INDICE

I: Azorín y la generación del 98
II: La uniformidad, como característica fundamental
III: La inventiva.
IV: El novelista
V: Segunda fase del novelista
VI: El crítico
VII: La sensibilidad literaria
VII: Azorín y los clásicos
VII: Estilo y lenguaje: Mecanismo del estilo. Impropiedades y dislates. Arcaísmos y neologismos. Solecismos. Del adjetivo. Galicismos y algunos neologismos más. Afectación. Tecnicismo. Comparaciones y tropos. De la filosofía popular y de los modismos. Extravagancias y rarezas. Los diminutivos.
X: El alma de las cosas y la fuerza de evocación
XI: El periódico y la política
XII: Tentativas dramáticas
XII: Resumen
Notas finales

PASAJES DE LA OBRA

Azorín y la "generación del 98"

No hay país que en trance de perecer, hundido en la abyección política, en la miseria y en el desprestigio de su mentalidad, renuncie al desquite, sepultando en su alma las ansias de reconstruir su hacienda malgastada, de restaurar su espíritu creador y de volver, en una palabra, a los días de bienestar y predominio.

Nuestro desastre colonial, contera y remate de otros descalabros, suscitó la protesta de un grupo de jóvenes intelectuales, conocido con el nombre de "generación del 98"

Todo el siglo XIX es un filón inagotable de acontecimientos; una cadena cuyos principales nudos o eslabones son: la epopeya de la Independencia; la guerra civil; la revolución de julio y la de septiembre; los motines, behetrías, disturbios y algaradas acaecidos en el transcurso del siglo, que si aislados no tuvieron mucha importancia, como persistente manifestación de disgusto y malestar si la tuvieron, y no escasa; y, por último, la pérdida de nuestras colonias.

Veamos de sucinta manera qué opinaban de esta centuria, en sus albores, al promediar, y ya entrado el último tercio, tres de sus ingenios.

Decía don Eugenio de Ochoa, en carta dirigida al director de La Ilustración de Madrid y refiriéndose a la sociedad de fines del siglo XIX, que era "de una depravación profunda, bajo sus apariencias santurronas; que rezaba el rosario todas las noches y se arrastraba por las mañanas en las antesalas del Príncipe de la Paz". Los pueblos, añade e descubridor de la Crónica rimada de don Rodrigo-estaban "llenos de conventos y los caminos infestados de salteadores".

En 1850, don Juan Valera escribía a su madre, la marquesa de Paniega, en estos términos: "Este país es un presidio rebelado. Hay poca instrucción y menos moralidad; pero no falta ingenio natural y sobra desvergüenza y audacia. Para ser algo es fuerza arrojarse con fe en este mar y salir adelante o ahogarse en él". Demos un salto de veinticinco años. Estamos, pues, en 1875. El autor de Gritos del combate, encarándose con Emilio Castelar, exclama en brillante apóstrofe:

"La triste España, nuestra madre España,
se desangra entre el cieno de la calle;
ebrio el desorden la denuesta y hiere.
Agonizando está ¡Sálvala o muere!

Este panorama político y social, que no precisaba los cristales de aumento del pesimismo literario para hacer resaltar sus ingentes proporciones, agrupó entorno de un ideal de reconstrucción a los escritores del 98. El contacto diario con Europa, por medio de viajes a través de sus naciones más adelantadas y de lecturas de allende el Pirineo, nos hizo desdeñar lo propio; abominar de las cosas genuinamente españolas, y poner en los cuernos de la luna cuanto fuese extranjero por los cuatro costados. Se miró pues, con ojos despectivos el arte nacional, impotentes para darnos la categoría necesaria, si queriamos no desentonar del concierto europeo. Tuvimos a la política como causa y fundamento de todos nuestros males. Eran éstos, según el recuento que de ellos hacían los escritores del 98, la palabrería vana, declamatoria y retumbante; la administración poco escrupulosa; el favoritismo -enchufes, prebendas y sinecuras-; las picardías, trapisondas y gatuperios de los partidos; el cacique, con su servidumbre espuria de bravucones y muñidores; la covachuela, el balduque y el expedienteo, donde morían por consunción proyectos e iniciativas; la rapacería, el fraude y el cohecho de altos y bajos; el nepotismo; y otros aspectos y facetas que, juntos, formaban la típica y pintoresca fisonomía de España.

Y tras de fiscalizar con los cien ojos de Argos cuanto va dicho, pensamos que no había otro que destruir y edificar de nuevo. Volviéndonos de espaldas a la historia, por conceder poco crédito a sus enseñanzas, creímos haber dado un gran paso en la regeneración del país. Y lo mismo se dedujo del desvío que nos inspiraba el arte español. Los escritores del 98 se creyeron llamados por la Providencia -una Providencia muy extraña por cierto, pues tenía entre sus atributos el orgullo y la soberbia- a libarnos de la situación desesperada a que nos habían llevado los errores y tropiezos de la política y la huraña y aislamiento del espíritu nacional…

La uniformidad, como característica fundamental

…Pero situad ahora al espectador en la llanura castellana, en medio de este paisaje estepario, monótono, uniforme, sin alcores, gollizos y abajaderos de la montaña, ni la compañía del mar, eternamente nuevo; ni la ciudad aseada, simpática, acogedora, y le bastará una sola mirada para enterarse de todo cuanto le rodea. Este es el caso de Azorín. Al autor de Los pueblos y La Voluntad se le abarca también de una sola mirada para enterarse de todo cuanto le rodea. No porque su obra literaria carezca de variedad, puesto que Azorín como sabe muy bien el lector, cultiva varios géneros, sino porque todos sus trabajos literarios están cortados por el mismo patrón: el impresionismo.

La multitud de géneros es en Azorín aparente. Al decir esto no perdemos de vista ni echamos en saco roto que la preponderancia de un género sobre los demás es muy corriente en el escritor, pues rara vez se desdobla su habilidad artística de modo que cada faceta-la crítica, la novela, el teatro-sea tan principal e interesante como las otras. Así, por ejemplo, en Sainte. Beuve, cuando compone una novela como Volupté, se advierte la supremacía del crítico sobre el novelador, representada por la tendencia razonadora y erudita. No es esto lo que sucede con Azorín precisamente.

Pero veamos ahora si entre las facultades anímicas del autor de Clásicos y modernos hay la necesaria armonía. Lo primero que echamos de ver es la falta de imaginación. Si pasasemos revista, una por una, sus novelas notaríamos enseguida la ausencia de dicho elemento. Nos interesará el estilo, el leguaje aliñado y elegante, la riqueza del léxico, que a veces peca de poco natural y espontáneo, y sobre todo esa dilección maniática con que va trayendo a primer término de sus obras, pormenores, detalles, pequeñeces, aspectos ínfimos y pasajeros de las cosas. Nadie que yo sepa ha poseído en el mismo grado de Azorín esa aptitud -que algunos psicólogos llaman adquisitividad- para hacer de los objetos más deleznables e inferiores, elementos estéticos de gran valor. En sus manos las cosas pequeñas, tal o cual matiz, ésta o aquella nimiedad, se elevan y ennoblecen; ganan en robustez y consistencia, sin que tales virtudes surjan de una transmutación o metamorfosis de los objetos; como si, por arte de alquimia o brujería, lo diminuto se agrandase y lo feo y contrahecho embelleciera; sino que conservan su realidad sensible, su figura objetiva, como antes de venir a la esfera del arte…

La inventiva

...Si la novela es representación de la vida humana, con sus luchas, pasiones, contrastes, alegrías, pequeñeces y miserias, ¿qué clase de novelas escribió Azorín? Por eso la estética de este escritor, su teoría literaria, se endereza principalmente a disculpar o escamotear la impericia con que el propio Azorín aborda el género novelesco. No es capaz de urdir una fábula, como hacen los verdaderos novelistas, y dice que "la vida no tiene fábula: es diversa, multiforme, ondulante, contradictoria". No sabe dialogar, y arguye que "el diálogo es artificioso, convencional, literario (es él quién subraya), excesivamente literario". Carece de imaginación para establecer la afinidad o semejanza que existe entre las cosas, y advierte que "comparar es evadir la dificultad… es algo primitivo, infantil…; una superchería que no debe emplear ningún artista". Fáltanle condiciones de crítico para juzgar objetivamente las obras literarias- ya dijo Taine que la crítica ha de ser objetiva," que la primera operación en Historia redúcese a colocarse en el puesto de los hombres a quienes queramos juzgar, a identificarse con sus instintos y costumbres"-, y proclama con el ejemplo la doctrina opuesta; esto es, la crítica personal, subjetiva, impresionista, en una palabra…

