PASAJES DE LA OBRA

Tan pronto salía del lecho, comenzaba a sufrir. En el cuarto de baño faltaba del toallero la toalla; el cepillo de las uñas había desaparecido del lavabo, y el de los dientes, del vaso de asta de la repisa de cristal.

-¡Concha! exclamaba con indignado acento, a la vez que asomaba la cabeza por la puerta del cuarto de baño- ¡Pero es posible que ni un solo día encuentre las cosas en su sitio!

A las voces de don Marcelo acudía Isabelita.

-La toalla, como si lo viera-decía con su voz aterciopelada y leve -se la habrá llevado Juan Carlos. Las demás cosas, de seguro que andarán por aquí escondidas. Ya sabes la manía que ha sacado ahora Luisito de cogerlo todo y esconderlo.

Y efectivamente, tras una búsqueda minuciosa por el cuarto de baño, iban apareciendo los objetos ocultos. El cepillo de las uñas, debajo de la bañera; el de los dientes, detrás del espejo del tocador; y el jabón de afeitarse, en la bolsa de los peines, que pendía de uno de los soportes del toallero.

-Papá, buenos días- sonaba en el fondo del pasillo la voz de Juan Carlos-.

Regresaba en aquel momento de jugar a la pelota en el Frontón y traía ceñida al cuello la toalla de felpa.

-Con tal de satisfacer vuestros caprichos- rezongaba don Marcelo en un tono que quería ser severo, pero en el que se notaba, tan sólo, un justificado mal humor-poco os importa que los demás tengamos que ir sin secarnos a nuestras ocupaciones o que tengamos que hacerlo en el pañuelo.

-¿Pero es que no hay más toalla que esta en casa?- gruñía Juan Carlos, quitándosela del cuello y dándosela a su padre-.

Don Marcelo, tras de coger la toalla, daba un portazo y seguía vistiéndose, sin contestar a su hijo que, contrariado también, se metía en su habitación.

Estas escenas y otras parecidas ocurrían frecuentemente en casa de don Marcelo. Los caracteres encontrados, la pésima educación de los hijos, la bondad excesiva de doña Concha y la penuria de medios económicos tenían la culpa de todo.

Don Marcelo contaba con el sueldo de catedrático unas ocho mil pesetas aproximadamente; con lo que obtenía con las clase particulares que daba, lo cual no ascendería a tres mil ,y con los bienes heredados de un tío suyo, don Ludovico Ponce, canónigo que fue de la catedral de Zamora. Consistían éstos en algo de papel del Estado; seis mil o siete mil duros en cédulas hipotecarias y una huerta en la umbría de la Montaña. Doña Concha había aportado al matrimonio un olivar de diez yuntas, llamado el Corralón y la casa en que vivían.

Bien administrada esta hacienda; con un poco de sobriedad en los gastos y más energía para educar y dirigir a los hijos, la familia de Ponce habría salido con el tirón adelante. Pero Juan Carlos, que se pasaba el día jugando a la pelota vasca, montando a caballo en un hermoso alazán del regimiento que guarnecía la ciudad o paseándose por la calle principal de ésta, quería ser arquitecto nada menos. Pablo, el segundo varón, se estaba preparando para ingresar en la Academia de Ingenieros. Cándido y Antonio estudiaban en el Instituto e Isabelita aprendía idiomas y mecanografía. ¡Quién sostenía estos gastos! Por muchos números que hiciera don Marcelo, era imposible subvenir a tantas necesidades, sin ver como, poco a poco, se iba consumiendo la hacienda. Y todo podría darse por bien empleado si los hijos de don Marcelo se abriesen paso a través de las dificultades de los estudios y si en los finales de curso o en las tentativas de ingreso en la Escuela de Arquitectura y en la Academia de Ingenieros, se lograse el fin apetecido. Más desgraciadamente, los sacrificios monetarios de don Marcelo de nada o de muy poco servían. Si se hubiera tenido en cuenta esta amarga y dolorosa experiencia, Juan Carlos estaría ayudando en el escritorio al primo Humberto; Pablo habría entrado como dependiente en el comercio de Riduejos y Cia.; Cándido y Antonio, que parecían los menos gandules, habrían concluido sus estudios de Segunda Enseñanza, para emprender después sendas carreras fáciles y poco costosas, e Isabelita y los otros pequeños habríanse dedicado a ayudar a doña Concha, que buena falta le hacía…

Don Marcelo conocía bien a todos ellos. Pero le faltaba resolución para decir la ultima palabra. Toda la fuerza se le iba por la boca. Advertía, amonestaba, gruñía desaforadamente, cuando roto el freno de la continencia y viendo la esterilidad de sus esfuerzos por encauzar su vida, pensaba en los negros y desgraciados días futuros. De los valores del Estado y de las cédulas hipotecarias sólo quedaban en los cajones de la mesa del despacho, las cartas del banco que decía habían sido realizados “de acuerdo con las ordenes recibidas”.Sobre la casa en que vivían pesaba una hipoteca de cinco mil duros. Este fue el primer serio aldabonazo dado en la conciencia de doña Concha. Los títulos de la Deuda y las cédulas hipotecarias, como ella decía, eran papeles de un valor convencional. La casa no; la casa representaba un valor real, auténtico, positivo. El cuarto de baño con sus azulejos de un rosa pálido, sus relucientes grifos y su bañera de mármol blanco; los cuartos de dormir, amplios, ventilados y luminosos; la sala o recibimiento, adonde hacía pasar a las personas de cumplido; el comedor, con su chimenea de esquizado mármol negro y la terraza, desde la que se divisaba la ancha campiña dorada de sol, era como una prolongación de la familia. Allí habían nacido los ocho hijos, y ella, y la abuela, doña Luisa Oñate, de quien procedía el inmueble…

