del establecimiento era pequeña e insuficiente, por lo tanto para cubrir las necesidades de la casa. Del hospital pasó Juan a la estación, como guardagujas. De la estación al Juzgado, y del Juzgado, al Ayuntamiento.

No tardó el secretario en reconocer las prendas de Juan. Había a la sazón en la secretaría una vacante, y Juan dejó la portería de la Casa Consistorial para ocupar este puesto, más concorde con sus aptitudes.

Mísera era la soladada que recibía: cuarenta duros al mes. Pero como no le arruinaban las cuentas del sastre ni del zapatero, ni conocía tampoco ninguno de eos vicios, como el tabaco, el vino, las cartas, que constituyen una verdadera sangría en la economía de cada uno, vivía sin holgura, pero sin estrecheces.

Dada la manera de ser de Juan, la vida en el pueblo no le suponía dispendio alguno.A las nueve de la mañana ya estaba en la oficina, de dónde no salía hasta la hora de comer. Parte de la tarde se la pasaba también en el Ayuntamiento despachando algún quehacer que no había tenido tiempo de concluir por la mañana. Las horas libres que le quedaban durante la primavera solía pasarlas en un pinar que había cerca del pueblo. Alli se tumbaba bajo un pino de dulce y acogedora sombra; cruzaba los brazos por debajo de la canbeza, apoyaba ésta en ellos y, mirando al cielo, quedaba inmóvil horas y horas. El secretario del Ayuntamiento, don César, decía que iba allí a soñar y a contar las estrellas. Era don César un hombre socarrón, dicharachero, conmás conchas que un galápago.

Llevaba al frente de la secretaría tres o cuatro lustros. Conocía al dedillo, por su larga experiencia burocrática, todos los secretos de la administración municipal. Para él no constituía ningún escollo, ni le producía la menor preocupación, liquidar un presupuesto con deficit. Cuando iba a la capital, bien acompañando a don Nicasio, el alcalde, bien solo, a los pocos momentos de conversación con el gobernador civil, con el delegado de Hacienda o con el inspector provincial de Sanidad, se había adueñado de sus voluntades. Era un ignorantón en todo lo que no se relacionase con la administración municipal, pero con aquél decir suyo reposado y juicioso, en el que intercalaba alguna amena ingeniosidad o algún dicho cáustico y picante, se daba mañana parecer todo lo contrario. Juan era su brazo derecho.

-¿Quiere usted, Juan, leer ese borrador del escrito que vamos a dirigir al señor gobernador y ponerle las haches en su sitio?

Don César tenía la manía de ponerle una h delante de todas las palabras que empezaban por vocal.

Juan cogía la pluma y, ya tachando aquí, ya transfiriendo la susodicha letra muda de unos vocablos a otros, corregía el escrito de don César, devolviéndoselo después a éste con estas sencillas palabras:

-Ya está.

Juan era sobrio, callado, de un carácter más bien tímido e irresoluto. Esto es lo que parecía, al menos, deducirse de sus actos.

Vestía con la modestia que le imponía su escaso numerario. Había traje que le duraba seis y siete años. De aquí que no fuera raro ver cómo se transparentaba el tejido de la chaqueta por los codos o el antebrazo y como aparecían deshilachados los pantalones por su doblez...

No entendían gran cosa de versos, ni don Nicasio ni don César; pero como no se pòdían imaginar que Juan fuese capaz de componer ni siquiera unas coplas de esas que cantaban los mozos del pueblo las noches de ronda, decidieron darle una broma, que acabase con aquellas inclinaciones líricas, tan en desacuerdo con los arbitrios municipales, que era el trabajo que en la secretaría tenía encomendado Juan.

Avisóse a don Floro, a don Pompeyo y a don Apolinar para que no faltasen el próximo domingo a la tertulia del alcalde. No le fue fácil a don Cesar convencer a Juan para que asistiera a la tertulia y les leyese en ella sus versos. Pero intervino el alcalde, y Juan, muy a pesar suyo, no tuvo más remedio que decir:

-Si usted lo manda,no faltaré a su casa el domingo.

Llegó ese día, esperado como el santo advenimiento por el pedante, que se prometía, a cambio de las supuestas "berzas" de Juan, hacer un derroche de sus conocimientos poéticos.