…Pero vayamos por partes. ¿Quién ha dicho al autor de El alma castellana que el secreto de hacer novelas consista en reproducir la vida tal como es, sin que haya que embellecerla e incluso sublimarla, si hay arrestos para ello; sin que haya que ordenar y enlazar, de acuerdo con los atributos de la Belleza, los elementos objetivos que de la vida tomamos? Pero si dichas piezas, sutilísimas, incorpóreas, abstractas, de un lado; materiales y sensibles de otro, no se unen como es debido, porque unas son demasiado grandes y otras demasiado pequeñas, el arte denotará en seguida este desavío o desconcierto. Recordad, si no, a las primeras figuras literarias: a Homero, a Cervantes, a Sakespeare; traed a primer término de vuestra memoria sus concepciones más sublimes, y veréis la delicada trabazón de sus partes, el ajuste y cohesión de todos sus elementos, la magistral armonía a que conspiran. Se ha escrito mucho sobre este asunto. Un mediano estudiante de Preceptiva sabe que la novela-género de que venimos hablando, aunque el principio es aplicable a la poesía o bella literatura en general- no ha de ser servil representación de la vida…

…Ya dijo Valera -tan injustamente maltratado por Azorín- que hay que pintar las cosas, "no como son, sino más bellas de lo que son, iluminándolas con luz que tenga cierto hechizo". Lo ha dicho el autor de Pepita Jiménez y lo han dicho, antes que él, todos los filósofos estéticos, hasta que el naturalismo-nuevo establo de Augias-emponzoñó tan honesta doctrina. Pero Azorín sabe al dedillo todo esto. Lo que no puede Azorín es ponerlo en práctica, porque no se da maña a urdir asuntos ni a hermosearlos. Esta es la madre del cordero. Tampoco desconoce el autor de Castilla, aunque de la lectura de sus novelas se infiera lo contrario, que en el arte existe una escala o jerarquía de valores estéticos, derivada de la trascendencia y robustez de los caracteres. Así, Hamlet, Don Quijote, Fausto, están en el primer tramo de la escala, donde el sabio veredicto del público y de la crítica, contrastado y sopesado por varias generaciones, ha ido colocando a las grandes figuras del arte…

El novelista

Las novelas de Azorín denotan dos fases del temperamento literario de su autor. Para explicarnos esto es preciso que hagamos las siguientes consideraciones. El modernismo, en su iniciación, adopta una forma violenta, explosiva, dilacerante. Hay que rever y fiscalizar todas las cosas: el arte, la política, la administración, la Historia, la Literatura. Cada pluma es una almajaneque o catapulta que va derribando, día por día, cuanto a su paso se opone. Viejos convencionalismos, caducas teorías estéticas, rutinarios puntos de vista, respecto del pasado y del presente. La salvación del país dependerá del criterio que adoptemos para la vida en sus diversas modalidades. Un criterio clásico nos detendría en el tiempo. No hay, pues, otro remedio que modernizarse, que sentir, pensar y querer a la moda, para que consigamos el milagro de nuestra regeneración. En este momento histórico aparecen La Voluntad (1902) y Antonio Azorín (1903). Han transcurrido cuatro lustros. La fisonomía de España no ha variado gran cosa. A los políticos de entonces les sustituyeron otros por el estilo. Continuaron las corruptelas administrativas. Tampoco triunfó la unanimidad del romanticismo, por ejemplo, la escuela modernista. Han pasado los ímpetus juveniles. La generación del 98 ha envejecido sin que germine copiosamente su semilla. Surge en el espíritu de sus escritores cierta desilusión, que se demuestra en la frialdad o atonía del fondo de las obras literarias, si bien en la forma interna y externa de las mismas persiste y aun adquiere mayor resalte la falta de unidad de acción, el exceso de lo anecdótico, el desprecio de las comparaciones y metáforas y el menoscabo de la Gramática y del lenguaje. A este segundo momento del modernismo corresponden: Don Juan (1922), Doña Inés (1925), Félix Vargas (1928) y la prenovela Superrealismo (1929).

El desastre colonial de 1898 fue la razón de ciertas actitudes literarias. Recuérdese el caso de Blasco Ibáñez, el ciclo de sus novelas sociológicas. En carta dirigida a don Julio Cejador -carta que este ilustre crítico publicó en su Historia de la Lengua y Literatura castellana- decía Blasco: "Acabábamos de sufrir nuestra catástrofe colonial. España estaba en una situación vergonzosa y yo ataqué rudamente, pintando algunas manifestaciones de la vida soñolienta de nuestro país, imaginando que esto podía servir de reactivo" Refiérese el escritor levantino a sus novelas doctrinales La Catedral, El Intruso, La Bodega y La Horda. Mucho habría que decir del mérito literario de estas obras, que no pueden ser incluidas entre las mejores de Blasco. Pero ¿quién se atreverá a negar a su autor la habilidad con que urde la trama, el acierto con que enlaza y coordina los elementos tomados de la vida política y social de España en las postrimerías del siglo XIX? Pretendía Blasco darnos una impresión de la España del desastre, y lo consiguió, ¿Hizo Azorín otro tanto?...

…Abomina Azorín del pasado y del presente, sin advertir que de su alma trasciende el mismo desaliento que caracteriza a los escritores del XIX. Quiere mostrarsenos con una original psicología, y está todo él formado de retazos de Larra, de Montagne y de Nietzsche. Destruye para edificar de nuevo, y deja su propio espíritu prisionero de los escombros. Pretende abarcar todas las cosas, analizarlas, descomponerlas en átomos, y no ve y examina sino una parte de la vida. ¡Qué corriente es el creer que las fronteras del mundo empiezan allí donde acaba nuestro poder visual! Antonio Azorín, como el Gabriel Luna de Blasco Ibáñez, o el Angel Guerra de Galdós, es un carácter frustrado, una voluntad enferma, de cambiantes tonalidades. Místico a ratos, demoledor y sacrílego muchas veces, irresoluto siempre. Se diría que pesa sobre estas almas como una tara hereditaria, cuyo proceso se inicia en Goethe, sin que hasta ahora sepamos donde termina. ¿No puede indicarse como punto de partida el simbolismo del Doctor Fausto? ¿No representa el héroe de Goethe, la negación de la fe, el fracaso del esfuerzo humano por descifrar el enigma de la vida? Aparece algo más tarde Schopenhauer, con su pesimismo filosófico. Esta nueva interpretación del universo, de una parte, y el pesimismo literario de Leopardi, lord Byron y Heine de otra, acaban con las últimas energías de la voluntad. Rara vez penetra en nuestro espíritu un bendito rayo de luz. Desde la Enciclopedia hasta Nietzsche venimos trabajando en la sombra, como Trofonio. De este ambiente intelectual, de esta influencia literaria, que constituye el spiritu intus del siglo XIX, no supieron sustraerse los escritores del 98. Pretendían hacer una España nueva con los mismos elementos que la habían destrozado. ¿Cabía sospechar que la regeneración de España había de venir de literatura tan tenebrosa y sombría? Esto dígase con palabras de Larra, sería como"enseñarle a un hombre un cadáver para animarle a vivir."

El crítico

Azorín es un temperamento sensible, tornadizo, infantil, como con certero sentido de la realidad ha dicho Cejador; y en el campo de la crítica no debemos entrar mientras no estemos en posesión de un criterio estético perfectamente definido. Cuando el lector advierte la versatilidad del crítico, las contradictorias posiciones que ocupa, desconfía y recela de quien tan voluble se muestra en sus apreciaciones, y abandona la lectura, pues de persistir en ella acabaría por no saber a qué carta quedarse. Es el mismo caso de un enfermo cuyo médico le diera cada día diferente diagnóstico. ¿No terminaría el paciente por poner al médico de patitas en la calle? Los libros de crítica literaria que Azorín ha dado a las prensas, y que generalmente son compilaciones de artículos aparecidos en periódicos y revistas, están llenos de imperdonables antinomias. Parecen escritos al dictado de un genio tornadizo y volátil. Cuando sopla aire de bonanza nos dirá que blanco, pero a poco que varíe cambiará el color y seguirá impertérrito su camino, sin caer en la cuenta del arco iris que se ha ido formando detrás de sí con tamañas contradicciones.