Las desavenencias conyugales de don Marcelo y doña Concha tenían como causa ocasional, la penuria de medios económicos, pero como razón básica, la diferencia de caracteres. Consumida por el tiempo la envoltura melífica con que los recién casados disimulan el verdadero sabor espiritual de cada uno, mostrase en toda su desnudez pagana la idiosincrasia de doña Concha y la de don Marcelo. Si doña Concha tenía un temperamento apacible y dulce, poco propenso a las reacciones violentas, don Marcelo vibraba fuertemente en cuanto percibía su conciencia la menor descarga de las cosas. Era un espíritu lleno de sensibilidad, y cualquier sacudida externa lo ponía en conmoción.

Doña Concha había sido muy tratable y mundana. En su juventud se la disputaban por su atractivo personal. Suplía la falta de grandes encantos físicos con una irresistible simpatía que se le trasvasaba e iba a hacer más dulces y atrayentes sus palabras, sus movimientos y sus actos. Don Marcelo aunque en la intimidad propendía al buen humor y fuera de sus pasajeros arrechuchos era muy jovial y burlón, a primera vista parecía, huraño, receloso y metido en sí. Su corpulencia y la severidad de su semblante predisponían algo en contra suyo. El mismo se daba cuenta de la reserva que inspiraba a los demás y como era bastante soberbio, en vez de procurar desmentir con su trato afable y comunicativo esta impresión adversa, la subrayaba enfoscando aun más el rostro y los ademanes. Doña Concha era mujer de profundas convicciones religiosas y si el exceso de trabajo no la consentía cumplir determinados deberes de culto, nadie la aventajaba en su fe y ardiente adhesión al dogma católico. Don Marcelo estaba muy lejos de ser un ateo, ni siquiera un indiferente en estas materias. Oía misa todos los domingos y fiestas de guardar; procuraba observar el precepto que manda recibir a Dios por lo menos una vez al año, en la Pascua florida. Pero su sentimiento religioso carecía de aquella firmeza y robustez con que se manifestaba en doña Concha. En el fondo de su conciencia, como resabio quizá de sus lecturas filosóficas, existía cierta inclinación escéptica que sin tomar forma tangible, sin corporeizarse del todo como un fenómeno psicológico perfectamente comprobado, alentaba empero de un modo espectral y rudimentario.

En otro orden de cosas menos trascendentales, la antinomia entre uno y otro era también notable. Don Marcelo padecía insomnios. No conseguía dormirse”ni a la de tres”.Oía dar las horas al reloj de cuco del comedor. Daba vueltas en la cama; se apretaba con la punta de los dedos los párpados. Todo inútil. El sueño acudía cuando se filtraba ya por las rendijas de las maderas del balcón la lívida claridad del amanecer. Doña Concha, en cambio, caía en la cama “mortal”, como ella decía. No había hecho más que reclinar la cabeza sobre la almohada y ya estaba roncando. Resoplar delicioso, con ese ruido fuerte y uniforme que revela un sueño profundo y reparador. Si un niño se despertaba lloriqueando y tenía que echarse fuera del lecho para darle agua, arroparle o acunarle un poco, al meterse de nuevo entre las sábanas cerraba los ojos y se quedaba dormida.

Cuando se ponía a comer, don Marcelo si veía una mosca andar de un lado a otro por encima de la mesa, no cejaba hasta que la atrapaba o la hacía pasar al otro mundo de un golpetazo del mata-moscas. Doña Concha se limitaba a espantarla y seguía comiendo. Por las noches, antes de acostarse, don Marcelo cerraba las puertas y ventanas de la casa y apretaba fuertemente los grifos del lavabo y del baño. El chirrido monótono de los goznes de las puertas empujadas por el aire y el gotear acompasado del agua sobre su propio elemento, le sacaba de quicio. A doña Concha ya podían chirriarle las puertas o ya podían batirse unas con otras. En cuanto al gotear de los grifos, los distintos tonos que producían las gotas al caer sobre el agua, no sólo no la contrariaban lo más mínimo, sino que la ayudaban a coger antes el sueño. Don Marcelo prefería la tragedia al drama, el drama a la comedia, la comedia al sainete, por entender que “lo cómico era una impotencia de la mente creadora, que no pudiendo descubrir la parte trascendental de las cosas se contentaba con su lado risible”.Había visto representar a Borrás el “Maneli” de “Tierra Baja” y a Tallavi el “Oswaldo” de “Espectros”.Doña Concha por el contrario, iba al teatro a divertirse y optaba por las obras que le proporcionaban este deleite. Los “gallos” o extrañas inflexiones de voz, de la Bárcena le producían gran hilaridad.