Nada entendía don Apolinar de estas cosas. Don Floro fuera de las traducciones de poetas latinos, que había tenido que hacer en el seminario, sólo recordaba haber leído algunas posías de Gabriel y Galán. Además le pareció poco caritativo ir deliberadamente a reirse de las bobadas de un desdichado.

A pesar de la juiciosa observación del párroco, que el pedante rebatió con algunas citas clásicas, Juan se vio ante aquellos jueces que iban a juzgar sus versos y que no eran precisamente del mismo rango jerárquico de aquél otro de que nos habla Cervantes en su Viaje al Parnaso...

-¿Qué género cultiva usted? -le preguntó el pedante-. ¿El lírico? ¿El épico? ¿El narrativo? En España tenemos excelentes poetas narrativos, ninguno épico y algunos, aunque pocos, líricos. Nuestro temperamento poético propende más a la narración que a la introspección lírica.

-Bueno; pero ¿se puede saber a qué hemos venido aquí? -le interrumpió don Floro- ¿A oirle a usted, o a que Juan nos diga sus versos?

-Guárdese el aguijón el señor canónigo -repuso don Pompeyo.

-Qué... aguijón ni que ijada¡ -exclamó don Apolinar con su voz de chantre de capilla-. Si no se calla usted ¿cuándo cuernos, vamos a oir a Juan?

Don Nicasio hizo ademán a éste para que empezase cuando gustara. Juan se retrepó ligeramente en la silla, carraspeó, descruzó las piernas y, mirandose las manos, que le temblaban, dijo:

La verdad y la mentira
son iguales en la vida

-¡Bien, sí, señor muy bien! -exclamó el pedante, con una sonrisilla irónica desleyéndosele en los labios-. Es un dístico de irreprochable hechura; con rima asonantada. Si hubiera que clasificar a usted habría que colocarle en el grupo de los poetas escépticos y pesimistas, al lado de un Heine, de un Leopardi -y después, dirigiendose a todos los presentes- ¿Qué les ha parecido a ustedes?...

...sin remontarnos en el tiempo, nuestro poeta Juan Ramón Jiménez ha escrito un cuento del que es protagonista, ¡y qué protagonista, señores!, un asno.

Juan no dijo nada, pero asentía con la cabeza a las palabras del pedante. -Veamos, veamos esa poesía sobre el gato -dijo don Floro, dando una larga chupada a su habano y sacudiéndose la ceniza que había en la sotana.

Juan dijo, con voz reposada y un poco sentenciosa:

Si buscas tres pies al gato,
pierdes el tiempo, son cuatro

-¡Admirable! -exclamó el pedante- .Veo que cultiva usted con el mismo acierto la poesía filosófica que la satírica.

Juan le miró con sus ojos dulces y añadió:

-"La campana".

-Cuidado, ¿eh?, mucho cuidado -le interrumpió don Pompeyo-. Sobre la campana hay ya una composición de Schiller, autor, como ustedes saben, del Don Carlos y de Guillermo Tell, dificilmente superable. Nuestro Hartzenbuch ha puesto en verso castellano esta bella poesía del vate alemán...

-Con estas ilustraciones, que podía usted suprimir -rezongó don Floro-, nos priva usted del gusto de oir cuanto antes a Juan.

-Juan sonrió y dijo:

El sonar de la campana
fastidia tan de mañana

-¡Bien, cáspita, bien! -intervino ahora el secretario, que vivía al lado de la iglesia parroquial-. Eso va por usted, don Floro...

-"El Ayuntamiento" -anunció, siguiendo la norma de indicar el título de los versos antes de decir éstos.

Don Nicasio y don César se mordieron los labios para no reir. Don Apolinar de naturaleza mas exuberante e incontenible, lanzó una risotada.

No denotó Juan el menor disgusto y, con aquella impertubabilidad que mostraba a pesar de su aparente timidez, dijo:

En esta santa casa
no se sabe,en verdad,qué es lo que pasa

...Si quieren ustedes -dijo Juan, mirando a los demás con sus ojos un poco vagos y soñadores-, podemos elevarnos un poco.

-Naturalmente que sí -exclamó don Floro, dando un sorbo a la copa de anís que tenía delante.