Si al autor de Lecturas españolas se le hiciera comparecer ante un tribunal literario, le acontecería lo que a esos testigos o reos que, habiendo declarado una cosa ante el juez y otra en el juicio oral, no saben como arreglárselas para conciliarlas.

Aplaude Azorín a Jovellanos como prosista- a pesar de sus frecuentes galicismos- y como poeta- sin otro título verdaderamente digno que le franquee las puertas del Parnaso que ser autor de la Epístola al duque de Veragua-, y, en cambio, desprecia a Zorrilla, a Campoamor y al duque de Rivas. Discurre acerca de la falta de críticos psicológicos en la interpretación del Quijote, estudiado desde otros puntos de vista, como el filológico, el histórico, el gramatical, el paremiológico, sin recordar seguramente las admirables páginas dedicadas al Quijote por Heine, Turgueneff y nuestro injustamente olvidado Manuel de la Revilla, en su interpretación del sentido simbólico de la obra inmortal. Recusa a don Juan Valera, diputado por Clarín como el más hábil de nuestros escritores para llevar a feliz término el análisis psicológico del Quijote, y le recusa porque Valera, con su vista sobre el porvenir, como Jano, tomó a chirigota el modernismo y dio cantaleta a sus principales representantes. Gústale de Rosalía de Castro lo que tiene, como poetisa gallega, de aquella vaga melancolía y empalagoso lirismo de la escuela galaico-portuguesa, que hubo de desterrar la honda, realista y sustanciosa poesía castellana.

Del inolvidable autor de La introducción al símbolo de la Fe y Guía de pecadores, dirá que es "artificioso y afectado", sin perjuicio de dedicarle en otro momento entusiastas y cálidos elogios como prosista. Federico Balart, cuyas elegías en obsequio de su infortunada compañera han merecido de la crítica alabanzas y plácemes a granel," no pasó de los linderos de un mediocre estro poético". Fue, además, "crítico mezquino", lo cual no empecé para que otro día, que estaría mejor templado nuestro autor, declarase que Balart era "un estupendo crítico".
En lo tocante a la poesía lírica diputa de calamitoso-este es el apelativo empleado por Azorín-el lapso de tiempo que va de 1850-liquidación del romanticismo-a 1870, como si Bécker, López de Ayala, Selgas, García Tassara, Manuel del Palacio y otros poetas que sería prolijo enumerar, fueran dignos de este trato. Es qué ¿Volveran las obscuras golondrinas, Del salón en el ángulo oscuro, el Himno al Mesías, La epístola a Emilio Arrieta y tantas otras admirables poesías líricas desmerecerían al lado de las mejores del Parnaso español? En cambio veremos detenerse a Martínez Ruiz muy complacidamente en la lectura de Gregorio Salas, trasijado y enclenque imitador de Hesiodo, Columela y demás poetas rústicos, sólo porque dio a las cosas, habitantes y faenas del campo sus nombres "peculiares y expresivos", como si la poesía fuese el Diccionario de la Academia a la par que un tratado de Agricultura…

Observa Azorín a seguida que como "evoluciona la sensibilidad ha de evolucionar el medio que esa sensibilidad tiene para exteriorizarse". Pero…, ¿es que el leguaje que emplearon la mentada Teresa de Jesús, los dos Luises, fray Juan de los Angeles, fray Pedro Malón de Chaide, el beato Juan de Avila y tantos otros místicos y ascetas, para encarecer la virtud, predicar el Evangelio, prevenirnos del demonio y departir con Dios en dulcísimo e inefable coloquio no es todo lo rico de matices, todo lo abundante en palabras que sería menester para expresar los alambicados y sutiles conceptos de hoy? Según se ve, a las etéreas e inaprensibles cosas que pensamos ahora les viene estrecha la ropa y necesitan vocablos tan agudos como objetivización, seriación, Realzación y otros neologismos parecidos…

La estética de Azorín no es el hábil y experto lazarillo de que ha menester un escritor para no perderse en la selva de nuestra literatura clásica. Si nos estuviera consentido personalizar dicha estética diríamos, para seguir el pensamiento anterior, que es como el lazarillo de Tormes, que lanzó a su amo contra un pilar o poste de piedra al saltar cierto arroyo. Las teorías literarias de Azorín arrojan a éste ya en la irreflexión ya en la extravagancia. Por otro lado, el temperamento de Azorín, preponderantemente subjetivo es un obstáculo para la crítica. Fuera de sus teorías literarias, que es algo que adquirimos bajo la influencia del gusto nativo y de la psicología que cada uno tiene, surge esta otra barrera que impide al autor de Clásicos y modernos interpretar las obras con la conveniente objetividad. Recuérdese a este respecto la recomendación de Taine sobre la crítica. Azorín vuelve del revés el consejo del citado crítico, y en vez de situarse en el puesto de los hombres a quienes va a juzgar, identifica a estos con sus gustos. Cuando resulta difícil la operación, debido al enorme contraste de caracteres, escamotea las ideas y los hechos con la maestría de un prestigiador.

Se ha dicho ya, y no a tontas ni a locas, sino con certera puntería, que Azorín es un poeta, y, como tal poeta, es lástima que no se haya hecho de una lira. Si Azorín hubiera sabido hacer versos, ¡cuántas emociones incomparables deberíamos a su espíritu impresionista¡ Entonces sí que estarían en su punto las peregrinas reflexiones que le sugiere tal o cual cachivache del hogar, esta nube del cielo, aquel detalle del paisaje y todo cuanto entra de lleno en su zona visual. Pero el crítico, por muy poeta que sea-téngase presente el caso de Goethe-, ha de fijarse principalmente en el conjunto de la obra juzgada, sin perjuicio de descender después, si quiere, a los pormenores. El autor de Castilla le basta un matiz de cualquier libro para interrumpir la lectura. Este es, al menos, el efecto que su crítica produce. Del Cantar de Mío Cid sólo han quedado en la mente de nuestro autor, ocupándola del todo, estos versos: "Apriesa cantan los gallos e quieren quebrar albores…" "Ellos mediados mediados gallos piensan cabalgar…" "A los mediados gallos antes de la mañana". Leerá a Góngora y por de pronto, aunque más tarde vuelva a repasar sus poesías, le bastará el soneto A una rosa para dedicarle unos comentarios de perfumada dulzura. No es posible discutir a Azorín el encanto de estas anotaciones líricas, llenas de suavidad y de ternura. Azorín tiene el don de hacer resaltar las cosas menudas, de envolverlas en el velo sutilísimo de la emoción. Aquí está, como ya hemos dicho, su mérito más notable. Pero la verdadera crítica está donde acaba para Azorín. ¿Qué pensaríamos de un crítico de arte-Lafond, Justi, Beruete-que al hablar de Velázquez omitiese la impresión de conjunto y no hiciese otra cosa mejor que traer a primer término de su trabajo detalles como estos: de Las hilanderas, la rueca o huso; de Los borrachos, las hojas de pámpanos con que se adornan la frente; de La fragua de Vulcano, el resplandor de la lumbre, por muy poéticos y sugestivos que sean dentro de la composición tales pormenores? Pues este es el caso de Azorín. Enamorado de los detalles, interesado en destacar lo que más hiere su sensibilidad, no se remonta a las alturas, desde donde se divisa íntegramente el panorama literario, sino que se limita a dos o tres singularidades que le bastaron para detenerse en la marcha u omitir, de persistir en ella, otros aspectos más importantes del camino…

Es la táctica de Azorín, la que le hace proclamar que en Los nombres de Cristo "lo esencial es lo secundario, y lo episódico, lo esencial." (Los dos Luises y otros ensayos, Madrid 1921.) La que pone en labios de Yuste, en La Voluntad, estas palabras tan acres e injustas respecto de la obra poética de Campoamor: "¡He aquí por qué odio yo a Campoamor! Campoamor me da la idea de un señor asmático que lee una novela de Galdós y habla bien de la revolución de septiembre… Porque Campoamor encarna toda una época, todo el ciclo de la Gloriosa, con su estupenda mentira de la democracia, con sus políticos discurseadotes y venales, con sus periodistas vacíos y palabreros, con sus dramaturgos tremebundos, con sus poetas detonantes, con su pintores teatralescos… Y es, con su vulgarismo, con su total ausencia de arranques generosos y de espasmos de idealidad, un símbolo perdurable de toda una época de trivialidad, de chabacanería en la historia de España".