Don Marcelo había puesto a doña Concha el sobrenombre de “Cuartito de Hora”, porque por mucha prisa que se diera, siempre llegaba a todas partes con un retraso de un cuarto de hora. Si iban a misa y don Marcelo la aguardaba en algún banco del Parque, en el mismo momento de salir se oía a Juan Carlos:-“No te vayas sin dejarme fuera la corbata de rayas”; o a Isabelita: Mamá,¿dónde has dejado el devocionario?”Pablo, ya vestido del todo, acudía a su madre para que le cosiera un botón del chaleco. Cándido le pedía un pañuelo o las botas “de los domingos”.Total, que cuando doña Concha se desentendía de aquella turba de pedigüeños, había pasado ya con creces la hora de la misa y a don Marcelo se lo habían llevado los demonios.

Procuraba doña Concha acudir puntualmente a todos los sitios; pero su voluntad sucumbía ante los imperativos de la vida familiar.¡Que adelantaba con arreglarse de prisa y corriendo, si cuando estaba con el pie en la puerta de la calle surgía de súbito algún nuevo e inesperado quehacer y tenía que volverse para dentro!

En cierta ocasión don Marcelo citó a doña Concha a la puerta del Teatro Principal. Se representaba aquella noche por la compañía de Ricardo Puga Los intereses creados. Como don Marcelo no quería perderse el Prólogo pues era fama que nadie lo decía como Puga, encareció mucho a doña Concha la puntualidad. Unos momentos antes de empezar la función llegó doña Concha al teatro. Venía con su traje de seda negro, su cruz de esmeraldas sobre el pecho, el reloj de pulsera, los pendientes de perlas y… ¡en zapatillas! Se había vestido tan deprisa para estar a las puertas del teatro a la hora convenida, que se le había olvidado calzarse…

…A través de la ventana veíase la mole gigante de la sierra, con sus casitas de recreo, blancas, alegres, luminosas, desperdigadas desde la falda a la cima, y en el ápice de ésta como coronándola y magnificándola, el Santuario de la Virgen, envuelto ahora en la luz aurirrosada de la tarde.

Sacó el papel del cajón de la mesa. Puso una impoluta cuartilla, con su membrete de catedrático, sobre la carpeta. Mojó varias veces la pluma en el tintero y se quedó un momento pensativo ¿Como empezaría? ¿Querido hijo? ¿Mi muy querido hijo? ¿Queridísimo hijo mío? Llevaba más de cuatro años sin escribirle. Mejor dicho, no le había escrito nunca desde que se marchó de casa ¡Fuera resquemores de la soberbia! ¿Para que remover el pasado, traer ahora a colación cosas que ya no tenían remedio? Su carta debía ser como una carta más de las no escritas, pero que quizá debieran haberse escrito. No titubeó más.”Queridísimo hijo mío…” Trazos robustos, firmes, seguros; que no revelaban ningún recelo ni inquietud. Volvió a humedecer la pluma. Las dudas le asaltaron de nuevo ¡Sí que la carta se las traía! Renunciar a toda alusión al pasado era quedar coja la carta ¿Qué sentido podía tener en las presentes circunstancias una epístola concebida en tales términos? ¿No estaría mejor aludir discretamente al pasado, pero sin insistir más que lo puramente preciso? Tornó a mojar la pluma y escribió:”después de cinco años casi de silencio mío, fundado en razones que, a raíz de marcharte de casa, me parecieron aceptables, porque mi autoridad paterna había quedado en situación un poco desairada y herido mi corazón de lo que yo entonces creí que pudiera ser ingratitud tuya, habrá de sorprenderte de seguro esta carta. Mas tales acontecimientos han ocurrido después y tan tristes e infortunadas las noticias que tu madre nos trajo, que no dudo un momento en que mi autoridad paterna saldrá robustecida de este paso que voy a dar, y que, cediendo tú a las razones que estamparé aquí, quedará restañada, pronto y bien, la herida de mi corazón”.

Se detuvo un momento; leyó lo escrito y satisfecho de haber pasado sin grandes dificultades esta parte de la carta, la más espinosa sin duda, continuó:

“Haces mal en pensar que tu presencia en casa aumentaría considerablemente nuestros gastos y sería, tal vez, un peligro para tus hermanos. Nuestra situación, en realidad de verdad, no solo no ha evolucionado de un modo favorable, sino que ha venido a empeorar con lo ocurrido a Pablo. Pero esto no puede constituir nunca un obstáculo para que vuelvas junto a nosotros. Todo se reduciría a estrecharnos un poco más; a suprimir cuanto no sea absolutamente indispensable. Cualquier sacrificio que se hiciera por ti estaría justificado. No es ahora, en trances como éste, cuando habría que aplicar mi doctrina de siempre sobre la subordinación de la vida a los medios de subsistir que cada uno tenga. Esto, que sería muy razonable tratándose de gastos y necesidades no imperiosos, en la actual situación demostraría una falta completa de buen sentido y una falta absoluta de toda afectividad. Desecha, pues, cualquier escrúpulo que tengas y piensa, sin temor a equivocarte, que todos, desde tu padre a Carmencita, se considerarían dichosísimos no solo con tenerte al lado, sino con prestarte cuantos cuidados exija el estado de tú salud. No te digo la grande alegría que proporcionarías a tú madre, que está que se la ahoga con un cabello.

"No pienses que si nos mudáramos de casa obedecería tan solo a la circunstancia de que tu vinieras. Hace ya mucho tiempo que estamos haciendo diligencias para trasladarnos a otro piso más sano, cómodo y alegre. Ni a la vista de mamá, que tiene que trabajar siempre con luz eléctrica, ni mis dolores reumáticos cada vez más agudos e insistentes, conviene que sigamos viviendo donde ahora. Vengas tú, pues, o no vengas, no será posible evitar los gastos de la mudanza y el probable aumento del alquiler”.