-Pero...cuidado con no elevarse demasiado -advirtió don Apolinar-, porque las caidas son terribles. Yo temo más a una caida que a una coz.

Don Nicasio tras espantar las moscas que había encima de la mesa,llenó de nuevo de anís las copas.

Juan, que se había retrepado un poco en la silla, continuó:

¡Hay, qué miedo me da de las palabras!
No hay nada comparable
al augusto silencio de dos almas

-¡Cáspita! Esto son palabras mayores -observó don Pompeyo- ¿Quiere usted repetir ese verso?

Juan volvió a decirlo con una voz,si cabe más dulce y soñadora.

-¿Los ha escrito usted? inquirió don Floro.

-Sí,señor -contestó Juan, sin levantar casi los ojos del suelo.

Hubo un silencio muy breve, pero muy profundo. Se oyó el revoloteo de las moscas sobre la mesa. Juan continuó:

En la mente, un clavo ardiendo
taladrándola;
una rueda de molino
sobre el alma.
¿Para saber de una vida,
no te basta?

-¡Admirable! palmoteó don Pompeyo

-¡Admirable! -corroboró don Floro, y cogiendo una mano a Juan entre las suyas, añadió:

¡Bien se ha quedado usted con nosotros! Nos lo merecemos. Bien sabe Dios que me opuse a esta broma. No creo que mi alma se hubiera condenado por dejarme llevar algunas veces del placer de la mesa, ni por fumar algún habano que otro. Pero ahora temo que esta participación mía en esta burla me acarree un serio disgusto ante el tribunal de la penitencia.

-No hay parto sin dolor -adujo el pedante-. Hemos asistido al parto de un poeta, y Juan ha tenido que sufrir el dolor de una broma estúpida.

Juan, sonrriente, exclamó:

La vida es un aguijón
clavado en el corazón

-Déjese de burlas, amigo -protestó don Nicasio- Hemos ido a por lana y hemos salido trasquilados.

Don Pompeyo rogó a Juan que recitara otras composiciones que, sin duda, habria escrito, y que no fueran como éstas, verdaderos "comprimidos líricos".

Juan titubeó un momento,pero cedió por último a la invitación de don Pompeyo.


Hoy se ha roto la bruma dorada que al valle envolvía
y no he visto la imagen soñada por mi fantasía.
¡Tanto tiempo esperando impaciente el instante anhelado!
¡Ni una sombra siquiera en el valle de cuanto he soñado!
Y así pasan amargos los días en esta tristeza
sin hallar tras la bruma de oro la soñada belleza

...Miraba a Juan y no acababa de convencerse. Veía sus botas con una corteza de suciedad; los dientes amarillos, podridos, desiguales; el cuello de la camisa desapareciendo bajo los pelos del cogote; los dedos de uñas largas y enlutadas; las cerdas del bigote, espeso y áspero, cayendo sobre el labio superior. No era aquello la imagen de un poeta...

Don Floro preguntó a Juan si había compuesto alguna poesía mística o, al menos, de asunto religioso. Y Juan, que habia perdido ya el control de su persona, puesto en pie recitó un fragmento de su posía El Amado.

Era una imitación de Fray Luis de León y de San Juan de la Cruz. El poeta busca al Amado por los risueños valles, por la espesura de los montes o por las cañadas deliciosas. Lo ha visto desclavarse del madero de la cruz, en el rústico altar de una humilde ermita campesina, y va en pos de el; pero, de pronto, se le pierde en la bravura del monte, en la lívida claridad del amanecer, "cuando aún la noche con la luz porfía". Cubre su casta desnudez con la ropa del Calvario. La luz que despide su cuerpo va iluminando todas las cosas. Su túnica de lino, las hierbas que pisa, el aljófar virginal de los prados, el soto, la cañada, "de mirto y de verdor engalanada". El poeta pregunta a las brisas, a las flores, al rio, a los labrantines, a los zagales, a las aves del cielo, si han visto pasar al Amado. Ha bajado de la cumbre a la pradera, llevando tras de sí todos los hechizos de la estación primaveral.

Y prendido en la fimbria primorosa
de su túnica alada
el albo lirio y purpúrea rosa.