Objetemos a toda esta palabrada- que huele a soflama de literatura demagógica-, que a ningún prosista ni poeta del siglo XIX se le ocurrió escribir, como al literato de Monóvar: "Entonces él (el padre de Miranda) nos dejaba en el aula charlando y se salía a pasear por el claustro, mientras repetía en voz baja, gargajeando ruidosamente de cuando en cuando, los períodos de su próximo discurso." (Las confesiones de pequeño filósofo, Madrid 1920.
He aquí un pormenor que es algo más que chabacano.

Sería fácil aducir muchos ejemplos como los que van enumerados; pero brevitas causa, pásolos por alto.

¿Se me podrá echar en cara que, después de lo que acabamos de ver, solo a regañadientes dé a Azorín el nombre de crítico? La crítica exige más reflexión de la que se infiere de la lectura de Azorín. Hay que calar más hondo y que desprenderse un poco de la sensibilidad cuando falta la razón reguladora. El crítico, más que ningún otro artista literario, necesita una buena armonía de sus facultades anímicas. A un poeta le consentiremos que su corazón predomine sobre su entendimiento. A un novelista, que su inventiva supere a su sensibilidad. Pero al crítico, para que no se extravie cuando la loca de la casa o el corazón intenten hacer de él mangas y capirotes, habrá que exigir que, de crecerle una facultad a expensas de las otras, sea la razón, a cuya sombra las impresiones se adelgazan y quintaesencian y los juicios maduran. La crítica impresionista es efímera y circunstancial. Podrá interesarnos, como la moda interesa a las mujeres que son esclavas del vestido; pero, como la moda también, el interés de la crítica impresionista tiene su auge y su decadencia. Por otro lado, el impresionismo literario, como toda modalidad predominantemente subjetiva, constituye una tiranía que sólo a la lírica se le debe consentir. Azorín no ha sabido colocarse en terreno firme y seguro al juzgar a los demás. Ya hemos visto el resultado de sus impremeditaciones. Como crítico impresionista madura poco sus juicios. Más bien parecen provenir de hiperestésica sensibilidad que del trabajo paciente y reflexivo. La sensibilidad es un poderoso tentáculo que va aprisionando las cosas, pero de nada sirve si nos falta el tamiz o cedazo de la reflexión. No está todo el mérito de la crítica en percibir, en abarcar panorámicas extensiones o, por el contrario, en hacer resaltar detalles y pormenores de relativa importancia- como los escritores ingleses, que se pirran por las minucias y naderías-, sino en discernir los elementos integrantes de la belleza y valorarlos y justipreciarlos en su complejidad, en su conjunto. Por eso es preciso que el crítico se eleve sobre la obra que tiene delante de sí, porque sólo desde cierta altura podemos apreciar la armonía y buena disposición de los factores estéticos.

Estilo y lenguaje

I. Mecanismo del estilo

Si nos dedicásemos metódicamente a leer a determinados autores qué duda cabe que influirían sobre nosotros, imprimiéndole cierta semejanza de familia. Azorín ha frecuentado siempre la lectura de los clásicos. De este cotidiano trato tenemos numerosos testimonios. El escritor de Monovar se precia justamente de ser un intérprete moderno de la literatura del Siglo de Oro. Frente a lo que él llama crítica enumerativa y nada psicológica de nuestros eruditos de la pasada centuria, está su nueva exégesis del arte clásico.

¿Qué es el estilo? El estilo es la afirmación más rotunda de la personalidad literaria. Se ha dicho certeramente que el estilo es el hombre, porque a través del estilo reconstituimos la fisonomía física y moral del escritor. De aquí que cuide éste de singularizarse, de subrayar todo lo que haya de típico, de castizo, de autóctono en su persona.

En la manera de escribir entran por igual los elementos formales y externos y los profundamente psicológicos. El estilo no está sólo en las palabras, en la técnica que observamos al coordinarlas, en la sintaxis. Tampoco consiste en la traza que le dan ciertas ideas. El estilo, a mi juicio, es el ritmo que adopta el pensamiento y la palabra cuando, de consuno, conspiran a la realización del ideal estético.

Nuestro autor ha tomado de los clásicos la dulzura e ingravidez de las palabras. Azorín profesa el misticismo de las cosas. Se deleita contemplándolas y describiéndolas. Los pormenores más pueriles, más leves, le encantan y subyugan. De los místicos adoptó ese andar en puntillas de las palabras, esas suavidades angélicas de dicción que reflejan exactamente nuestro desasimiento de las cosas humanas. Este lenguaje de que se sirven los místicos y ascetas en sus inefables coloquios con Dios, toma en manos de Azorin forma real y tangible. Es decir, que los místicos se hacen incorpóreos e inmateriales de tanto afinar y adelgazar sus pensamientos, mientras que el autor de Castilla adopta los mismos modales exquisitos y ultrafinos para mostrarnos el alma de las cosas. Su mística es profana, objetiva, terrena; está hecha de materialidad.

Azorín es un clásico remozado, modernizado. Huye, quizá exageradamente -sobre todo en su última época-, de la redondez y rotundidad del período. Detalle éste de los más típicos y caracterizados del clasicismo. ¿Por qué he de recatarme en aplaudir este cambio de técnica literaria? No conviene aferrarse demasiado a los autores clásicos en lo que constituye precisamente la parte más vulnerable y quebradiza de su personalidad literaria. Azorín escribe como conviene a nuestro tiempo. El ritmo de la vida presente difiere, como es natural, del pasado. Estilo y lenguaje no son dos factores inalterables del arte literario. Si así no fuera habría que pensar en la invariabilidad de las ideas, en la inmutabilidad de las cosas. Y como la vida, al igual que Proteo, adquiere en cada momento -¿qué es un siglo con relación a la eternidad?- formas diferentes, el estilo y el lenguaje de un escritor varian en un sentido regresivo o de evolución, según retroceda o avance la cultura que por ellos discurre…

Ahora bien: no se puede discutir al escritor de Monovar la prioridad de ciertas añagazas o triquiñuelas. El amontonamiento de palabras innecesarias es algo sin precedente, que yo sepa, en la literatura universal. Si gloria hay en esta aportación de Azorín a las letras, nadie podrá disputársela.

Pregunta Azorín: ¿Existe algún árbol "que rinda incansable, tenaz, su cosecha en todas las épocas del año, en invierno, en verano, en primavera, en otoño, en enero, en febrero, en marzo, en abril, en mayo, en junio, en julio, en agosto, en septiembre, en octubre, en noviembre, en diciembre"? (Fantasías y devaneos, página 220). Este árbol es el peral. No nos explicamos cómo, dispuesto nuestro autor a enumerar las cuatro estaciones del año y los doce meses, no ha seguido después con los días de la semana y las horas. Por ejemplo: "En lunes, en martes, en miércoles, en jueves, en viernes, en sábado, en domingo. A la una de la mañana, a las dos, a las tres, a las cuatro…" Así sucesivamente hasta decir las horas del día. Y, si esto fuera poco, cantar también las medias y los cuartos, como esos relojes que tienen un cuco dentro…

Nadie negará al autor de Los valores literarios la finura, la distinción, la elegancia de su estilo. ¿Qué escritores de nuestro tiempo disponen de un vocabulario tan rico y exuberante como el suyo? Azorín no solo conoce el lenguaje de las ideas, sino que las cosas por su nombe. Esta condición nos releva de perífrasis y circunloquios. Pero pensemos un instante en la multitud de objetos que nos rodea. ¿Es fácil estar en posesión de la palabra que designa a cada uno de ellos? Si entramos en una casa de modestos labradores, no faltará el vasar, la espetera, las trébedes, el humero, la piedra trashoguera, la cantarera, el patizuelo, el hórreo cororando la vivienda, esta vivienda de enjalbegadas paredes, ancho portalón, con las jambas y el dintel de reluciente piedra y unas angostas ventanas pintadas de azul.