Aunque estuvieras ahí bien atendido, y no son éstas las noticias que nos ha dado tu madre, y no te faltaran recursos económicos con los que hacer frente a tus necesidades ¿cómo vas a comparar una ni otra cosa, con los cuidados que aquí tendríamos contigo y con los sacrificios que se harían para tornarte la salud?

“Darás, pues un disgusto a todos si persistes en tu resolución de no salir de ahí. Además ¿no se te brinda ahora una excelente ocasión de restablecer con tu sometimiento aquella autoridad paterna, tan mal parada hace cuatro años largos? ¿No ansías como yo deseo de todo corazón, que volvamos a estar juntos y que la suerte que sea de uno lo sea también de los demás? ¿Me guardas algún rencor? ¿Fue tu herida más grande que la mía y pensarás precipitadamente que no puede haber ya bálsamo alguno que la cure? ¿Nos olvidaste a todos y nada representamos para ti, ni ningún sitio ocupamos en tu corazón? Preguntas son estas que he de contestar forzosamente de modo negativo. Pero ven tú a devolver cualquier conato de sospecha que se produjera en nuestra alma; ven a devolverle la alegría, la felicidad, el sosiego, a tu pobre madre, que no vive de inquietud y de congoja en tanto continúes fuera de casa, confiado a manos extrañas, cuando tanto necesitas del cuidado y del cariño de tus padres. Depón esa actitud tuya que, habrás de perdonarme, una vez más, trasciende más a orgullo que a virtud. Salga el sol para todos, que eso sería verte aparecer por casa. Y no digas, a lo mejor, al leer esto: “Buen sol nos ha dado Dios ¡Sol que no alumbra ya, que apenas calienta y que está a punto de ocultarse” No pienses tales cosas. Ahuyenta de la mente toda idea pesimista respecto de tu estado y de lo que será el fin de tu vida. ¡Cuantos enfermos en situación más apurada salieron adelante, bien por efecto de la ciencia médica, bien porque la naturaleza humana tiene ilimitada resistencia, bien, y esto es lo más fácil, porque Dios lo quiso!”

Y no me dilato más, pues quiero que esta carta llegue a tus manos cuanto antes.

Por giro postal enviado a tu hermano, querido hijo mío, recibirás la cantidad necesaria para saldar cualquier cuentecilla que puedas tener pendiente y pagarte los gastos del viaje.

Aceléralo todo; no permanezcas ahí más tiempo que lo meramente indispensable y danos pronto la anhelada sorpresa de tenerte a nuestro lado.

Hasta ese momento, que pido a Dios no se retrase, te abraza de corazón, con alma y vida, tu padre.

Marcelo”…

No tiró por la calle de la Manga para desembocar en Santa Lucía y por el Arco de la Virgen arribar a la Plaza Mayor. Este solía ser su itinerario de siempre. Pero como la noche, aunque fría, invitaba a estirar las piernas, antes de encerrarse en casa hasta el día siguiente, subió por la cuesta de la Compañía a San Marcos y adentrose en aquél laberinto de callejuelas pinas y angostas que, irradiando de esta plazuela van a parar a distintas partes de la ciudad.

Los que por precisión más que por gusto, pues este lugar de Castra era lóbrego y miedoso, transitaban por aquí, apenas caían en la cuenta de sus hechizos. Gente que pasaba deprisa, acuciada por algún menester; poco o nada inclinada a disfrutar del encanto de las cosas que fueron. Sin embargo, con los dedos de la mano y aun sobrarían dedos, podrían contarse las ciudades españolas que ofrecían atractivo más vigoroso y profundo que el de este antiguo recinto de Castra. Contribuía a hermosearle el hondo sosiego que allí se respiraba. Nada monumental e inusitado se veía por ninguna parte. Ni hermosos arcos de piedra; ni templos de proporciones descomunales, ni palacios ostentosos desenvolviendo su mole granítica bajo la paz del cielo. Allí el arte adoptaba formas modestas. Una calle prona y de irregular trazado, con casucas achaparradas; dos o tres torres de construcción adusta, severa, pero con el primor arquitectónico de un ajimez, de elegante parteluz; una iglesia que había sido antes mezquita y cuyo exterior ropaje de piedra y ladrillo pregonaba la dualidad de estilos; un antiguo alcázar desprovisto de toda grandiosidad y como un poco a trasmano; y un convento de paredes verdinosas, con alguna que otra resquebrajadura de la que hacían abrigaño las sabandijas, maciza puerta claveteada y un campanil que era más bien rústica espadaña.

Casi podía decirse que esto era todo. Más como iba pensando ahora, don Marcelo, cuyos pasos sobre los duros guijarros de la calle resonaban misteriosamente ¡qué honda y dulce paz; qué silencio sobrecogedor, qué singular hechizo de la luz estelar en los ajimeces, y los contrafuertes, y las saetías, y los fustes¡… Daba la impresión todo aquello de que la vida tenía allí vedado el paso. Y debía de ser así, porque la lechuza, desde algún mechinal o buhedera, mandaba callar a los que venían a profanar con sus pisadas el silencio reinante.