Va cubierto de suave palidez su rostro.

Y en el rojo costado
profunda llaga de rubí encendida
como cáliz sagrado
de generosa sangre bien colmado.

Despues el poeta mira en torno suyo y contempla todos los encantos que le rodean. El bosque, el rio, ”como cíngulo de plata”, los cercados amenos, los enracimados frutos que penden de los arboles, las rústicas colmenas “de miel sus celdas llenas”, los viejos troncos de los arboles ceñidos de hiedra trepadora, y oye el canto aprendido de las aves y el rumor del viento.

Dirigiéndose, por último a todos los hechizos de la naturaleza, les vuelve a preguntar por el Amado, si le vieron cruzar.

El alma atribulada
de agudos dardos mil atravesada...

pues herido de la luz de sus ojos y atado al dulce yugo

del célico poder de su ternura,
como buscan las aves blando nido
o la ensenada el barco en su derrota.
Así mi corazón busca al Amado,
¡puerto feliz de mi barquilla rota!

Don Floro se levantó para abrazarle. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Don Apolinar, le tendió su mano de hércules, y don Nicasio tuvo la gentileza de levantar su copa, que aún conservaba un poco de anís, y de exclamar:

-¡Por nuestro poeta!

Mientras Juan habia ido recitando el fragmento de su poema, parecía como si se hubiera transfigurado. No se le veía la cabellera enmarañada y sucia, ni las cerdas del bigote cayendo sobre los labios...

NO HA SALIDO EL SOL (Pasajes del cuento)

Como todas las noches y a pesar del consejo de don Emilio, mi médico de cabecera, me había acostado inmediatamente después de cenar. Una cena muy sobria. Espinacas cocidas, un filete de merluza y unos gajos de naranja rociados ligeramente de azúcar. Tenía algo de tensión y había que ser frugal a la mesa.

Dormí como un bendito y, a la mañana siguiente, también como todos los días, a excepción de los festivos, en que me quedaba un poco más en la cama, entró mi mujer a llamarme.

Eso había creído yo al menos.

-¡Pedro! ¡Pedro!- exclamó. Levántate en seguida. Son las ocho y no ha salido el sol.

-¿Qué dices?- repuse, sin despertar del todo.

-¡Que te levantes de prisa! ¡No ha salido el sol!- y, al mismo tiempo que me hablaba así, me movía para que me despertara.

Rezongué un poco, extrañado de aquella manera de llamarme y, restregandome los ojos con el dorso de las manos, me incorporé en el lecho.

-¡Vamos, hombre; qué pesado eres! ¡No ha salido el sol!

Me di cuenta ahora del tono casi patético de aquellas palabras, pero sin comprender la razón de ello.

-¿Qué no ha salido el sol?- pregunté.

-No, no ha salido el sol- repitió mi mujer, con la misma voz angustiada.

Comprendía a medias. Me calcé rapidamente, me puse los pantalones y la chaqueta y me dirigí al balcón entreabierto. Era de noche, o al menos lo parecía. El alumbrado público continuaba luciendo. Pasaron algunas personas y advertí que en los balcones de enfrente había varios vecinos asomados.

-Qué raro, ¿verdad? Oí que me decía uno de ellos-. Acaban de dar las las ocho en el reloj de la torre y no ha amanecido aún.

-Marchará mal el reloj-observé.

Pero miré el mio de pulsera y vi que, efectivamente, marcaba las ocho corridas.

-Si, es extraño- aventuré.

En el cielo lucían las estrellas. Pasó un coche con los faros encendidos.

-¿Qué ocurre?- preguntó uno de los vecinos a alguien que cruzaba la calle.

-Que a estas horas debía ser completamente de día, y ya ve usted- replicó.

Se entabló un diálogo breve y apremiante. El reloj de la torre marcaba la hora verdadera. En el Ayuntamiento estaban reunidas las autoridades. Debía haber amanecido hacía más de dos horas. En el mercado el público iba de un lado a otro, y aunque algunos graciosos e inconscientes se permitían hacer chistes, la mayoría de la gente denotaba inquietud y nerviosismo…

A la semana, la tensión del público había aumentado notablemente. La fantasía popular, a falta de notícias concretas sobre la situación del mundo, tejía audaces fábulas. Yo, que soy por naturaleza muy reflexivo, vi en todo esto como la preparación de un fatal desenlace. Los mitos son como los balbuceos de la historia. Toda gran verdad parece al principio como una gran mentira.