Caminemos por las calles de tal o cual burgo castellanos. Las profesiones, artes y oficios denotaran la sencilla y honrada actividad de los vecinos. Aquí, herreros y forjadores; allá peltreros, boteros, carrocheros y chicarreros; a esta parte despueblo, los tundidores, perchadores, arcadores, perailes y cardadores; a esotra, los regatones, jiferos, palanquineros y talabarteros. Si salimos al campo, las desigualdades del terreno, la variedad de cultivos, la diversa naturaleza de las cosas, tienen también su nombre: abajaderos, gollizos, bancales, gredales, azarbes, ramblizos, hazas, pegujales, lomazos, recuestos, herreñales, paratas, calveros, alcaceles…

Son tantos los volátiles que van a una y otra parte del espacio, que se posan en las carrascas o en los allozos, que se esconden entre los lentiscos y atochares, que revolotean ingrávidos sobre las matas de romero, de tomillo o de salvia, que ¿quién los enumera uno por uno? Sin embargo, aquí están el cuclillo, la cardelina, el herreruelo y la picaza, y enseñoreándose del espacio, los grajos y los cuervos.

Si nos detenemos en las calles de la ciudad para contemplar a los vendedores de bujerías, a los buhoneros y mercachifles, les veremos cruzar la calle, vocear las baratijas y decir chicoleos a las mozas.

Y las pintorescas, variadas prendas de vestir de hoy y de ayer, ¿no tienen así mismo su nombre? La basquiña, el ferreruelo, el tontillo, la faldamenta, el zorongo, los zaragüelles, el miriñaque, el verdugado, la esclavina, el guardainfante, el sayo, los gregüescos, el brial, las calzas, el talabarte, el capisayo… ¡Para qué seguir¡ no tenemos el propósito de emular a nuestro autor en la interminable enumeración de las cosas. Casi todas estas palabras que acabamos de citar, son familiares al riquísimo lenguaje del escritor de Monóvar. Hay que aplaudirle sin reservas ni regateos el que haya puesto de nuevo en curso voces y expresiones castizas que estaban olvidadas. Qué dé a los objetos innumerables que nos rodean su debido nombre. Que traiga a las páginas de la literatura objetos, artefactos y cachivaches retirados de la circulación injustamente. Que se detenga a contemplar el paisaje y no omita ninguna de sus variantes. Que enriquezca el arte literario de colores, matices, sonidos actitudes y gestos. Toda esta tabahunda de cosas denota un espíritu curioso y escudriñador, que se regodea honestamente en la contemplación de cuanto existe sobre la faz de la tierra, que no se limita a pasar de largo, sino que se asoma a todas las ventanas de la realidad objetiva y sensible; que se para a escuchar la voz tímida o gárrula de las cosas, y que descubre el alma, el espíritu que en ellas alienta.

Pero a veces este prurito, esta comezón de atesorar palabras olvidadas o de poco uso, tienen graves inconvenientes, como veremos a seguido. No basta empedrar las páginas de un libro de voces rancias o desusadas. Es preciso saberlas emplear, darles el régimen que les corresponde. A continuación vamos a comentar tanto las particularidades de estilo y de lenguaje observadas en las obras de nuestro ilustre autor, como las impropiedades, dislates y atentados a la sintaxis.

II. Impropiedades y dislates

"Encima del cantarero se yerguen cuatro cántaros." (Antonio Azorín, Madrid 1913; página 47.) Cantarera estaría bien dicho; pero cantarero no. Cantarero es el que hace cántaros, o el barro de que se hacen.

"…la planicie polvorienta y caliginosa." (Los dos Luises y otros ensayos, página 172.) Caliginoso se deriva de calígene: niebla, oscuridad. Equivale a decir: la planicie densa, oscura. Sin duda, nuestro autor creyó que caliginoso era sinónimo de caluroso, ardiente, ardoroso, que probablemente es lo que quería expresar.

"…el monte está poblado de pinos olorosos y de hierbajos ratizos." (Las confesiones de un pequeño filósofo, página 12.) Otro ejemplo de conversión de un sustantivo -ratiza- en adjetivo. Además, la voz ratiza, que, dicho sea de paso, no está admitida por la Academia, quiere decir vegetación baja, pobre, de los montes sin arbolado. Y en el monte de que nos habla Azorín había "pinos olorosos".

"… asaborea gratamente las conservas." (Antonio Azorín, página 31.) ¿De dónde saca nuestro autor este verbo, sino de su magín, como otros muchos? Tenemos en nuestra rica habla asaborar y asaborir, arcaísmos que equivalen hoy a saborear. Pero Azorín por ese verbo tan ingrato al oído como espúrio. Mal estaría echar mano de voces que están en absoluto desuso, pero mucho peor alterarlas con aditamentos innecesarios. Lo mismo hay que decir de rasea por rasar:"… se oye sobre la acera el rasear de una escoba." (La misma obra, página 51.) Estaría mejor dicho: rozar o roce.

"La avispa no ronronea indecisa sobre el agua." (Fantasías y devaneos, página 237.) En castellano este verbo onomatopéyico expresa el ronquido que produce el gato en demostración de contento. Es, pues, un disparate de a folio el que comete Azorín al emplear un verbo que está tan lejos de recordarnos el zumbido de las avispas.

"En un momento álgido del flamenquismo." (Los valores literarios, Madrid, 1921; página 233.) Un chico del Instituto ha vapuleado de lo lindo a los que caen en este dislate. Algido es el estado de frialdad del cuerpo humano, cuando se está en la antesala de la muerte. Azorín debió escribir: "en un momento culminante del flamenquismo", o bien:" cuando el flamenquismo se hallaba en todo su apogeo.

Azorín tiene una tía-tía Bárbara-tan calladita que no despliega los labios como no sea para exclamar: "¡Ay, Señor¡". Veamos la manera con que nuestro autor nos refiere este detalle: "…yo no recuerdo haberle oído decir nada-a su tía Bárbara-, aparte de sus breves y dolorosas imprecaciones al cielo: ¡Ay, Señor¡" (Las confesiones de un pequeño filósofo, página 120.) ¿Dónde está aquí la imprecación, señor Azorín? Imprecación es desear mal o daño a otro, y su tía Bárbara, que según Azorín, "lleva continuamente un rosario en la mano y va a todas las misas y a todas las novenas", no es posible que lance imprecaciones de ningún género ."¡Ay, Señor¡" es una exclamación, o una interjección, o una lamentación. Me temo que la tía Bárbara, mientras viva, no le perdone el lapsus a su sobrino.

"…las estrellas titileaban." (La ruta de don Quijote, página 23.) Al principio creímos que era una errata, pero después hemos leído: "oscilación perpetua, titileante." (Félix Vargas, página 137.) "El silbato largo y tembloteante." (La misma obra.) Se debe decir: titilaban, titilante, temblante. El verbo tembletear es innecesario. ¿No tiene bastante Azorín con tremer -del latín tremere-, temblar, tembletear, temblequear e incluso tremar, si bien es voz anticuada?

III. Arcaísmos y neologismos

Cuando un escritor usa palabras arcaicas no será aventurado suponer que se trata de un apasionado de los clásicos. De igual modo que la lectura de libros franceses suele hacernos caer, de no estar prevenidos, en algún que otro galicismo, el roce diario con los clásicos bien puede ser causa de que adoptemos expresiones arcaicas, en absoluto desuso. Lo raro, por no decir insólito, será que el entusiasta de los clásicos cultive el neologismo con igual desenfado que cualquier escritor modernizante. La razón es obvia. Clasicismo y modernismo son dos términos que se repelen y sólo viven amigable y armoniosamente en los artistas ponderados y eclécticos, que no rehúsan la bienhechora influencia del arte clásico dentro de los hábitos de la literatura moderna. Pero Azorín es la excepción de la regla. En un mismo libro y hasta en una misma frase, daremos de narices con arcaísmos y neologismos. Absurdidad, por absurdo; coquinario por culinario; adegaño, por aledaño; cercanidad, por cercanía; esquividad, por esquivez; horta, por huerto; chicarreros por zapatilleros; talabarteros, por guarnicioneros. Y al lado de estas voces arcaicas o caídas en desuso: alumbrar, productividad- en castellano tenemos producibilidad, objetivización, seriación, fosquedad, motivación, pesquisición, boscosidad, molturación (aragonismo), jerarquizar y otras palabras espurias, advenedizas y disonantes…

IV. Solecismos

Mucho se ha generalizado el uso del verbo ocupar con la preposición de, sin tener en cuenta que dicho verbo no rige de. En artículos periodísticos, libros de famosos autores y discursos parlamentarios es frecuente leer u oír: " El Gobierno no se ha ocupado aún de traer a la Cámara tal o cual proyecto de ley. "En el próximo artículo me ocuparé de la última novela de Mengano." Reprensible es el empleo que dan a este verbo políticos, novelistas y gacetilleros, de ordinario a mamporros con el habla, la sintaxis y hasta el sentido común; pero más censurable será que autores encargados de la custodia de nuestra lengua incurran en igual solecismo. Así, leemos en algunas obras de Azorín: "… ocupándose ya concretamente del Don Alvaro…" (Rivas Larra, Madrid, 1921; página 93.)