Mucha costumbre tenía don Marcelo de deambular por estos rincones de San Marcos; de hundirse en las patéticas tinieblas de sus calles; de deslizarse como una sombra al hilo de las paredes; empero rara era la vez que al pasar por allí no experimentara una mezcla de placer y sobrecogimiento…

Madrid 22 de Enero de 19…
Señores D. Marcelo Ponce y Doña Concepción Aguilar Castra

Muy señores míos: cumplo el triste deber de comunicarles el fallecimiento de su hijo don Juan Carlos Ponce y Aguilar, ocurrido en este hospital, del que soy humilde capellán, el día 21 de los corrientes.

“Su muerte ha sido en verdad ejemplar. Por mi sagrado ministerio he visto morir en esta santa casa a muchos desvalidos de la fortuna, que ya por ser pobres desde que nacieron, ya por mil vicisitudes y eventos, aquí entre estas acogedoras paredes entregaron su alma a Dios. Pero pocos han muerto con la entereza de ánimo y la resignación cristiana de este hijo de Vds.

“Vino a este hospital herido ya de muerte. La ciencia no pudo hacer otra cosa que prolongarle unos días la vida.

“Tan pronto ingresó requirió mi presencia a su lado. Confesó, con un detenido examen de conciencia y enumeración de todas sus culpas, dejando así su alma limpia de pecado alguno y en condiciones de recibir la más anhelada visita que puede apetecer un corazón: la visita del Rey de Reyes.

“A la mañana siguiente se le dio el Señor: acto piadoso e inefable al que asistió su hermano don Pablo.

“Comprendo que los pormenores de su muerte, pormenores que voy a estampar aquí a seguido, habrán de proporcionarles dolorosísimo rato, pero nada purifica tanto nuestras almas como el dolor y de algunas de estas circunstancias que refiera, podrán Vds. deducir enseñanzas y edificaciones muy notables.

“Cuando vio don Juan Carlos que le iban faltando las fuerzas y que la vida se le escapaba por momentos pidió un crucifijo, que tomó devotamente entre sus manos y que ya no abandonó hasta su muerte. Las oraciones más fervorosas, más llenas de unción, alternaban con los nombres de todos Vds. Pronunciados con la mayor ternura. No me será fácil olvidarlos; tantas y tantas veces salieron de sus labios.”Mamá, papá, Luisito, Isabel, María Victoria”… ¡Qué presentes les tenía en la memoria y en el corazón¡ A todos Vds. Uno por uno, y reiteradamente a don Marcelo, les pidió perdón por cualquier daño que sin querer o por irreflexión de los pocos años cometió o hubiera cometido.

“Don Marcelo fue su obsesión constante, hasta unos minutos antes de morir en que dijo: Mamá…como un suspiro, y cerró los ojos ya para no volverlos a abrir más.

“Pueden Vds. estar seguros plenamente de que no le ha faltado ninguno de los auxilios que en trance como este cabe prodigar, y que su hermano Pablo, con varonil en tereza, pero no ocultando a pesar de ésta la desgarradora pena que sentía, ha permanecido junto a él todo el día anterior a su muerte y en el que murió.

“Por encargo expreso de su infortunado hijo envío a Vds. por Correos aparte y certificado, la medalla de la Dolorosa que tenía puesta y la cadenita de plata de la que colgaba; una cartera, que contenía, según el me dijo, algunas cartas de su madre, la recibida últimamente de don Marcelo y varias fotografías con la imagen de Vds.
“Juntamente con estas dos cosas, la medalla y la cartera, va una libreta de ahorros de la Caja Postal, con diversas imposiciones hechas por don Juan Carlos en distintas fechas. La cartilla, como verán Vds., está abierta indistintamente a favor de sus hermanos más pequeños Luisito y Carmen.

“Reiteradamente me encargó advirtiera a Vds. que las cantidades impuestas en la expresada libreta procedían de los varios giros que Vds. en ocasiones diferentes, le habían hecho. Al informarme de estas particularidades me dijo insistentemente que rogara a Vds. no tomaran a mal la determinación suya de no tocar estas pesetas, no lo atribuyan nunca ni a soberbia, ni a orgullo, ni a la menor sombra de resentimiuento con ninguno de Vds., sino a su voluntad de no causar en la economía de Vds., tan gravada por un sin número de imperiosas obligaciones, el menor daño.

“Cumplida queda, en cuanto a mi se refiere, cuanto dispuso como última voluntad suya.

“Reciban Vds. con mi condolencia más profunda y mi ferviente deseo de que nuestro señor les dé fuerzas bastantes para sobrellevar esta desgracia, un respetuoso saludo de este S.S. de Vds. y Capellán.

Ulpiano Fernández

“P.D. Por un olvido imperdonable, advertido después de leer la presente, omití la súplica de su hijo a Vds. de que sus restos mortales no fuesen trasladados desde el cementerio de su inhumación a Castra.

…-Hagan juego señores-dijo con voz gangosa y destemplada el banquero.
Lo de “señores” no cabía duda de que era un eufemismo. Allí no había más que gente de medio pelo. Chalanes de los que traían ganado al Matadero de Madrid; vendedores callejeros, que se dejaban sobre el tapete verde, todos los días, las exiguas ganancias logradas tras de mucho patear y vocear; toreros; estudiantes y cómicos de la legua, con las ropas derrotadas y unas greñas terribles; y esa otra gente de rompe y rasga, de los llamados barrios bajos de Madrid, que no se sabe de donde sacan el dinero, más que nunca les faltan unos cuartos en el bolsillo, con los que probar fortuna…

-Hagan juego, señores-repitió el banquero en el mismo tono carraspante y opaco.