Lo cierto es que las notícias que cada uno podía agenciarse eran por demás inquietadoras. Escaseaba el carbón, el petroleo y el aceite. Las lamparillas, velas y linternas habían desaparecido del mercado. Los paises exportadores de petróleo tenían cerrados sus puertos.

-Pero ¿y la teoría del bien común, padre?- observó mi hijo con voz agria y ademán descompuesto.

-Por encima de la teoría del bien común está el instinto de conservación, hijo- le repliqué.

Se hablaba de que los rios del norte de Europa estaban helados; que habían empezado las talas, en masa, de los bosques; que los pantanos de nuestro país, en sus regiones más frás, comenzaban a helarse también, con lo que aumenmtaba el peligro de disminuir la energía eléctrica. En las casas los muebles viejos e inútiles servían de combustible para cocinar y calentarse.

Como las talas de árboles se hacían en medio de la mayor obscuridad, pues hubo que suprimir las hogueras, no solo porque constituían un gasto irreparable de madera, sino porque, azuzadas por el viento, ponían en peligro a los bosques de hayas y pinos, se producían múltiples y terribles accidentes. Al principio se acudía en auxilio de los que caían bajo los troncos; después, se desentendieron de toda práctica humanitaria. Los ayes de dolor y las voces de socorro eran dramáticamente desoídos.

Empezó a hablarse de suicidios colectivos. Aumentada por la desaparición del sol, la frigidez de ciertas zonas habitadas del planeta, las poblaciones habían iniciado el éxodo en medio de la obscuridad y guiadas por las estrellas, hacia tierras, de momento más hóspitas y acogedoras. Pero muchos renunciaban a la problemática experiencia y preferian atentar contra la propia vida…

Un día, cuantas gestiones habiamos hecho para adquirir una lata de carne congelada, resultaron inútiles. Ya hacía una semana que escaseaba en la ciudad, y no nos cogió de sorpresa nuestro fracaso. Hacía un frío intensísimo. No bastaba nuestra abundante ropa a hacerlo más llevadero. Aunque acostumbrados a la obscuridad nuestros ojos, no pudimos evitar tropezar con un muerto que había en la acera, y caimos de bruces sobre él, mi hijo y yo. Sentí en el rostro y las manos la frigidez y la tiesura de aquél cuerpo, que sabe Dios el tiempo que llevaría allí abandonado. Nos incorporamos y seguimos la búsqueda por la ciudad. De tarde en tarde aparecía un portal débilmente iluminado, o nos cruzábamos con alguien que iría de seguro a lo mismo que nosotros. Una lúgubre campana sonó a lo lejos. Regresamos a casa con las manos vacías. Aquella noche no cenamos. Mi mujer se acostó, pero mi hijo recebó el hogar con un leño. Presentí lo que iba a suceder. Hacía tiempo que esperaba, y temía ese momento. Mi hijo fue rectilíneo.

-Padre, he decidido matarme.

Trate de convencerle. Hice cuanto pude por provocar el diálogo, pues pensaba que, una vez enzarzados en una discusión de esta índole, no me faltarían argumentos que esgrimir en contra suya. Le dije que Dios nos daba la vida y que solo El podía quitárnosla. Que son impenetrables sus designios y que, en trances como éstos, es donde hay que poner a prueba el temple de nuestra alma y la convicción de nuestras creencias.

Nada conseguí con tales razonamientos. Mi hijo se encerró en un mutismo absoluto. Yo le miraba, pero él miraba la lumbre del hogar. Había enflaquecido enormemente y se le señalaban mucho los huesos de la cara.

Al día siguiente di cuenta a mi mujer de lo ocurrido. ¡Una inquietud más que sumar a las que minaban nuestro pobre corazón¡. Acordamos vigilarle y no volvió a salir solo al monte.

