Cuando recuerdo aquellos días tan lejanos de la adolescencia -colección de estampas que perduran en la memoria sin que el tiempo consiga borrarlas-, siento cómo se mezclan en mi corazón la alegría y el dolor. ¡Tantas veces se han interrumpido las horas plácidas y serenas de los primeros años de mi vida con las inquietudes que los que están cerca de nosotros depositan en nuestras almas, como larvas venenosas!…

Vivía con mis padres, Sergio Ruiz y Eulalia Álvarez, y mi hermanita María de los Dolores, en un pueblo de Castilla. ¿Su nombre?... Para qué. Uno de esos pueblos asentados sobre la llanura castellana, bajo el sol, férvido de la Mancha.

Mi padre cuidaba de la hacienda de los señores condes de Monsalut, de quienes mi abuelo paterno había sido mayordomo. Y, precisamente, como pago a los buenos servicios prestados por mi abuelo, su hijo don Sergio obtuvo la administración de las fincas del conde.

Don Juan Manuel Turiso, conde de Monsalut, tenía esos defectos que, por lo general, son tan corrientes en los hombres cuya envidiable posición económica les consiente vivir con independencia. Que sólo así triunfa la voluntad de los mayores obstáculos, y los caprichos encuentran holgadas vías de realización, y no hay deseo que se malogre, ni propósito que se tuerza, y nos hacemos dominantes e imperiosos, antipáticos y groseros. Nadie nos lleva la contraria, ni nos estorba, ni obstruye el camino que, sólo con iniciarse el anhelo, se traza delante de los ojos. El mundo acaba por parecernos pequeño. Si nos sentimos optimistas, en él plantaremos perfumosos vergeles que nos embriaguen. Si el dolor, encontradas abiertas las puertas del corazón, traspone sus umbrales, el mundo será un mar agitado y proceloso por el que naveguen los bajeles de la pasión humana…

Muertos los padres de don Juan Manuel a los pocos años de contraer éste matrimonio con doña Clemencia Aranaz y Olate, tomó posesión de sus haciendas, y poco acostumbrado a seguir otros caminos que los que le marcaba su propia voluntad, imprimió a los negocios nuevo rumbo, tropezando unas veces y aumentando, otras, los beneficios.

Desentendióse, desde luego, de los consejos de don Sergio. Más experto y versado en estos menesteres; divorciándose de cuantos proyectos se maduraban en el cerebro de mi padre, que para obtener mayores ganancias en la venta de los granos, del corcho, de las lanas y de los vinos -las cuatro fuentes principales de la riqueza de don Juan Manuel-, los creía de su pertenencia. Si mi padre aconsejaba vender, el exclamaba: ”¿Vender?... Comprar, habrá usted querido decir.”

-Nos convendría comprar dos yuntas de bueyes antes de que se nos echen encima las labores de la siembra- argüíale mi padre.

-¿Para qué?- respondía al momento, torvo y malhumorado. Con las que tenemos hay bastante. ¿No comprende usted que habría que aumentar el número de mozos de labranza?... Sobran brazos. ¿Olvida usted, don Sergio, que cada par de brazos es un estómago insondable?...

A mi padre, acostumbrado al otro señor conde de Monsalut que vivía en Madrid y solo se preocupaba de cobrar las rentas y visitar una vez al año las fincas que poseía en Castilla y Extremadura, le sacaba de sus casillas don Juan Manuel, hasta que se convenció de que era un cero a la izquierda, y que su amo, el señor conde de Monsalut, tenía derecho, como dueño de sus haciendas, a arruinarse.

¡Cuantas veces terció doña Clemencia en las disputas que se entablaban en el campo, al visitar las fincas, o en el despacho de la casa solariega, cuya estampa y retrato hemos de ofrecer en futuras páginas¡…Mas no se crea que su esposa distaba mucho de la complexión espiritual de don Juan Manuel. Tal para cual.