Alrededor de la mesa, cubierta de un paño verde algo raído, enracimábanse los jugadores y los mirones. Una densa nube de humo, que hacía irrespirable la atmósfera, flotaba entre las cabezas de los circunstantes y el techo de la habitación. Pendía de éste una lámpara, cuyos rayos luminosos, merced a una cónica tulipa del mismo color del tapete que revestía la mesa, convergían sobre las cartas y las posturas. Allí había de todo; desde la modesta moneda de cobre, hasta el billete de veinte duros.

-Esas veinticinco pesetas juegan a la sota y estas otras veinticinco al rey-exclamó un sujeto que, con la cabeza desprovista de toda vestidura capilar, ancho y fornido el cuerpo y un traje oscuro a rayas, estaba detrás del que tallaba.

-Retire usted esos duros del as y póngalos a la sota-indicó otro jugador.

El que tiraba las cartas hizo lo que se le ordenaba y después advirtió:

-Juego

-Espere usted…estos diez duros al rey-se oyó una voz conocida de nosotros, la de Pablo Ponce.

-Van. Juego, señores.

Las cartas iban saliendo muy despaciosamente de las manos del banquero. Unas manos afeminadas por lo breve de su tamaño y la transparencia de la piel; con varias tumbagas en los dedos anular y meñique.

Salió un caballo, después un cinco. Pablo jamás había pasado un rato tan tremendo. Latíale el corazón fuerte y descompasadamente. Notábase el pulso en todo el cuerpo: en las sienes, en el cuello, en el pecho, en las muñecas. Si hubiera tardado más en salir la carta, para él decisiva, hubiera muerto sólo de la emoción con que la esperaba. Tal ansiedad denotaba su rostro, que un jugador de al lado, que observaba a Pablo, comentó:

-No se apure usted si pierde. En menos de una hora llevo yo perdidas más de dos mil pesetas… y ya ve usted, estoy tan fresco. Eso sí, con unas ganas locas de que ahorquen a esta gentuza.

El que tallaba oyó la lisonja, pero bien porque estuviera en el momento más solemne de su cometido o porque no le cogiera de nuevas tal modo de expresarse, no hizo el menor caso y tiró la carta siguiente:

-La sota de bastos.

Pablo sintió como si fuera a desvanecerse, y se pasó la mano por la frente. Después se esforzó por aparecer sereno, y exclamó a media voz:

-¡Pues he perdido¡

En efecto, la banca acababa de llevarse sus diez últimos duros. Un sujeto que estaba cerca de Pablo y notó la mortal palidez de éste, dijo, más alto de lo conveniente, al amigo que tenía junto así:

-¿Has visto a ese “pollo”? ¿Por qué se meterán en estos trotes estas criaturas?

Pablo, que había oído la chunga, le miró con tales ojos que el chancero no fue capaz de sostenerle la mirada, y por si la cosa podía enmarañarse optó por irse a otra mesa en que se jugaba a las siete y media.

Tras un momento de indecisión, de atolondramiento, pues le parecía que la cabeza se le había vaciado del todo, abrióse paso entre el público y salió de la habitación…

Cuando salió a la calle estaba anocheciendo. Los débiles resplandores del alumbrado público se reflejaba en el acharolado pavimento y los escaparates refulgían ya con sus luces cegadoras. Ni los bocinazos de los coches, ni el retumbar del suelo al paso de los tranvías, atestados de gente a aquella hora de la noche en que todo el mundo se dispone a pasarlo lo mejor posible en los teatros, cines o cafés; ni el ruido un poco un aturdiente y ensordecedor de la Puerta del Sol, no muy lejana; ni los voceadores de la prensa, que intentaban con su desentonada gritería atraer la curiosidad del público, lograron despertar los sentimientos de Pablo. ¿Tan entontecido y traspuesto iba, a causa de la irreparable torpeza que acababa de cometer!

-¡Pero hombre!… ¿en qué va pensando? Ha estado usted a punto de que le atropelle ese auto -díjole un caballero cogiéndole del brazo y metiéndole en la acera.

-Perdone… Muchas gracias -repuso Pablo, con la mano derecha junto al ala del sombrero.

Había perdido en menos de una semana dos mil pesetas. Las mil del usurero y las otras mil que le había dado doña Amparo para rescatar el pagaré. Suma que si nada o muy poco habría representado para cualquier otra persona, para él podía ser el precio de su vida. Dos mil pesetas, siguió pensando, que don Marcelo tardaba en ganar, con sus clases particulares, cerca de seis meses, y con su cátedra de Filosofía, casi tres.

-Mire por donde va, joven- exclamó una señora a quien había empujado sin querer.