"…un hombre de quien a la sazón se ocupan todas las lenguas." (Los Pueblos, página 61.)

Bastaría ser asiduo lector de los clásicos para dar a este verbo el régimen que le corresponde. Y como concurre esta circunstancia en Azorín, no nos explicamos el solecismo que comete cuantas veces trae a colación el verbo ocupar.

"¡Oh, cuán ocioso está mi pensamiento
cuando se ocupa en bien de cosa mía!"
(Gracilaso.)

"En esto se ocupaban las dos referidas deidades." (Leandro Fernández de Moratín.)

"Parecía que solo se ocupaba en servirlos." (Cervantes.)

Hasta Jovellanos, cuyo lenguaje nunca podrá ponerse por modelo de casticismo, ya que era un escritor bastante afrancesado, escribe: "Cuando, por un rasgo tan propio de su celo como de su sabiduría, se ocupa en reformar de raíz esta preciosa parte de nuestra legislación." (Informe sobre la ley agraria, Palma, 1814.)

En castellano no se puede decir más que "ocupar en" u "ocupar con". Lo demás déjese a los galiparlistas.

No está más afortunado nuestro autor al usar los verbos destacar y protestar. Anoto el hecho, pero omito el comentario en gracia a los muy en su punto de Cavia y Casares.

¿Qué decir de los constantes delitos que comete contra la sintaxis? En un estilista -acogido en la mansión de los inmortales con grande repique de campanas y jubilosa algazara- ciertas construcciones defectuosas no tienen perdón de Dios. Unas veces es la mala colocación de los adjetivos, como veremos después; otras la pésima concordancia de estos con el nombre, ahora se olvidan las reglas de correspondencia, ya se da a los verbos un régimen indebido:

"…vuelve la cabeza, abre anchos los ojos y contesta." (Los Pueblos, página 176.)

"…golpean con sus varas al suelo." (Al margen de los clásicos, página 153.)

En cambio:

"Porque en las plantas, lo mismo que en los insectos, se puede estudiar el hombre." (Antonio Azorín, página 29.)

"Y este es el momento terrible: el pescador lo desentraba del anzuelo y lo echa en un lóbrego cesto." (Los Pueblos, página 146.)

"María da un beso al conde-su padre- y se sube a acostarse." (Idem, página
156.)

"He llegado a la Catedral y he entrado al patio de los Naranjos." ( España, Madrid 1920; página 122.)

¡Vivir para ver¡ ¡Qué esfuerzos, qué sudores, qué fatigas no pasaría nuestro autor para meter en la Catedral el patio de los Naranjos¡ No desconocemos el hecho de que en los clásicos entrar rija a. Salvá, en su Gramática, admite, además de la construcción con en, la de entrar a. Sin embargo, entre este criterio y el de la Academia, nos decidimos por el de la docta casa…

"…libros que veis un día paseando, aburridos, en un escaparate lleno de polvo de una tienda de Astorga, o de Cuenca, o de Orihuela…" (Fantasías y devaneos, página 95.)

Al reproducir este pasaje hemos conservado su pésima puntuación. Además, no sabemos si son las personas imaginarias a que se refiere Azorín las que pasean aburridas o si son los libros…

Podríamos traer a la picota otros muchos descuidos de Azorín que harían refunfuñar en sus sepulcros a todos nuestros buenos gramáticos, desde Antonio de Lebrija hasta Rufino Cuervo. Pero es cierto también que estos solecismos que acabamos de anotar, si deslucen, no nublan, ni con mucho, las bellezas literarias atesoradas por nuestro autor en la mayoría de sus obras.

VII. Afectación

"Llaneza, muchacho…" Pero no es este el camino de la sencillez ni de la claridad. Decir "aguas entarquinadas" (Félix Vargas, página 201), por encenegadas; "escaleras pronas" (Doña Inés, página 6), por empinadas; "hierro enalbado" (Idem, página 63), por caldeado o encendido, tiene el peligro de que no nos entienda la mayoría de los lectores, y es afectación al propio tiempo.

Este léxico tan rico, tan opulento, de Azorín supone un trabajo extraordinario de busca y rebusca. El procedimiento ya lo conocemos. Nos lo ha dicho nuestro autor, bastará leer a los clásicos e ir anotando en un librito todas las voces, hoy olvidadas o en desuso, que nos salgan al paso. La tarea para un amante de las letras es fácil y hasta entretenida. ¿No se ha dicho del poeta francés Juan Moréas que iba a las bibliotecas a buscar palabras? Un escritor prudente y meticuloso de seguro que las someterá a un concienzudo estudio. Es el mismo caso del entomólogo cuando aprisiona en la red tal o cual insecto desconocido. Lo mirará de todas las maneras imaginables: de frente, de lado, al trasluz.

Examinará sus características hasta que quede oportunamente y discretamente clasificado. Sin embargo Azorín no sigue este sistema. Una vez anotadas las voces clásicas que enterró la incuria de subsiguientes generaciones, no vuelve a pensar en tales palabras. Espera a que, de pronto, de modo súbito e intuitivo, venga el vocablo a los puntos de la pluma. No ha de sorprendernos, como es natural y dada la maniobra de que se vale nuestro autor, que algunas voces estén impropiamente empleadas, con lo cual se afea y desluce el arte, ya que la palabra es su primordial elemento.

Otras veces vienen las palabras como traídas por los pelos. Si no pareciese algo hiperbólica nuestra afirmación, aseguraríamos que hay escenas y pasajes en las obras de Azorín, que no tienen otra finalidad que la de dar empleo a determinadas voces. En los últimos libros del escritor de Monóvar podríamos suprimir capítulos enteros sin que la omisión hiciera la menor mella al asunto, de suyo flaco y esmirriado. Esto me recuerda esos libros con ejercicios ortográficos en que la naturalidad de la frase supeditase al objeto pedagógico de la obra. Ejemplo al canto: "Con abemolado acento y a sovoz reclamaba la ajabeba o flauta el mozo que acampaba en el abertal." (Ortografía práctica, de Miranda Podadera; Madrid, 1929.) Preténdese con la frase transcrita adiestrar al lector respecto de la enrevesada ortografía de ciertas palabras, importándole un ardite al autor del libro que la naturalidad y hasta el buen sentido brillen por su ausencia.

Tomemos en las manos Doña Inés. ¿Quedaría como entullecida la mentada novela si cercenásemos algunas de sus páginas? El capítulo noveno, titulado Segovia, quizá no tenga más justificación que el uso de ciertas voces. Citemos algunas de ellas: sequeral, hortales, adumbra, expresión, jabardeando, cárcolas, viaderas…De aquí precisamente la excesiva plasticidad de algunos pasajes de Azorín. Las palabras parecen mariposas muertas y atravesadas por un alfiler. No late la vida en ellas, no corre a través del estilo, como por las redecillas del cuerpo humano la sangre palpitante y vivificadora. Falta la espontaneidad de la inspiración. En cambio sobra artificio.

Digamos con Maese Pedro: "Llaneza, muchacho; no te encumbres, que toda afectación es mala."

IX. Comparaciones y tropos

Faltó a la "generación del 98", la declaración explícita y solemne de su ideal estético. No tuvieron sus representantes un Prefacio de Cromwell, como los románticos franceses. Pero si no hubo una norma general, colectiva, universalmente aceptada, porque aquél movimiento literario no traspasó las fronteras, dióse el caso, en cambio, de que cada escritor promulgase su ley. En el fondo existía una trabazón psicológica: la guerra a la tradición española. Pero en lo externo cada autor adoptaba un estilo, coincidente tonel de los demás en la trasgresión de todo precepto literario y de las reglas de la sintaxis.