¡Qué sería de estos seres si Dios, que tan pródigo fue al dotarles de bienes, les despojase de ellos y les dijera al oído en un tono chocarrero y burlón: ”¡A vivir, amiguitos!… ¡Bah! Por qué pensar estos dislates. La Providencia, para ciertas personas, tiene todos los aspectos de una Compañía de Seguros…

En todos los pueblos, lo mismo en los castellanos que en los andaluces, en los gallegos que en los extremeños, hay casas antiguas y casas modernas. Variará la arquitectura, el estilo más o menos artístico de la construcción. En unos pueblos, las viviendas serán más anchas, sanas y espaciosas; en otros, más sórdidas e insalubres. El trenzado de hierro de ventanas y balcones, más sencillo o complejo; el color de las fachadas más elegante o ramplón; pero no faltarán los edificios viejos ni los modernos.

En castilla, como en Extremadura, la ciudad antigua, con su sabor histórico y monumental, se dispersa, se diluye entre viviendas de reciente construcción. Así vemos los palacios señoriales elevar su fábrica de firmes y robustos cimientos, junto a modernas edificaciones de un antiguo estilo arquitectónico.

Encerrados entre los muros de una casa solariega, y, todo lo más, asomados a las bardas del espléndido jardín, que fuera solaz y divertimiento de los moradores, si la alegría no hubiese huido del hogar y del jardín, hemos olvidado la descripción de la casa, a la cual podríamos llamar ”uno de los escenarios de esta narración”.Sin embargo, nada más interesante para los hombres observadores y reflexivos que encuentran, a veces, en un mueble u objeto el gesto inmortal de las cosas, que discurrir a través de los recintos; detenerse en sus umbrales, regodeándose por anticipado de las sorpresas que pueden sobrevenir al trasponerlos; asomarse a los balcones, que se ofrecen como un amplísimo mirador desde el cual poder descubrir a los hombres o el paisaje…Examinar tapices; lámparas prendidas en lo alto, como gigantescas telarañas; cortinajes magnificos, recogidos en admirables pulseras de metal; talaveras policromadas; medallones; vitrinas, que son refugio de menudos objetos…

Hemos dicho siempre “la casa de los condes de Monsalut”. Discúlpenos el lector. Es un vicio democrático de la pluma. No es casa, sino magnífico palacio, de robusta construcción de piedra, que en cada costado exhibe el escudo de los Monsalut: una cruz flordelisada sobre campo de gules.

Por huir de la frase forastera con que se designa el vestíbulo de los palacios, y aun a trueque de refugiarnos en un vocablo de sabor más montañés que castellano, diremos que el estragal es un cuadrilátero, en cuyos ángulos elévanse airosos y arrogantes maceteros pende del techo, de artístico artesonado, un racimo de lágrimas luminosas. De las paredes cuelgan inspirados tapices a lo Watteau; escenas pastoriles, que alternan con asuntos de cetrería. Los muebles son de caoba y paja. El suelo de madera, y en el centro sobre almohadilla alcatifa, que apaga el sonido del tránsito, una mesa de jaspe con lindos búcaros de perfumosas flores.

Subidas las escaleras que parten del estragal, hallaremos un descansillo, iluminado por un farol de hierro, macizo y alegórico. Después el vestíbulo con dos salidas a otras habitaciones, que sirven de paso, por la derecha, al salón y a un gabinete íntimo y reservado.

A la izquierda, están las demás dependencias: despacho, cuartos de dormir, de baño y tocador, costurero y cocina, despensa, ropero y plancha.

Las habitaciones principales han sido amuebladas y decoradas con austeridad; y de vez en cuando, un adorno exótico, un lienzo forastero, una figura de atrevido corte estatuario, interrumpen el augusto ambiente, y vienen a ser gritos, voces desentonadas, en el conjunto de un coro de serafines…

El comedor acaso sea la habitación más soleada de la casa. Tiene tres balcones, de complejo enrejado, que dan al jardín. Dos de ellos encontraron los límites de su horizonte en el entretejido de las ramas de un álamo. Desde el otro se divisa parte del pueblo, y principalmente, la iglesia, cuyo campanario, de esbelta y atrevida construcción, se recorta en el azul del cielo. En el centro del comedor hay una mesa de roble, adusta y firme como todo el mueblaje. Sobre la mesa, un jarrón; en el jarrón, un manojo de flores, escondidas entre las celosías de hojas de madreselvas y helechos…Las paredes son de un color suave, pálido, de cobalto. A trozos, se visten de cuadros, retratos y tapices. En el comedor, como en el estragal, se repiten los motivos pictóricos: hay escenas de amor, paisajes y cetrería. Junto a estos asuntos, surge un aguafuerte de Goya o un abanico de Fortuny…