No le dio tiempo a disculparse, porque cuando quiso hacerlo la señora había desaparecido entre la gente. Y es que iba como borracho; aturdido, vacilante, sin conciencia clara de su persona, de sus movimientos, de la dirección que llevaba, del punto a que se dirigía. Como quién recibiese un duro golpe en la cabeza y sin sentido ya continuara andando, como si esto fuera posible. Cuanto había en torno suyo pertenecía en estos momentos a otro mundo distinto. Los coches que circulaban velozmente por la calzada; el público heterogéneo, inquieto, trafagante, que invadía las aceras formando un verdadero alud humano; los anuncios luminosos, con su isócrono parpadeo; el resplandor de los escaparates, que parecía que lanzaban bocanadas de luz sobre la gente… Todo esto estaba no solo fuera del pensamiento de Pablo, sino de sus sentidos también…

Desembocó por Montera en la Puerta del Sol; recorrió los dos amplios andenes que median entre la calle citada y la de Arenal; tomó la acera izquierda de esta vía y por el pasadizo de San Ginés y la calle de Coloreros arribó a la calle Mayor. Todo este itinerario lo hizo como un autómata, sin sentido alguno de lo que hacía. Y sin embargo, no cabía duda de que un sentimiento instintivo, un impulso subconsciente, borroso, indeterminado aun, le arrastraba en aquella dirección…

¡Qué interminable le pareció la calle Mayor! Asaeteada la conciencia por la grave culpa contraída, pensó que por algo había tomado aquella dirección. La calle Mayor desembocaba en Bailén y tirando a la izquierda se iba al Viaducto. ¡Buen sitio en que liquidar un pasado tan poco memorable¡ Una vez allí sería todo cuestión de un segundo. La baranda de hierro ningún obstáculo representaba para él. No habría más que tener decisión; encaramarse sobre ella, cerrar los ojos y echarse al espacio. ¿Qué tal muerte tendría? ¿Se moriría en el camino, de la impresión, de la fuerza en que entraría el aire en los pulmones, o esperaría la muerte abajo, en el duro adoquinado de la calle? ¡Qué muerte más tremenda; de un chocazo contra el suelo! No habría salvación alguna, pues el golpe sería terrible ¿Y no era esto lo mejor? No sufrir apenas. Tener una muerte instantánea. Lo más tremebundo habría de ser quedar con vida allí abajo, con conciencia del acto cometido y del dolor físico. Pero no, no era de esperar tal cosa. La altura enorme, la dureza del pavimento ahorraban a la mente toda incertidumbre.

Llegó a la calle de Bailén y tiró a la izquierda. La blancura de la Almudena despedía tenues reflejos luminosos bajo la claridad lechosa de la luna. Más lejos y a la derecha se alzaba la mole ingente del Palacio. Como por aquí el espacio urbano se ensancha y basta mirar al cielo para descubrir su anchura ilimitada, Pablo, sin intención deliberada, sino más bien en modo reflexivo, inconsciente, elevó los ojos al firmamento, enjoyado con sus más hermosas constelaciones, y sintió dentro de la íntima y desgarradora angustia que venía sufriendo, como una caricia de sosiego, de paz fugitiva y efímera. No cabía duda que era triste morir. ¿Pero qué otro camino le quedaba? Sin examen de conciencia, pues las culpas, los errores, las torpezas cometidas se agolpaban en la mente de un modo espontáneo y súbito, esto es, sin tener que echar mano de ese sentido rebuscador y analítico, que es como el gancho del trapero de nuestras almas, se consideraba desde luego responsable de todo su pasado. De su inapetencia para el estudio; de los vicios contraídos y no solamente no domeñados mediante un esfuerzo de la voluntad enardecida, sino cultivados con mórbida voluptuosidad; de la expulsión de la Academia de Ingenieros y, por último, del atolladero en que estaba respecto del prestamista y de doña Amparo. ¿Con qué cara se presentaría a sus padres?...

Se llevó la mano a la frente. Sudaba como si hubiera venido corriendo desde la Puerta del Sol hasta allí. Pero un sudor frío, como deben sudar los que están al borde de la sepultura. Sin embargo, la noche estaba deliciosa. Un vientecillo tibio, cargado de rústicas esencias campesinas, venía de la parte del Campo del Moro…

El Viaducto estaba ya a dos pasos de él. Avanzó resueltamente, con ese enardecimiento interior de las grandes decisiones. Algunos transeúntes pasaron en dirección contraria a la suya. ”Si éstos supieran que se han cruzado con la muerte”, pensó, con un hondo estremecimiento. Después le vino a la memoria, un poco desvaída, borrosa, insegura, como la memoria que se tiene cuando se sale de una larga enfermedad, el recuerdo de doña Concha, de don Marcelo, de Isabel, de María Victoria, de los pequeños… Un recuerdo algo vago, enturbiado por la distancia y el tiempo. Pero a pesar de que las figuras de estos seres queridos mostrábanse confusas, como si se hicieran notar a través de un velo, bastaba así para que vibrase toda la sensibilidad de Pablo, y fuera herida con la presencia física, de cada uno de ellos.

Siguió andando. Un coche iluminó al pasar bajo el Viaducto toda su colosal armadura. Avanzó junto a la baranda, más alta de lo que él se había imaginado. Dió, ya encima del puente, cuarenta, cincuenta, sesenta pasos. Parecíale como si sonaran de otro modo, con una resonancia menos seca, menos opaca… Las luces convenientemente distanciadas, hacían fulgir débilmente el hierro del barandaje e iban a mirarse en el asfalto del suelo.