Azorín, por ejemplo, no cree en la eficacia de las comparaciones, abomina de la metáfora y de la brillantez de estilo. Así leeremos alguna vez "… una larga barba blanca". (Superrealismo, página 24.) Frase que podría figurar como paradigma de cacofonía en cualquier Preceptiva literaria.

De todos los subterfugios y tranquillos de la literatura -nos dice en La Voluntad-, la comparación es la más grave: Quien compara una cosa con otra incurre en la superchería "de producir una sensación desconocida apelando a otra conocida". La comparación es, pues, "algo primitivo, infantil". Reprueba la brillantez de estilo porque, al ser el escritor "esclavo de la frase, del adjetivo, de los finales", no hay "medio muchas veces de encajar la idea entera". Se declara irreconciliable enemigo de los recursos sintáxicos (sic) manoseados". Hace ascos de la vulgaridad de algunos escritores del pasado siglo. Da cordelejo a nuestros clásicos, proclamando muy seriamente que, fuera de contadas excepciones, el teatro español de la edad de oro no es más que viento y bambolla. Y figuras del arte literario que tuvimos por gloriosas le incitan al desprecio y a la diatriba….

¿Qué libro de bella literatura no contiene metáforas y comparaciones a granel? Tan es así, que el mismo Azorín toma a fiesta y tararira sus propias convicciones. El, que ha despotricado tanto contra el leguaje figurado y los símiles, escribirá a cada paso: "Los encajes, sobre la carne morena, son como blanca espuma." "…el rellano, con su baranda, era como un balcón que diera a la calle." "…entre los claros de la arboleda se ven a trechos los cristales de las aguas." "La hierba, corta y fresca, forma un tapiz aterciopelado." Y hay momentos en que los símiles traspasan los linderos de la naturalidad: "la inmensa y menuda orquesta de los grillos… ha bajado sus élitros como se baja la tapa de un piano." "Sobre sus cristales tersos, las frondas de las orillas se inclinan y besan las aguas, como si los árboles, sedientos, estuvieran bebiendo de bruces." (Doña Inés.) Azorín, ni corto ni perezoso, llega a decir: "Al anochecer, bajo la ancha campana de la cocina, ante el fuego de leños tronadores." (La Voluntad, página 139.) ¡Como si existiera ni la más remota analogía entre el trueno y el chisporroteo de un leño!

Anotemos, por último, otro ejemplo del desparpajo con que nuestro autor maneja el lenguaje tropológico: "La casa aparece allá arriba…, desaparece, torna a aparecer. Sus paredes blancas van disolviéndose en la lejanía." (Félix Vargas, página 275.) ¡Lo mismo que el cloruro de sodio en el agua!

No está el secreto del arte en extrañar de su reino el lenguaje figurado y las comparaciones. Esto sería tanto como ir contra la naturaleza de las cosas. Los símiles son tan precisos al lenguaje literario como consustancial es al mismo la metáfora. El busilis de la cuestión consiste en usar debidamente estos bellos artificios. Si tratamos de hacer comparaciones a fin de que la idea, objeto o sentimiento que expresamos se muestre en todo su vigor, bastrá que exista cierta analogía entre ambas cosas. Porque si el parecido es exacto, la comparación indica cuán pobre es nuestra imaginativa. Y si no hay semejanza, el propósito del escritor queda malogrado, dificultando y entorpeciendo el sentido dela frase. Lo mismo habrá que decir del lenguaje tropológico. Tienen las palabras dos sentidos: uno recto y otro traslaticio. Pero esto no quiere decir que se puedan disolver las "paredes blancas" de una casa, por muy lejana que ésta esté; ni que el chisporroteo de los leños se asemeje al tableteo de la tormenta.

XI. Extravagancias y rarezas

Para completar en lo posible este estudio comentaremos grosso modo algunas rarezas y extravagancias de Azorín, inexplicables en escritor como este, de tan fina y delicada espiritualidad. No hay literatura que no tenga escritores extravagantes, bien por artificio de los mismos escritores o porque escriben al dictado de una neurosis del espíritu. En el primer caso buscan la notoriedad, y en el segundo se la encuentran. De aquí precisamente que la crítica literaria disculpe a unos y combata a otros. Porque la afectación es antípoda de la naturalidad, y el arte sólo se da en este hemisferio. Ya lo ha dicho Quintiliano: Ubicumque ars ostendatur veritas abesse videtur.

Los mismos tranquillos y supercherías que hemos notado al principio de este capítulo constituyen ya una extravagancia. Si Azorín va a Criptana -la patria de Sancho-, Irán a verle todos los hidalgos del pueblo: "Don Pedro, don Victoriano, don Bernardo…"- así hasta dieciséis nombres propios- (La ruta de don Quijote, página 161.) Si cuenta la vida de un labrantín, nos dirá, sin respirar siquiera, que "sale al campo, labra, cava, poda los árboles, escarda, bina, estercola, cohecha, sacha, siega, trilla, rodriga los majuelos y las hortalizas, escarza…" (España, página 116.) Si parafrasea los elogios que de la vida rural hiciese fray Antonio de Guevara, nos referirá ce por be todos los pormenores de ella. El inspirado autor de Qué descansada vida expresó todo esto en ochenta y cinco versos sobrios y elegantes, pero Azorín necesita trece páginas de farragosa, plúmbea literatura (Lecturas españolas.)

Si escribe la historia de un Don Juan de difícil identificación literaria, nos regalará, sin qué ni para qué, con el censo siguiente: "Había en la provincia 320 curas, 258 beneficiados, 109 tenientes curas, 184 sacristanes, 42 acólitos, 59 ordenados…, 14 síndicos…, 12 demandantes, 295 religiosos profesos…" (Don Juan, página 21.)

Otras veces enumera todas las clases de pera que en el universo mundo se conocen: "pera Joaneta, pera Burdon, Blanquilla precoz, Chipre, Magdalena, Muslo de Dama…" (Fantasías y devaneos, página 221.) Así hasta veintisiete, de los "1.133 perales diferentes" de que hay notícia….

Si estuvieramos en condiciones de dar un consejo a Azorín-aunque nada hay más fácil, al parecer de un filósofo griego, que dar un consejo a los demás-le diríamos que estas rarezas, estas extravagancias, más bien deslucen que hermosean la obra de arte…

Pero estos datos, que estarían de perlas en un anuario de la Cámara de Industria y Comercio, están de más en una obra de bella literatura.

El alma de las cosas y la fuerza de evocación

…Mas si entre estos escritores hay uno que penetra en el misterios de las almas, descubre el hermoso panorama de la vida interior, que talla al héroe, no en piedra, sino en carne viva y por el módulo de un Miguel Angel; que no se circunscribe a copiar la realidad tal como ella es, sino que la ennoblece e idealiza, entonces estaremos en presencia del genio, que hendirá con su cincel la cantera del arte, como el rayo hiende la roca de granito.

Este artista genial es el mismo que ha poblado la literatura de figuras ingentes, descomunales: Don Quijote, Hamlet, Fausto, Calibán, Yago, La Celestina, Cleopatra, Volpone. Del idealismo y de la quimera saca al hidalgo manchego; de la perfidia y del amor, a la tempestuosa Cleopatra; de la brutalidad, a Calibán; de la avaricia y de la lujuria, a Volpone. En Yago infunde un espíritu astuto y protervo; en Celestina, a la tercería y el zurzir voluntades da forma humana e imperecedera; con Hamlet simboliza la desilusión de vivir, y en Fausto, la sabiduría desengañada y la jocunda juventud y el amor, aun a costa de pactar con el diablo.

El genio no encuentra fronteras a su paso. Tiende al andar firme y seguro. Escala las montañas más altas y desciende a los abismos. Busca siempre más de lo que hay bajo la naturaleza del hombre, y como no lo encuentra traspasa los límites humanos. Su arte consiste muchas veces en estirar las figuras, en darles proporciones gigantescas. Abarca de una mirada todas las cosas, desde la explosión de las ideas en el cerebro del hombre hasta el pormenor más pueril de la envoltura material. Emplea a cada instante las metáforas, las imágenes, las comparaciones. Como tiene una imaginación exaltada y brillante, adopta las formas artísticas que más hieren la sensibilidad de los demás. El estilo es impetuoso y cálido. Las situaciones, los caracteres, los contrastes, los sentimientos pertenecen a la región de lo sublime, y son, por lo tanto desproporcionados, desmedidos, fantásticos. El héroe tiene los pies en el suelo y la cabeza en las nubes. Solo de este modo podemos representarnos su tamaño.