El salón ofrece más suntuoso aspecto, sin embargo, en la riqueza de muebles, vitrinas, cortinajes, estores, cuadros, lámparas, tapices, cojines y medallones, de un sabor clásico, castizo, hay rasgos decorativos que confunden y extravían al visitante. La vecindad de algunos objetos de contradictorio linaje, provoca cierta indignación discreta y reposada...Una mano perversa colocó a Murillo junto a Van Hook. Así veremos asuntos religiosos y domésticos, dentro de una proximidad desesperante.

El gabinete es un refugio íntimo, reservado, donde con más acierto se reveló el sentido femenino de la coquetería y la frivolidad. Invita a la pereza. Entrar en él, es renunciar a los ejercicios y actividades humanos. Hasta la luz, al penetrar en este apartado rincón del palacio, reposa, diríamos que duerme sobre los almohadones de raso y los cojines de púrpura y añil…

Si del gabinete pasamos al despacho, sin escudriñar el contenido de otras habitaciones que sirven de tránsito, experimentaríamos la misma impresión que el que desciende de un lecho de plumas para dormir sobre el suelo, duro y frío…No es otro el efecto. De lo cómodo a lo austero, de la prodigalidad a la sobriedad. Entre los dos ventanales del despacho hay una mesa de roble. En sus costados se dibujan menudos trozos de epopeya. El tintero de plata, es de una sencillez monástica, conventual. Sobre la horquilla acuéstase la pluma de oro y el palillero de marfil. Sobre la cartera, de finísima piel, esquinada de diminutos vértices de oro, reposa un libro abierto. En el lienzo de pared, paralelo a la mesa, muéstrase una ancha y dilatada panoplia. ¡La más rica colección de armas!… ; honcejos; mazas escitas, godas y celtíberas; lanzas; montantes, cimitarras; hoces y cuchillos; dagas y gumías; dardos; flechas; azagayas; alfanjes y jabalinas…y en los restantes lienzos de pared, tres estanterías de envidiable contextura, en cuyos estantes duermen varios libros de historia, arte, cinegética y equitación…

…Mis nuevas ocupaciones me permitieron conocer un aspecto muy interesante de la vida: la política, que vista desde lejos y en actitud de mudo espectador, acaso carezca de la visualidad y el aparato con el que se nos muestra en la intimidad. Porque a mi me producía un impresión distinta que a los demás. Hay quien ve en la política un espectáculo eminentemente exterior, como esos edificios de maravillosa y gentil arquitectura, que vistos desde la calle nos enamoran y cautivan; pero cuyo interior, por falta de gusto en la decoración, repele y desilusiona.

Observaba yo, por el contrario, la complicada urdimbre de la política, con sus secretos de inapreciable valor; sus falsedades -que también tienen los políticos mucho de buhoneros y mercachifles-; el ingenio de unos escapando de la picardía de otros; la epidemia de peticionarios, que apenas asomadas a la vida pública las narices del nuevo Gobierno renuevan sus solicitudes y demandas, siempre relegadas y preteridas;”los amigos del ministro”,a los que les está consentido no aguardar en las antesalas de las dependencias y despachos y cruzan pomposos y altaneros por entre los eternos visitantes, que han de contentarse con haber oído de labios del engalonado conserje:”El señor ministro está muy ocupado”, o ”El señor subsecretario no puede recibirle”, o ”El señor director acaba de salir en este instante”… Las Comisiones: diputados provinciales, alcaldes, concejales, de amanerado indumento, con el bombín en la diestra y el abrigo y la chaqueta desabrochados para ofrecer a los ojos del ministro, del subsecretario o del director general, la recia cadena de oro, reluciente y deslumbradora sobre el fondo obscuro del chaleco. Toda esta fauna de provincias que al traer a los ministerios los chismes y habladurías de la comarca deja en el ambiente un olor acre a sudor y naftalina…

Y en esta escala zoológica, desde el noble león que entra en los despachos oficiales agitando la melena y mostrando las garras incisivas, ante las que se dulcifica la rigidez ministerial, hasta el ejemplar más curioso de los saurios, que se arrastra a los pies del ministro, sospechando que una bajeza, como una altivez, puede captar también la voluntad ajena.