Nunca había sido la sociabilidad el carácter más específico de nuestra vida. Mantuvimos relaciones superficiales con nuestros vecinos, y como había llegado un momento en que prevalecía sobre todos los sentimientos humanos el de la propia conservación, sin que tal objetivo lo extendiéramos a los demás, nada o muy poco sabíamos de las familias que vivían al lado.

Una noche -determinábamos por las estrellas que conocíamos y con una precisión muy relativa, la hora que era- oímos unos pasos, que se paraban junto a la puerta, y después el golpe que habíamos sentido más de una vez en la calle. Era lo que en la ciudad se conocía con el nombre de "las parihuelas de la muerte".

Alguien había sucumbido en la vecindad.

-Uno más, uno menos -observó mi hijo, que llevaba varios dias sin despegar los labios. No experimentamos la menor curiosidad por saber quién era. Dada la poquísima luz reinante, nos hubiese sido dificil determinarlo; pero, además, temíamos tener que abrir el balcón por el intensísimo frío que hacía fuera.

Parecía que se nos habían apagado todos los deseos. El desenlace esperado lo vislumbrábamos cada vez más cerca. Aquella situación no podía durar ya mucho. El pensamiento apenas daba testimonio de actividad. Todo lo que habría de ocurrir más tarde o más temprano era cosa olvidada de puro sabida. La resistencia colectiva se mostraba cada vez menor, si existía aún. Nuestra supervivencia povendría solamente del esfuerzo de cada uno por sostener una postura por demás insostenible. ¿Qué atractivo podía ofrecer una vida así? ¿Merecía la pena prolongarla a cambio de tan tremendos sufrimientos? La luz interior se apagaba como una llama a la que falta el aire.

Llegó lo que tanto temía: la lucha feroz por la existencia. No me explicaba que en tales condiciones el instinto de conservación siguiese ejerciendo tan tremenda tiranía. Pero así fue. Si unos atentaban contra su vida, otros querían vivir a todo trance. Dos objetivos eran necesarios para esto: la carne y la leña. Los almacenes y los comercios fueron asaltados por las turbas. No había fuerza alguna que las contuviese. Las revoluciones son movidas por las ideas, pero aquí los sangrientos disturbios provenían no de las ideas, sino del hambre. En la continua noche que nos envolvía, los gritos, las imprecaciones y los ayes producían espanto al corazón más templado.

Mi hijo y yo tuvimos que precavernos, con sendos cuchillos de caza, contra un posible ataque.

Huíamos de la gente que andaba por las calles; pero había que salir de casa por fuerza, pues la carne congelada, el sebo y la leña no podían faltar si queríamos susbsistir.

Se codiciaba más la leña que la carne. Por eso la ida al monte equivalía a jugarse la vida a acada instante.

Una vez nos conminaron a abandonar el monte. Habíamos derribado un pino y estábamos partiendolo en pedazos que fueran transportables.

-¡Largo de aquí!- exclamó alguien a mi lado.

Mi hijo alzó el hacha, dispuesto a descargarla sobre la cabeza de quien nos había hablado.

-¡Quieto!- le ordené con voz imperiosa y dirigiéndome al grupo cuyo inminente ataque era de esperar, observé contemporizador: Podemos partir la carga.

Por toda respuesta recibí un golpe que no pude esquivar, pero que no iba dirigido a mi cabeza, sino al brazo cuya mano empuñaba el hacha. Mi hijo descargó la suya sobre el bulto que tenía más cerca, y al que abatió. Arremetí yo también contra otro, que cayó de bruces para no levantarse más. Había sido todo tan rápido, y tan certero el ataque por nuestra parte, que los tres o cuatro que quedaban en pie, acobardados e irresolutos, poco tardaron en emprender la huida.

Fue mi bautismo de sangre. Mi hijo me enrrolló fuertemente su cinturón al brazo herido, para evitar que me desangrase. Después y con gran dificultad, tiramos de los dos gruesos pedazos en que habíamos partido el árbol, y a los que previamente atáramos una cuerda.

Desde aquel instante cambiaron profundamente mis ideas. Vi en los demás no a semejantes, sino a enemigos a los que había que dominar. Cualquier ruido me ponía en guardia. Nunca abandoné el cuchillo, y pensé también que quien da primero da dos veces. Todo el edificio de mi racionalidad y de mi conciencia se vino abajo…