Quien así concibe el arte ha de ocupar, por fuerza, el primer puesto en la escala de los valores literarios. Bajemos peldaño por peldaño, desde la cima hasta la base. El talento, tan amigo de la proporción y de la armonía, nos deleitará con sus bellas concepciones. Ni faltará ni sobrará nada. Se ha reducido la medida; pero en cambio, los tipos son proporcionados, la euritmia de la construcción es evidente, las conversaciones resultan más naturales y el lenguaje tropológico recobra su mesura…

…Pero pronto aparecerá el fenómeno literario que constituye a mi juicio, la más brillante propiedad de Azorín. Las cosas materiales que nos rodean se animarán, se espiritualizarán, cambiaran la rigidez hierática de la materia muerta por el ritmo de la vida. Debajo de esta naturaleza, desprovista de todo aliento vital, hay un alma que da expresión a las cosas. Azorín ha hecho este descubrimiento en nuestra literatura. La fuerza plástica de su espíritu evocador no debe sorprendernos. Quien descubre los matices más leves, más etéreos de las cosas, bien puede reconstruir de modo magistral la vida objetiva, material y sensible que está en torno nuestro. De aquí naturalmente, el arte con que pinta Azorín la melancolía de los jardines abandonados, el silencio sepulcral de las antiguas ciudades castellanas, la misteriosa poesía de esas plazuelas que tienen en el centro una fuentecita de parleros caños y que están rodeadas de añosos edificios, la humilde y recatada actividad de regatones y abaceros, la figura garbosa de un hidalgo que, sin blanca ni de donde le venga, luce con mucha prosopopeya su altivez y bizarría por las calles de Ávila o de Toledo, puesta la mano en la empuñadura de la espada y oculto el rostro a medias bajo el embozo de la capa. No busquemos en las obras de Azorín la sana y bullidora alegría de la juventud, ni los "colores lujuriosos" que un escritor mediterráneo ve en el paisaje, ni la conformidad con el genio de la raza, ni el respeto a la tradición española. En cambio, nadie como él descubrirá la honda tristeza que al atardecer se apodera de los claustros monásticos, cuando el sol ha traspuesto el horizonte visible y caen sobre la ciudad, "lentas, sonoras, pausadas", las campanas del Angelus.

Faltan en la paleta de nuestro autor los colores brillantes del Tiziano o de Van-Dyck. No hay en sus libros explosiones de júbilo, ni sentimientos rebelados contra la disciplina del juicio, ni vibra la voz de la pasión, ni se encabritan los sentidos, ni relampaguea el odio. Todas las cosas adoptan finos y delicados tonos. Puede más la inteligencia que el corazón. Hay un sentido común adornado de lirismo, una fuerza expositiva que se complace en apurar los matices de las cosas, por inaprehensibles que estas sean; un sentimiento de lo pequeño que trae a la mente las miniaturas de Clovio o de Isaac Oliver. De aquí precisamente que las verdosas, inmóviles aguas de los estanques, las hojas secas, amarillas, que en los otoños alfombran las largas avenidas de los paseos; la campanita que "con su voz de cristal", al mediodía y al anochecer, avisa a todos los herreros, carpinteros, albañiles, peltreros y talabarteros de la ciudad para que suspendan el trabajo, tengan un dulce y espiritual resonancia en la conciencia estética de Azorín…

NOTAS FINALES

Absurdidad: pág. 103
Alumbrar: pág. 103
Aina: pág. 105
Amar: págs.115 y 116
Añudar: pág 105
Arte de gobernar: pág. 158
Ciencia y arte: pág. 123…….


Contradicciones de Azorín: págs. 44 y 57.

Nuestro autor, que ha llamado a Fray Luis de Granada artificioso y afectado, no tendrá reparo en proclamarle "gran artífice de la prosa". (De Granada a Castelar, edición Caro Raggio; Madrid, 1922, página 76.)
Prosigamos:

"A tres siglos de distancia, nuestra simpatía va hacia este escritor -fray Luis de Granada-, todavía no bien estudiado, algo desdeñado por los doctos y que es un prosista castellano de primer orden." (Los dos Luises y otros ensayos, Caro Raggio, Madrid 1921, página 23.)

"Comparad esa prosa -la de Granada- con la de Gracián, la de Quevedo y aun del mismo Cervantes. La diferencia salta a la vista: nos hallamos en presencia del mínimum de vocabulario y de artificios sintácticos, unido al máximum de energía y de inspiración. Y esta es la suprema novedad en fray Luis. Como era su vida era su estilo: sobrio, claro y preciso." (Idem página 37.)

"¿Quién mejor que fray Luis de Granada merece ser divulgado, apreciado y gustado?" (Idem página 52.)

"¿Quién será en España mayor prosista que fray Luis de Granada?" (Idem página 53.)

Como recordaran nuestros lectores (página 57), Azorín ha dicho de Zorrilla es un poeta incongruente y superficial, y que no hay en toda su obra ni un rastro de emoción ni de idealidad". (Rivas y Larra, edición Caro Raggio; Madrid, 1921, página 25.) "¿Hay nada más hueco, palabrarero, incongruente y sin emoción que la posía de Zorrilla?" (Los valores literarios, Caro Raggio; Madrid, 1921, página 210.)

Esto no es óbice para que nos diga también:

"En Zorrilla- y esto hace su grandeza- hay lo que no encontramos sino de raro en raro en los demás poetas españoles: un elemento de vaguedad, de misterio, de idealidad. Esa idealidad de Zorrilla la encontramos, por ejemplo, en una de las primeras poesías de Angel Saavedra, en la titulada A las estrellas; la encontramos en alguna otra composición de Espronceda; mas en Zorrilla es permanente y constituye la esencia de su estro. ¡Cuantos prejuicios se han amontonado alrededor de este maravilloso poeta y cuán torcidamente ha sido juzgado!… Zorrilla, a trozos, puede ponerse a par de Hugo… Pero nuestro propósito no era ahora hacer un estudio de nuestro glorioso poeta." (Entre España y Francia, C. Raggio; Madrid, año 1921, página 219.)

"Zorrilla, el vasto y pintoresco Zorrilla, todavía inexplorado…" (Idem, página 227.)

De sabios es cambiar de opinión.

El alma de las cosas: pág. 146

Esta frase de Azorín y otras muchas análogas que atribuyen un alma a las cosas que están en nuestro derredor, tienen un sentido exclusivamente poético. La imaginación y la sensibilidad literaria de Azorín, en amigable consorcio, descubren ese secreto, ese íntimo arcano de las cosas inanimadas. Se trata, pues, de un sentimiento panteísta, de un efluvio de lirismo, pero sin ninguna trascendencia filosófica. Sin embargo, suponer que en las cosas que nos rodean hay un alma que las anima, es una teoría filosófico-religiosa: el animismo.

Fue precursor de esta teoría, bien entrada la mitad de siglo XVIII, el erudito Bergier, el cual pensaba que el fetichismo y la astrolatría "nacieron de la mentalidad infantil, que puebla todas las cosas de genios o espíritus". Los primitivos suponían que los diversos elementos de la Naturaleza estaban animados por dichos espíritus. De aquí precisamente la adoración de la que eran objeto los bosques, el agua, las plantas, los totems y, en particular la serpiente.

A juicio de Tylor -a quién se debe el desenvolvimiento sistemático de esta teoría religiosa-, del animismo proviene la multiplicidad de los dioses, cada uno de los cuales representa y humaniza una parte de la naturaleza: Helios, el sol; Eolo, el viento; Hécate, la luna; Hestia, la tierra, limitándonos a la mitología clásica.

La teoría animística- llamada teoría clásica por Andrés Lang- prevaleció durante un tercio de siglo entre los sabios investigadores de las religiones. He aquí los países o zonas geográficas en donde se recogió el material científico para la elaboración de esta teoría religiosa: Guinea inferior; Nordeste y Sudoeste del Amazonas, así como los territorios indonésicos y los norteamericanos del Noroeste y del Sudeste. (Consúltese Manual de Historia comparada de las Religiones, del doctor P. G. Schmidt; Madrid, 1932.)