Con las manos sobre la barandilla, en actitud de ir a encaramarse a ella, miró con ojos de espanto el vacio, la terrible hondonada, un poco en penumbra bajo la indistinta luminosidad lunar. Sintió miedo ¿por qué no confesarlo? Un escalofrío interior, mucho más fuerte del que recorre la espina dorsal ante las hondas impresiones de las cosas… Morir así, de pronto, mediante una resolución de la voluntad…tuvo miedo, sí; pero tuvo también asco de sí mismo, de su cobardía, de su pobre naturaleza humana forcejeando por salvarse. Relampaguearon sus ojos de pronto, como si hecha llama la voluntad, los destellos salieran por ellos… Hizo un esfuerzo enorme; acumulación de todas las energías dispersas que había en su ser. Apoyóse fuertemente en la baranda; se alzó, rápido y decidido, sobre las puntas de los pies…

La Huerta, como se la llamaba por antonomasia, tenía una hectárea o cosa así de terreno de regadío, un hermoso herbazal que proporcionaba a las vacas lecheras de Antoñón, el arrendatario, pasto abundante y fresco, y una fanega, de encinar. Este encinar, de copioso ramaje una vez pasado el alto bardal de la finca, se extendía por toda la ladera de la montaña. A mitad de la vertiente y hasta la cima casi, empezaban los olivares. En las crestas de la sierra veíase blanquear una ermita, cuya nitidez contrastaba con el tono áspero, agreste, de la vegetación y de los riscos circundantes. La umbría de este macizo montañoso en cuya falda, de suave declive, estaba la Huerta, aparecía salpicada de enlucidas casitas de recreo, a las que solían ir a pasar temporadas de campo algunas familias de Castra.

Mirando hacía el Norte, erguíase la mole ingente de Gredos, con sus cumbres cubiertas de nieve buena parte del año. Era este lado del paisaje como un murallón azul, blanqueado en las cimas, en el que los ojos del espectador encontraban un límite a su avidez de infinito. A la derecha y dando vista a Gredos, se dilataba la pequeña cordillera que veníamos describiendo. Terreno duro y fragoso, poblado de encinares y alcornocales, y como contraste de este arbolado achaparrado y viril, de un verde deslucido y parduzco, la elegancia señorial y el verde esmeralda de algunos pinos.

En la linda heredad de don Marcelo había de todo. Eucaliptus rodeando el estanque en que se recogían las aguas pluviales y con las que en el estío se regaban las hortalizas. Desparramados por doquiera: cerezos, guindos, almendros, nogales, higueras, naranjos y manzanos. Hazas si bien reducidas, para la siembra del forraje. Una noria de cangilones que durante todo el año, abastecía de agua la huerta, y un pozo junto a la casa. Pozo con su brocal de piedra, arco de afiligranado hierro, garrucha, soga y caldero.

La casa debía de haber sido muy hermosa, pero ahora se encontraba bastante abandonada. A los lados de la puerta, con jamba y dintel de piedra, sendas barras subían por la pared y entrecruzaban arriba sus largos brazos sarmentosos, entoldando así con sus pámpanos, un cenador que había delante de la casa. En la parte trasera estaba la vivienda del hortelano. Una habitación con cocina de campana, -toza, piedra, rashoguera y llar con sus garabatos-; dos dormitorios, un cuarto que servía de despensa y la cuadra, con salida independiente a la huerta. El resto de la casa correspondía al dueño. Zaguán empedrado; a la derecha una espaciosa sala, que había servido de comedor, con suelo de cal y chimenea al fondo. De esta pieza se pasaba sucesivamente a dos dormitorios, de anchas ventanas, en cuyo enrejado se trenzaba trepadora hiedra. A la izquierda del zaguán había otras dos habitaciones, la segunda de ellas con luz al poniente. La vivienda del hortelano y la de los dueños comunicábanse por un oscuro pasillo, con puerta al fondo …

La ciudad iba quedando bastante atrás, con sus casas hacinadas y escalonadas, como si se disputasen unas a otras el espacio y el aire. Casas pardas, terrosas, llenas de costurones y grietas, con sus pequeñas corralizas y sus terrados o azoteas.

Toda esta parte de Castra, a excepción de algunas traseras de aseñoradas viviendas y del Alcázar y del Instituto, dos grandes y vetustos edificios, era triste y misérrima. Sobre la roca viva torreones desmochados, con profundos agujeros y mataduras, de un color de oro viejo. Casuchas sin lucir ni blanquear, o por el contrario enjalbegadas y brillantes, destacando su albor del ocre de las otras. Huraños ventanucos, empinadas callejuelas, con distanciados escalones para suavizar la pendiente. Dentro de las mismas casas, declives atroces, que más parecían despeñaderos que vías de comunicación entre ellas. Y como además, este lado urbano daba al saliente, a aquella hora de la tarde en que el sol había traspuesto ya las torres de San Marcos, tenía un aspecto, sino sombrío, adusto y hostil, como todas las cosas viejas y miserables si el sol no les presta el hechizo, la alegría de su luz… Al pie de este costado de la ciudad y ciñéndola en parte, había un cauce estrecho y fangoso, con olivos, naranjos e higueras en las orillas. Por dicho álveo corrían las aguas de la Ribera, que no tenían nada, ciertamente, de cristalinas ni rumorosas, pues más semejaba aquello albañal que arroyuelo. Recostándose en el azul infinito, manchado de negros nubarrones, erguiáse el campanario de San Marcos, el más prominente de todos; las dos torres gemelas de los Misioneros, la de Santa Lucía y la de Santiago, y en el medio el Observatorio con sus girantes anemómetros a la vista….

Isabel iba a colmar la medida del dolor de don Marcelo. Iba a ser, como si dijéramos, la bomba final. Don Marcelo había probado ya la cicuta de todas las adversidades; pero le faltaba una: la del deshonor…