La secretaría política de don Luis Carmona me distrajo más de lo que yo suponía.
Don Luis tuvo necesidad de interponer toda su influencia cerca de los consejeros del Banco Español para que se me excusara de ir por las tardes a la oficina.

Como pasaba las tardes y algunas horas de la noche, en la Dirección de los Registros, Carmela protestó contra el secuestro:

-Mira, Sergio, si sé yo esto no hubiera dado tantas facilidades para que aceptases el cargo. ¡Te parece poco!

-Tú lo quisiste. Ahora no tendrás más remedio que aguantarte- observé por toda disculpa.

-¡Más de lo que me aguanto!

Y tal como estaba, con la cabeza reclinada sobre el respaldo de la butaca de mimbre, me besó en la boca.

Estas exaltaciones se hicieron frecuentes, porque las horas de vigilia excitaron su pensamiento en el deseo de verme pronto en el hogar, donde me esperaban dos brazos abiertos y unos labios tentadores y codiciosos…

…Contra estos instantes en que la voluntad y el pensamiento se daban por entero a mi eterna preocupación, tenía un remedio, de cuya eficacia no salía siempre satisfecha. Era Carmela, con su gracioso mohín de disgustada la que acertaba a cautivarme, envolviéndome en la dulzura de sus ojos, que con mis ausencias frecuentes se habían vuelto melancólicos. Mi mujer, pensando, sin duda, que mis desvíos dejarían de existir en cuanto me brindase a cada momento del día el amoroso refugio de sus labios, abiertos como una rada donde esquivar los temporales, el tibio aliento que escapaba entre los dos pétalos rojos de los labios, y el blando y suntuoso cojín del pecho, que transpiraba un delicioso perfume de mujer, no perdía ocasión de ofrecérseme en su arrogancia femenina, desafiante y provocativa, o con sus zalamerías y arrumacos, como una gatita hábil y traviesa. Entonces descubrí hasta donde llegaba la órbita de atracción de Carmela, que era un ancho y dilatado cinturón de cuyas cárceles no me sería nunca fácil salir, sino fuera porque la frondosa psicología de mi esposa, me devolvía la libertad, pensando que el goce de su alma sería mayor al verme volver a sus brazos por mi propio gusto.

Para Carmela, aquellos instantes eran de una dulce emoción. Se consideraba dueña y señora de mi ser, vencido a sus encantos tiernamente prometedores; y ante este panorama, de tan encendidas tonalidades como un orto, olvidaba el acento frío e indolente de mis palabras, el gesto de hastío, desleído en los labios como un gesto de agotamiento, y los ojos, extraviados del área de su contemplación, entretenidos en curiosear el alma tímida de las cosas, en las que encontraban siempre un motivo de embelesamiento para hurtarse a los ojos impacientes y acariciadores de Carmela…

Ni una protesta, ni una actitud de rebeldía, ni una destemplanza, revelaron sus congojas de abandonada y preterida. Pensó, sin duda, que era muy pronto para que mis desvíos obedecieran a un desencanto, como si gustados todos los elixires del amor, renunciase a estas golosinas de los labios encendidos y trémulos, y deseos delatados indiscretamente en el fulgor de los ojos, y atribuyó a la multiplicidad de mis ocupaciones aquél despego efímero.

Como yo disimulaba hasta cierto punto mi obsesión y no esquivaba con una mueca de contrariedad ni de disgusto sus caricias, a Carmela le bastaba con desquitarse en un instante del día, y en estos minutos de aparente compenetración, mostraba la gama de sus encantos, escalonados en todo el cuerpo, desde los piececitos ocultos bajo el escarpín hasta los cabellos undosos…